El filósofo ante el espejo

 
Franco Volpi

 

 

 

A Patricia

            Spiegel: noch nie hat man wissend beschrieben,
            was ihr in euerem Wesen seid [1].

            R.M. Rilke, Die Sonette an Orpheus II, III

 

Entre las muchas preguntas que nos gustaría hacerle a un filósofo hay una referida al rostro y a su indescriptible condición, dimensión que sólo el espejo, la imagen o el retrato consiguen capturar.

Es una pregunta simple e ingenua, pero que nos permite establecer a qué especie pertenece el filósofo con quien estamos hablando. Nos consiente que lo pongamos a prueba, de ensayar lo que ha de decirnos. Incluso poniéndolo en aprietos.

Llevemos al filósofo aparte y pongámoslo delante de un espejo, invitémosle a que mire en él y planteémosle la siguiente pregunta: “¿Cuándo ves el espejo?”

El experimento puede parecer impertinente porque con nuestra pregunta lo obligamos a “reflexionar” acerca de un instrumento de vanidad con el cual sólo suelen conversar los rostros femeninos, no los pensadores barbudos. La idea de que el filósofo pueda perder el tiempo con el espejo, objeto al mismo tiempo prodigioso y banal, engañoso y sincero, ha sido siempre considerada, desde tiempos antiguos, como incongruente. Apuleyo, por ejemplo, en su Apología se vale de la “contradicción” entre filosofía y espejo para defenderse de una acusación de magia.

Sin embargo, la tradición iconográfica parece ir en la dirección opuesta porque justamente un espejo lo que tienen en la mano las personificaciones de la Sabiduría, cuyo amante es el filósofo. ¿Acaso no es por medio de un espejo que el hombre aprende a conocer su propia imagen y, por lo tanto, a conocerse? ¿Qué es la filosofía sino el conocimiento de uno mismo? En efecto, en la clásica Iconología de Cesare Ripa, en la segunda edición ilustrada de 1603, la Prudencia o Sabiduría aparece representada como una mujer que se mira al espejo.  En la didascalia se explica el significado simbólico del espejo: para actuar rectamente el sabio debe conocerse a sí mismo, conocer su propio carácter y sus propios defectos. Sócrates, que hizo del “¡Conócete a ti mismo!” el principio de la sabiduría, “exhortaba a sus acólitos a mirarse cada mañana en el espejo”.

Pero el espejo también revela la falta en el conocimiento de uno mismo: el error en que incurre Narciso, con fatales consecuencias: quien se enamora de su propia belleza, replegándose para contemplarse a sí mismo, deja de ver la realidad. Cae prisionero de su propia imagen.
Pues bien, cada vez que hemos planteado la pregunta acerca del espejo, los largos momentos de vacilación que la han seguido son prueba de los inconvenientes y las dificultades que conlleva. Por lo demás, una respuesta cuando menos atinada implicaría toda una teoría de la percepción, un concepto de autoconciencia, quizá una teoría de la identidad o de la relación con el propio cuerpo, y quién sabe qué otros refinamientos que dejo a la fantasía del lector imaginar. “El espejo es el verdadero culo del diablo”, reza un viejo adagio francés que la tradición artística ha ilustrado de muchas maneras.

Al final llega la respuesta del primer filósofo: “Veo el espejo cuando veo reflejado en él lo que tiene delante”. De forma espontánea objetamos: “Desde luego, pero en ese caso lo que tú ves es lo que se refleja en el espejo, pero no el espejo mismo. Y, en cambio, eso es justamente lo que querríamos saber: ¿cuándo ves el espejo mismo?”

Aparece entonces un segundo filosofo y, tras asegurarse, conjetura: “Veo un espejo cuando veo el marco”. De acuerdo, vale. Pero esa no es la verdadera respuesta a la pregunta. No es la solución clara y precisa que buscamos. Nosotros no te habíamos preguntado: “¿Cuándo ves el objeto espejo?”, sino: “¿Cuándo ves el espejo?”. Si contestas de esta manera, quiere decir que ves el marco, cuando mucho el espejo como objeto de decoración, pero no el espejo como tal en tanto que superficie reflectante.

“Veo el espejo cuando veo reflejarse en él mi rostro”, responde un tercer filósofo con aire triunfante.

“¿Y cómo sabes que se trata de tu rostro?”, le replica el primer colega.

“Antes de afirmarlo deberías explicar cómo entiendes la identidad y la autoconciencia”, añade el segundo filósofo.

Por nuestra parte, nos quedamos insatisfechos y simplemente le contestamos: “De todas formas, lo que has visto es tu rostro, no el espejo”.

Velázquez plasmó sobre la tela este problema cuando pintó Las Meninas o La familia de Felipe  IV. ¿Qué o a quienes representó el maestro español en ese cuadro realizado en 1656?  ¿Cuál es su tema? ¿La infanta acompañada de las damas de la corte y la familia real? Como el título del cuadro no lo puso Velázquez, los intérpretes se han preguntado: ¿no será que el tema es el pintor que las pinta? ¿O que está pintando la pareja real que se refleja en el espejo del fondo? ¿Será que se pintó a sí mismo en el acto de pintar? ¿O es la génesis del cuadro como acontecimiento? Más aún: ¿no será que todo el cuadro ha sido pintado como si fuera un espejo?

De nuevo: ¿cuándo ve el espejo nuestro ojo?

La respuesta nos pone en aprietos, especialmente a los filósofos. Circunspectos como son, los filósofos temen ser descubiertos, traicionarse y caer en una trampa. Para evitar tropezar, andan a tientas. Y aun cuando entienden nuestra pregunta, se bloquean: como si se vieran en peligro, como si sintieran que la respuesta que den desenmascara sus presupuestos. En efecto, por la forma en que nos responden reconocemos la especie a la que pertenecen, si son antiguos o modernos, racionalistas o empiristas, cartesianos, kantianos, humeanos, husserlianos, wittgensteinianos, etc.

En suma, el dictum vale también para la pregunta sobre el espejo: di qué respuesta darías y te diré qué filósofo eres.

En realidad, hay un millar de respuestas posibles, pero sólo una es la buena.

 

NOTAS

[1] Espejos: nadie ha sabido explicar / qué hay en vuestra esencia.