Desenmadejar enredando
El arte no es –según la versión clásica– una imitación de la naturaleza. No lo es porque el arte no se reduce al tamaño de la técnica, aunque ésta encuentre en aquél su verdad última1. Mas tampoco es la obra de arte –según alguna versión romántica– una manifestación de la subjetividad creadora. Por más que se dirija a la sensibilidad, y en gran medida brote directamente de ella, por más que con frecuencia se enfangue en ella, la obra de arte es un testimonio del espíritu para el espíritu. ¡Expresión sensible de lo inteligible! ¡Dios en la tierra! Pero, ¿cómo podría esta paradoja hacerse efectivamente posible?
Pues bien, no lo es. La obra de arte representa, literalmente, la apoteosis de lo sensible. Una elevación que es un abandono. Es su consumación –y su ruina. El arte niega a lo sensible en el seno de lo sensible; anula la naturaleza en y con las entrañas de la naturaleza. Dios (Padre) violando la (madre) tierra. Cada obra de arte muestra, en escorzo, la retracción de la naturaleza, su retirada sin fin. Cada obra revela el repliegue de lo sensible, escenifica la aniquilación de la materia. Documenta su pérdida. Hace de su disolución un espectáculo; dramatiza su despedida.
El arte es el paradójico modo merced al cual la sensibilidad percibe el fin de la sensibilidad; es la inquietante manera en que la vida vive la muerte de la naturaleza. Su eterno fin.
Función ciertamente inestable. El arte anuncia algo que la religión da por supuesto. A saber, que lo mortal ha de morir, que la inmediatez de la existencia ha de pasar. Todo es un remontar sin sentido. Por eso el arte, incluso en su alegría, es necesariamente un lamento; y por lo mismo la religión, en medio de sus lamentaciones, es necesariamente una alegría sin (suficiente) reflexión. Arte, religión: exceso y falta de vida.
El arte, si es arte, canta y celebra el paso; la religión se esmera en pasar –en pasar siempre y para siempre al otro lado del pasar.
Hegel parece darse perfecta cuenta de este destino funesto. No es episódico el que reconozca en el arte una cierta renuencia al concepto, una como desobediencia de base. Existe una dificultad constitutiva si se quiere hacer del arte un asunto digno de la mirada filosófica (hoy diríamos que esa dificultad lo enaltece). Ya habíamos señalado la cuestión de la ilusión; pero, además, el arte presta siempre un servicio con doblez2. La obra de arte se somete –y no. Apunta, tensa, a lo más serio, pero también se afloja, se distiende, se frivoliza: se torna banal. La obra de arte más seria es tan seria que no puede creérsela. Una seriedad lograda por la respiración, por la explosión del humor.
Pero si esto le sucede al arte, la razón estriba, según insiste el filósofo, en sus inquebrantables compromisos con la percepción sensible. Hegel querría intentar salvar al arte de su falacia concibiéndolo como un pasaje, como una especie de trampolín. “El modo sensible de conciencia es el más primitivo para el hombre”, observa al final de la Introducción a la Primera Parte, “y así también fueron las fases primitivas de la religión una religión del arte y de su representación sensible. Sólo en la religión del espíritu es Dios sabido como espíritu, ahora también de un modo superior, que se corresponde mejor al pensamiento, con lo que al mismo tiempo se patentiza que la manifestación de la verdad en forma sensible no es verdaderamente adecuada al espíritu”3. Por la sensibilidad, en esta evidente reverberación platónica, estamos condenados a permanecer prisioneros en el interior de la caverna.
Ahora bien: por el arte, la caverna se revela en cuanto caverna. Un despertar entre sueños. Un despertar al sueño.
O bien: una posta en el camino hacia ese exterior que es el verdadero interior: Dios, es decir, la pura luz sin forma y sin el lastre de la materia (un lastre, no obstante, puesto por él mismo). El arte es pasado, lo hemos sugerido, porque celebra el paso, se demora en él, se instala dentro de él. En franco, aunque no siempre deliberado, desafío a la religión, le basta con mostrar la impracticabilidad, e incluso la indeseabilidad de la salida.
Un paso, pero también una pendiente, un tobogán. Para Hegel, la historia del arte es, como toda historia, como toda lógica, la progresiva e irreversible aniquilación de la naturaleza. Consignémoslo por última vez: “naturaleza” no son precisamente, o no solamente, los árboles y los cuerpos sidéreos y los animalitos de la creación; “naturaleza” es el nombre que, desde la altura del espíritu, se le da a la inmediatez sensible. Ya hemos planteado el problema: el “espíritu” en modo alguno es una cierta entidad etérea, una “cosa” muy sutil que sobrevuela a los cuerpos: en esta palabra se resume todo el proceso de autoanulación de la naturaleza. No es, en tal sentido, un “agente”: el espíritu es el resultado de este proceso. Su desolada cima.
Los regalos de lo negativo
Nada “positivo”, pues. Ni en el sentido ontológico ni en el moral. El espíritu, dicho sea en hegeliano, es pura negatividad. Negación, ante todo, del tiempo y de la mortalidad. Negación del tiempo en el tiempo. Negación de lo sensible en y por lo sensible.
La autoanulación de la naturaleza se produce por ello mismo en una serie de fases. En el arranque se halla la divinización de la naturaleza misma. Dios es lo inmediato, se confunde con sus manifestaciones sensibles. Principio de idolatría, magia de contacto. Es la religión de la luz de los persas. La segunda fase, lógicamente (aunque la cronología pueda desajustarse), es la ruptura y dispersión de la unidad. Lo sensible sigue divinizado, pero ahora en una proliferación lujuriosa. Es la expansión ilimitada de la fantasía. Es el shivaísmo de los indios. La tercera fase es la cristalización simbólica: la formación del enigma, que esconde en lo sensible un elemento o una referencia a lo suprasensible. Es la imaginación egipcia. La cuarta es lo sublime, que se abre hacia el panteísmo (musulmán) o hacia la trascendencia (hebrea). La quinta es el simbolismo consciente, característico de Roma y de la modernidad.
Se ha hecho notar, con razón,4 que esta división pentádica tiene su raíz en un dualismo kantiano. Es la distinción, practicada en la Crítica de la facultad de juzgar, entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico. Lo sublime se alza frente al símbolo. Lo sublime “no es aún puro signo”, señala Félix Duque, “sino la concordancia del proceso de desimbolización (o desmitificación) con el de designación: una negación abstracta y absoluta de todo lo sensible, vista y sufrida desde lo sensible mismo, anonadado”5. En lo sublime hay un desbordamiento, concierne a esa experiencia en la cual ni el entendimiento ni la sensibilidad se hallan en condiciones de sujetar lo experimentado. En lo sublime se pierde la posibilidad de contar, de someter a medida. Como escribe Kant: “Es sublime aquello que, con solo pensar en ello, apunta a una facultad del ánimo que sobrepasa a toda medida de los sentidos”6. Este anonadamiento de la subjetividad es ya, para Hegel, el principio de la autoanulación de lo sensible, el inicio de la andadura del espíritu.
El movimiento, como se advierte, va de lo sublime a lo romántico, pasando por lo clásico. Bien mirado, el arte se queda siempre en el umbral de lo simbólico. Una búsqueda infructuosa de equilibrio entre el contenido –la Idea– y la forma –la materia–. Es la búsqueda, si nos detenemos un instante, de la palabra perfecta, de la imagen de la verdad. Pero no hay posibilidad alguna de semejante encaje, porque si hay palabra o imagen entonces la verdad no aparece, la verdad en su pureza no puede aparecer. Es como buscar el signo perfecto. Una unidad sin fisuras, sin deslizamientos y sin equívocos entre el significante (sensible) y el significado (ideal). Pues hemos indicado que la Idea no es una cosa, sino el rastro de su evaporación. El trazo descrito por Hegel, al recorrer su galería de imágenes estéticas, es el de la búsqueda (simbólica), el hallazgo (clásico) y la transgresión (romántica). La meta es siempre la misma: alejar la precariedad de lo finito en lo finito mismo. La “imagen del Dios” concentra esta finalidad. Pero el problema persiste, pues, dentro de toda la lógica del sistema, lo divino no puede consentir imagen alguna.
¿Defecto de construcción? A diferencia de Hölderlin y de algunos románticos, Hegel no piensa mediante paradojas, sino merced a oposiciones dialécticas. Pero en estas Lecciones las paradojas brotan como hongos después de la tormenta. El arte simplemente no puede dar lugar a lo suprasensible. El fin de la naturaleza, lo hemos dicho, consiste en alcanzar su propio fin, en autoaniquilarse. Al menos, se concederá, es lo propio de la naturaleza humana, de lo humano en pos de sí mismo. Pero la autoanulación de lo sensible ni es un triunfo absoluto del espíritu ni sus conquistas son irreversibles. En todo caso es un cuento de nunca acabar, pero ¿quién o qué es el protagonista de semejante historia?
La comprensión hegeliana del arte depende por entero de una lógica del relevo y de la conversión. El arte ha de ceder su sitio a otra cosa para cumplirse a sí mismo. Que lo sensible, que la naturaleza, que lo inmediato se autoanule sólo puede producirse en esa obra de arte realizada y revelada que es la religión... cristiana. ¿No es, realmente, suicidio lo que, por amor al género –es decir, al Padre y al Espíritu– comete el Hijo del Hombre? La salvación consiste en renunciar a habitar la tierra, así de simple. Grecia tenía que morir para que la Cristiandad cumpliera lo que en aquélla sólo era vislumbre o promesa inconsciente.
Cada fase de esta historia nos salva de una fase anterior que sólo aparece como anuncio de lo por venir. Cada fase se extingue en su sucesora. Es el fuego del espíritu lo que las conecta a todas. Es el resplandor, diríamos, de su recíproca extinción. Pero el espíritu no es un sujeto, sino, digámoslo por última vez, el fruto de su anulación. De acuerdo con Hegel, el arte ha de morir y cumplirse en la religión. En la religión de la verdad, que necesariamente tendría que cumplirse en otra cosa: desde luego, en la filosofía. El arte escenifica el desprendimiento de lo sensible; la religión hace de este sacrificio su núcleo, y de él extrae todo su sentido y su potencia como entramado histórico.
Desde la religión, y sólo desde ella, el arte se presenta justamente como arte. Para los griegos, sus esculturas y sus poemas no eran “artísticos”; el arte (para nosotros) era (para ellos) inmediatamente religión. Se convierte en arte cuando el entusiasmo religioso se ha retirado de sus obras. Es obra de arte cuando y sólo cuando lo divino se muestra en su ausencia.
La (des)creación del vacío
Sin embargo, se impone el reconocimiento de que en el sistema filosófico hegeliano el arte aparece por primera vez, para la filosofía, en su absoluta necesidad. La Idea necesita manifestarse a la sensibilidad. El arte es concebido como su epifanía, su des-velamiento. Incluso pensándolo en cuanto “negativo” de la esencia, la apariencia es necesaria –e insustituible– para aquélla. ¿Qué significa esto sino que lo que el arte pone en obra es la negatividad y la muerte? No se trata, así, de que el arte haya muerto porque estén ya agotadas sus posibilidades. La Idea –la “verdad”– no llega a ser Idea si no deviene. “Si la verdad es pensada como a-letheia”, apunta Massimo Cacciari, “la expresión ‘muerte del arte’ no podrá ser interpretada sino en estos términos: pertenece al dominio del arte (es ‘del arte’) la representación sensible (‘convincente’ para el sentimiento mismo) de que lo negativo (la muerte) es esencial para la esencia, que la verdad misma no sería si no se ‘transparentase’ en la apariencia”7. Se traza de esta guisa un inquietante nexo entre el arte y la muerte, un nexo que plantea al pensamiento y a la imaginación, quizá, el problema central de la estética contemporánea. El arte dice el paso de la presencia y, a la vez, escenifica el trans-paso de la Idea a la apariencia. La apariencia no “sobra”; por el contrario, le es esencial a la esencia.
El arte es la reflexión de la esencia en la apariencia.
Y es por ello que el arte contemporáneo ha debido renunciar a su vínculo con la utopía. Ha debido despedirse de toda pretensión mediatriz, de toda esperanza de reconciliación de aquello que la historia ha separado. El arte ya no puede ser “bello” en el sentido en que lo querían los ilustrados y los románticos. Le ha sido negada la inmediatez y la armonía. El arte no “reproduce” alguna esencia que latiría por detrás o por encima de la apariencia: la apariencia refleja la disolución de toda esencia, de todo origen, de toda presencia: de toda “naturaleza”. En la apariencia sensible sólo puede negarse –nunca restaurarse– una presunta inapariencia suprasensible.
En cualquier caso, el arte se abre a lo suprasensible para mostrar, para producir –piénsese, emblemáticamente, en el Gran Vidrio de Duchamp– no su plenitud escondida, sino su Vacío8. “La figura”, insiste Cacciari, pensando esta vez en Giacometti, “tiene como náusea de manifestarse. Y esta náusea es expresada por el artista en tanto que cancelación de la presencia misma. Su obra no consiste, de hecho, en el advenir de la no-presencia a la presencia, a lo Abierto, en el movimiento del Vacío a lo Lleno, sino en la reducción de lo pleno, en su lenta y paciente cancelación”9. El arte no nos reconcilia con la plenitud de la presencia. Por el contrario, la belleza consiste en que nos abisma en su disolución, en la inexorable pérdida de lo inmediato. Y sólo de ese modo resulta inteligible la afirmación hegeliana de “la muerte del arte”. Es un magnífico modo de fracasar, una experiencia que puede adivinarse en líneas como éstas, encontradas casi al azar: “Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como una frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mí mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde.”10
Hegel como pasado. El arte como interrupción
Concedámoslo: la voluntad de comprensión es también un anhelo de compresión: provoca espejismos. Acaso cada acto de la inteligencia sea una operación de achicamiento –y de atrincheramiento. ¿Quién percibe la rotura y adivina el límite del mundo: la inteligencia o la sensibilidad? ¿No será más bien que esta polaridad, en la comodidad de sus extremos, siempre nos engaña?
La “estética” de Hegel, al margen de los esquematismos que la acechan, ha situado a la experiencia del arte en un plano difícil de subestimar. El arte pertenece a la esfera del Espíritu Absoluto, que, menos que constituir el reino de algún animal mitológico, señala el lugar donde el ser humano alcanza a liberarse de la realidad efectiva externa, de la “naturaleza”, entendida ésta como el ámbito de la sujeción a lo inmediato. Sólo en la experiencia del arte el espíritu comienza real y efectivamente a saber de sí. Las obras de arte, dice Hegel, son “el primer eslabón reconciliador entre lo meramente externo, sensible y pasajero, por un lado, y el pensamiento puro, por otro, entre la naturaleza y realidad efectiva finita, y la libertad infinita del pensar conceptual”11. “Reconciliación”, como se ha dicho, es una palabra inexacta. Porque liberarse de la exterioridad exige sólo un reconocimiento previo, un asegurarse en lo absoluto para calcinar todas sus formas. La “reconciliación” hegeliana consiste en pasar por encima de lo natural-sensible.
Junto con la religión y la filosofía, el arte, por lo demás, se presenta como condición inicial de posibilidad de una verdadera comunidad humana. Inicial, según se ha insistido aquí, por el tributo que todo arte ha de llevar a materialidad sensible. El arte es un modo –y sólo uno, el intuitivo– de pronunciar lo divino. Pronunciarlo, anunciarlo, denunciarlo: allí donde el gesto se hace símbolo y el símbolo se hace signo y el signo desaparece –musical, poéticamente– en lo designado. Después de la poesía, ¿qué podría haber, sino religión? Pero es aquí donde la sospecha de Hegel puede continuarse indefinidamente: si el arte manifiesta esa inadecuación constitutiva de la naturaleza y del espíritu, ¿porqué, si es constitutiva, habrían de resolverla la religión o la filosofía?
Tras este recorrido, que al menos ha puesto de manifiesto la decisiva importancia de lo bello para el pensamiento, seguimos de todos modos sin saber, qué sea y qué sentido tenga, en definitiva, el arte, y tampoco parece posible definir la belleza sirviéndonos de un concepto fijo y cerrado. Cosa que quizás no debería decepcionarnos. La relación de la belleza con la verdad y con el bien es una relación –una metafísica– que nunca ha podido permanecer a salvo de conflictos, incomprensiones y maleficios. La filosofía moderna se ha propuesto descubrir en el arte y en lo bello ejemplos de una humanidad emancipada del yugo de la naturaleza –pero también de la tradición, de la moral y la costumbre. Ha visto en ella un elemento de balance y equilibrio, una promesa de reconciliación, el anuncio de un retorno en el que vienen a nuestro encuentro las cosas que, sin saber muy bien porqué, ni a qué costa, hemos perdido.
La obra de arte suscita esa impresión de maravilla inútil, según la fórmula kantiana, que desconecta el flujo del tiempo del trabajo y de la cotidianidad. Las obras de arte dan la impresión de no pertenecer a su tiempo –de interrumpir o impugnar su marcha. Algo anterior al tiempo y exterior al espacio pareciera palpitar en cada creación obsequiada a la sensibilidad estética.
No sabemos qué sea ni siquiera qué pretende esta actividad que es casi (como) no hacer nada.
Con Hegel y contra él, debemos decir que en la obra de arte resplandece no el encuentro, sino la pérdida. El poder conquistado por el hombre también le hace sentirse infinitamente débil, su desprendimiento de la naturaleza le vuelve susceptible a todo aquello que ha quedado irrecuperable, irremisiblemente atrás. “Ese vacío entre él y la comunidad natural”, apunta Maurice Blanchot, “es lo que parece haberle revelado la destrucción y la muerte, pero también ha aprendido a servirse de ese vacío, no sin dolor y para siempre: utilización y ahondamiento de su debilidad para hacerse más fuerte”12. Lo humano es un erigirse por encima –y un quedar necesariamente por debajo. Lo humano es contra la naturaleza. O, más bien, debe decirse que sólo hay naturaleza en ese momento en que el animal (humano) deslinda de sí mismo un algo a lo cual ha de oponerse, un algo sobre lo cual ha de erigirse. Kant ya insistía en que el poder de la moral es un poder de prohibición. Poder ínfimo que construye todo un mundo. Prohibirse ser todo –allí aparece la naturaleza, sólo como consecuencia de una negación originaria.
Un poder de prohibición siempre acompañado por su reverso (¡o su anverso!): el poder de la transgresión. La segregación de la naturaleza no basta para hacer del animal un hombre. Es preciso encontrar el modo de volver a ella, de prohibir la prohibición, de violar la separación. Una exigencia, pues, pero impracticable. La vuelta a lo segregado es, ella misma, aquello que el hombre, al decir no, se ha prohibido para siempre. El arte no puede reconciliarnos con aquello que rechazamos para poder ser. En ese deseado retorno sólo cobra conciencia de los límites sin los que terminaría disuelto y evaporado, sólo puede afirmarse como suplemento, como realidad añadida a lo real, como artificio, como distancia y fisura que nada colma. “Es la conciencia de esta distancia”, insiste Blanchot, “afirmada, abolida y glorificada, la sensación, horrorizada y alegre, de una comunicación a distancia y, sin embargo, inmediata, que el arte traería consigo, al ser su afirmación sensible, la evidencia que ningún sentido particular puede alcanzar ni agotar”13. El arte es la gozosa y dolorida afirmación de esa distancia.
Por tal motivo, quizá únicamente en presencia del arte –no sólo del trabajo, no sólo del lenguaje, no sólo de la razón– se pueda hablar de la presencia de lo humano. Lo que hace al hombre, ese poder de prohibición, ese poder “moral”, ese “espíritu”, ese “imperativo categórico”, es lo mismo por lo cual acaba deshaciéndose. Su “humanidad” no sólo reside en esa separación del impulso natural, en esta alteración útil de las cosas que encuentra a la mano, sino en su –imposible– recuperación, en la apariencia de su destrucción, en el –siempre momentáneo– abandono de las conquistas por aquélla obtenidas. El arte es esa “ligereza desligada” que impide que el hombre sea solamente un animal contrapuesto –por el trabajo, por la lengua, por la prohibición– a la animalidad, a “su” animalidad: precisamente a eso que jamás podría ser “suyo”.
¿Cómo definir entonces aquello que se sitúa en el borde exterior de toda definición? ¿Cómo podríamos detenernos en su límite? ¿Merced al pensamiento, a la sensibilidad –o gracias a la intuición?
Tan sólo se insinuará aquí, para finalizar, que el arte afirma la distancia, el –alegre, sombrío– contacto con lo que siempre es antes, con el antes de que algo, de que el ser simplemente sea. Una insinuación, quizás, a la que Hegel, con su convicción de que lo humano consiste en seguir siendo un yo en medio, en el corazón de lo otro, y al concebir al espíritu como un mirar a lo lejos14,no permaneció del todo ajeno.–
Universidad Autónoma de Zacatecas
sproa52@hotmail.com
NOTAS
1 Cf. Félix Duque, La era de la crítica. Historia de la filosofía moderna. Madrid: Akal, 1999, p. 867.
2 G. W. F. Hegel, Lecciones de estética, Madrid: Akal, p. 9.
4 Cf. Félix Duque, La Era de la crítica... op. cit., p. 871.
6 Cf. Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft, prgrf. 25.
7 Cf. Massimo Cacciari, “Da Hegel a Duchamp”, en Duchamp dopo Duchamp, a cura di Elio Cappuccio, Siracusa: Tema Celeste, 1993, p. 36.
8 De allí la emergencia –y la urgencia– de una estética de la destrucción (o de la des-creación), que intenta desactivar los prejuicios contrapuestos a la idea de que el arte muestra aquello que la moral y el saber –la lógica de lo útil– silencian. “Es al artista”, escribe, por ejemplo, Aldo Pellegrini, “a quien corresponde descubrir el verdadero sentido de la destrucción. Y este sentido está en el fermento creador que contiene todo acto de destrucción. Ya es tiempo de que el artista dé las verdaderas normas de la destrucción, puesto que el acto de destruir es inseparable del hombre. Cuando la destrucción es voluntaria y desinteresada cumple primordialmente una función estética. La destrucción del artista no es el acto brutal y sin sentido que determina el odio, es un acto que tiene sentido, y este sentido lleva la marca indeleble del humor. El humor, fenómeno destructor de la más alta categoría, ataca lo estúpido, lo rutinario, lo pretencioso, lo falso. El humor, poder dinámico que mueve la actividad destructora del artista, y a la que presta, junto a su peculiar contenido estético, un contenido profundamente ético”. ¿Se podrá afirmar una vez más que lo malo es bueno y lo bueno es perverso –o caduco?
9 M. Cacciari, loc. cit., p. 47.
10 Cf. Michel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Barcelona: Anagrama, 1999, tr. de Encarna Castejón, p. 174.
11 Werke, 10, 1.12. Cit. en Walter Jaeschke, Hegel. La conciencia de la modernidad, Madrid: Akal, 1998, p. 39.
12 Cf. Maurice Blanchot, “El nacimiento del arte”, en La risa de los dioses, Madrid: Taurus, trad. J. A. Dovalí Liz, 1976, p. 12.
14 Werke, 10.1.135, cit. en W. Jaeschke, op. cit., p. 41.
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