Como en un sueño

 
  Enrique Lynch

 


 

 

La idea convencional de la memoria es la agustiniana: un reservorio o tesoro que conserva imágenes de las cosas y todo tipo de elementos que se guardan, nadie sabe por qué. Ciertas nociones aprendidas o imaginadas, las leyes de los números y la forma de las cosas, las objeciones argumentativas, los estados del alma que interpretamos como alegrías o tristezas (Agustín, Confesiones, 399). Así pues, recordar es para Agustín una prueba elíptica o recursiva del dualismo, porque no parece que la memoria tenga un lugar asignado en el cuerpo –de hecho, de acuerdo con las actuales investigaciones sobre las funciones neuronales, tampoco lo tiene en parte alguna del cerebro– de manera que su existencia sólo puede explicarse si nos pensamos dobles, como un compuesto de cuerpo y alma. La memoria es, por lo tanto, un testigo fidedigno de que hay un alma en nosotros.

La disquisición sobre si esa alma, en el fondo, es o no somática, es ciertamente metafísica, por mucho que se esmeren los científicos en dar cariz diferente, más o menos materialista o fisicalista, a sus discusiones sobre la naturaleza de la conciencia, así que no vamos a incursionar en ese terreno. Nos interesan mucho más algunos otros matices que apunta Agustín de Hipona a propósito de la memoria; por ejemplo, cuando observa que no hay conocimiento de lo nuevo sino de lo recordado en tanto que reconocido en la memoria (Agustín, Confesiones, 415) y, más aún, cuando se detiene a considerar esa extraña circunstancia que se da en el momento en que reconocemos algo olvidado, lo que permite pensar que, en términos de pensamiento, somos capaces de un “recuerdo del olvido”, es decir, que la memoria conserva –sea lo que sea que quiera decirse con esta fórmula– reminiscencia de lo olvidado y es capaz de su función inversa, esto es, de olvidar. Sabemos que las meditaciones de Agustín en las Confesiones conducen a la afirmación de la experiencia de Dios, objeto del que no puede haber experiencia posible y, por lo tanto, tampoco puede haber memoria porque, en cuanto presencia, no está y, en cuanto memoria, de Él no podemos hacernos imagen. Se diría entonces que el alma agustiniana se encuentra, se topa (o se reencuentra) con Dios a través del recuerdo de un olvido. De esta manera, Dios puede “estar”en nosotros sin haber dejado rastro, simplemente porque recordamos haberlo olvidado.

La dificultad notoria de toda reflexión sobre la memoria, por minuciosa que se pretenda, se debe a que la única vía de acceso que poseemos para llegar a una conclusión razonable acerca de ella es el pensamiento (que es, básicamente, memoria). Y parece evidente que la memoria –o sea, el pensamiento– no puede cerrarse sobre sí, como cabe imaginar que hace el autista, de tal modo de tenerse a sí misma como objeto. O sí, pero a riesgo de tragarse así misma y desaparecer, como hace uno de los monstruos con que se topa el Yellow Submarine de los Beatles. No hay memoria de la memoria ni pensamiento del pensamiento, pace las pretensiones de los románticos de Jena. Para saber de la memoria, es preciso un procedimiento subsidiario mimético donde se puedan examinar sus procesos u otro tipo de experiencia más o menos asimilable a la experiencia conciente pero en virtud de una analogía formal. Un modelo. Para abordar la memoria se necesita componer un registro significativo, un discurso donde coexistan o se articulen la experiencia ordinaria –donde está la memoria–, la pauta del recordar, la imagen que, según todas las opiniones, es una pieza característica de lo mnémico y esa otra experiencia reveladora donde estos elementos actúan, igual que en la vida diaria, pero con la misma condición efímera de los recuerdos.

Intuyo que sea el sueño la clave o la matriz narrativa para acceder a la poética de la memoria, dado que el sueño es trabajo de la memoria, una facultad que, por lo demás, es incansable.

Pero sabido es que toda memoria es productiva, que no hay reminiscencia que se limite a sacar del desván el recuerdo intacto sino que todo recordar presupone una elaboración que tiene por resultado un constructo. En el sueño no sólo participamos de la construcción de la cosa soñada sino del soñar. Soñamos a la vez lo que soñamos y que estamos soñando. El sueño es asunto del alma, mientras que la vigilia lo es del cuerpo.

Podemos elaborar el pensamiento de manera tal como cuando nos dejamos llevar por la ensoñación pero ¿quién puede controlar el ensueño? La razón, la actividad racional, en última instancia, es una ensoñación atrapada en un cepo. Sólo por medio de la técnica obtenemos un medio mimético eficaz para remedar la lógica del sueño: el cine, género que, desde su creación, ha dado unos pocos cineastas (por ejemplo, Fellini, y actualmente, David Lynch) que han sabido valerse de esa lógica y la han instrumentado brillantemente con fines representativos y con un efecto revelador por lo que toca a los procedimientos de la memoria, en cuanto que procesos constitutivos del pensar.

Por otra parte, el recuerdo y la memoria son protagonistas en todas las películas, indistintamente. En la sintaxis cinematográfica es habitual emplear un recurso, el fundido de imágenes en forma de una espiral o el difuminado de la imagen, para significar el recordar, así como se ha empleado siempre con libertad y audacia figuras retóricas que sirven a la sustitución y los cambios sintácticos, como las metáforas, los símbolos, las metonimias, etc. El llamado flashback, además, es un componente imprescindible de la narración cinematográfica, pero sobre todo lo es de su relato. La película es siempre un flashback, un recuerdo elaborado, de donde cabe concluir que el cine, como discurso, es trabajo de la memoria aunque no necesariamente sea pensamiento. Por una vez, memoria y pensamiento se muestran separados. El uno se remite a la trama de la acción, la otra es la acción mimetizada. En la película se descompone así la estricta lógica de la experiencia ordinaria y se deja actuar otra lógica, igualmente narrativa pero más semejante a la del sueño.

En alguna ocasión, como en la última película de Lynch, Inland Empire, el realizador se permite sustituir la lógica de la experiencia ordinaria –que debería ser el objeto prioritario de la representación– por el orden onírico, incluso se atreve a inscribir en el relato las dos lógicas sin matiz de diferencia de tal modo que, en la película, sueño y experiencia, realidad e imaginación, fantasía y acto, recuerdo y reconstrucción del recuerdo, se traman en una misma diegesis que, por fuerza, resulta muy oscura para el espectador. En el mundo cinematográfico de Lynch, aparentemente, no existe diferencia relevante entre ficción y realidad en términos de experiencia/pensamiento de donde, la reconstrucción fílmica de una acción, la mimesis de esa acción, si se propone realista, es decir, fiel, literal, debe fusionar en el mismo plano representativo del relato todos los elementos (acciones, anticipaciones, recuerdos) que conforman la conciencia de esa acción y, por lo tanto, los elementos que le dan sentido. Tiene la misma propuesta poética –digámoslo así– que el célebre y escatológico monólogo de Mrs Bloom en el Ulysses de James Joyce, pero con efectos más espectaculares: se traspone a la pantalla la stream of consciousness, se lleva al sentido lo que, objetivamente, no lo tiene porque es (o se parece a) un sueño.

Si se admite que los sueños tienen una lógica –y la tienen, porque de hecho, todos los sueños tienen sentido, por disparatados que sean, de lo contrario no seríamos capaces de narrarlos–, es decir, si están organizados según un tema, su organización y jerarquía no se orienta por tiempo alguno. En los sueños no hay tiempo y, si lo hay, es un tiempo que no se mide o se elabora con el tiempo de la experiencia ordinaria. Si el tiempo de la experiencia ordinaria está organizado en el orden del sintagma, el de los sueños lo hace siguiendo un orden paradigmático donde no rige la causalidad ni la finalidad aunque los sucesos tengan (en el marco del sueño, claro está) causas y propósitos o finalidades. Esta es una de las razones fundamentales por las que los sueños no tienen correspondencia posible con los acontecimientos reales, aunque no está de más advertir que el sueño, en tanto que experiencia, siempre es tan real como la vigilia, circunstancia de la que a menudo da cuenta el cuerpo que, llevado por lo que siente en una experiencia onírica, puede experimentar las mismas reacciones que en la vigilia: llora, grita, suda, se ríe, se mueve, habla, altera el ritmo de la respiración y, por supuesto, tiene poluciones nocturnas, etc. Sabemos muy pocas cosas acerca de los sueños, pese a que tenemos casi tantas experiencias y recuerdos oníricos como reales puesto que pasamos la tercera parte de la vida dormidos y soñamos siempre, aunque no siempre podamos recordar lo que soñamos. El hecho de que a veces olvidemos el contenido de los sueños que nos visitan mientras dormimos muestra, además, que respecto del sueño el pensamiento no siempre consigue articularse de acuerdo con pautas mnémicas.

Así pues, cuando el cine se propone reproducir el movimiento real, en el proceso de la reproducción no emplea el orden del tiempo sintagmático, el orden de la acción experiencial, por llamarla así, sino que, curiosamente, mimetiza la construcción de la experiencia que es propia del registro onírico, un orden donde el eje temático se entrecruza o se articula pero no siempre, mejor dicho, casi nunca, se estructura según el tiempo de la acción. El orden de una película, incluso el de un documental o el de una filmación protocolaria o, si se da el caso, el de una cámara de vigilancia, es el de la exposición. Es más, su tempo, se rige por el plano de la exposición, que gobierna sobre el argumento y sobre los hitos de la acción y actúa como elemento significante de tal modo que, en consecuencia, la trama del relato cinematográfico siempre prevalece sobre la historia narrada, a diferencia de lo que sucede en otros medios miméticos narrativos.

 Ahora bien, la trama de una película, puesto que es correlato de cierto(s) plano(s) de exposición, está determinada exclusivamente por la mirada, de modo pues que, como hay incontables miradas posibles sobre una acción, el cine dispone de incontables tramas posibles para una misma historia. Cualquier trama, o sea, cualquier modelo del plano de la exposición, puede servir para contar una historia cinematográfica. El sintagma del relato cinematográfico es único mientras que su paradigma es indeterminado, tanto como pueden ser las posibles “lecturas” de una película. Mejor dicho: una historia cinematográfica, lo mismo que un sueño, tiene un solo programa narrativo pero contiene, por así decirlo, infinitas tramas, lo cual implica que toda película pueda ser objeto de algún remake, como se denomina en la jerga cinematográfica a las versiones nuevas de una misma historia. Siempre se puede hacer otra película basada en la misma historia. Licencia poética que, no obstante, no autoriza a afirmar que en el cine haya lo que en literatura se llama punto de vista. Lo que llamamos “punto de vista” en una narración se traduce, en el cine, en composición “objetiva” de las imágenes-movimiento, composición que sólo es tal si se manifiesta, justamente, como exclusión del punto de vista: lo que podríamos llamar objetivismo esencial del cinematógrafo, si no fuera inútilmente pedante hacerlo. Al grano: en el cine hay una versión, pero una versión no es un punto de vista. El llamado “punto de vista” es la película misma. Ni siquiera el montaje, que no obstante es decisivo para la narración, configura dicho punto de vista. Lo que los cineastas llaman “montaje” no es sino la organización onírica de los movimientos de una acción simulada. Una artimaña que consiste en que el cineasta echa mano de un procedimiento organizativo propio de los sueños para contar la trama posible de una acción. El montaje no determina punto de vista alguno. En rigor, cada nuevo montaje cambia la representación de la acción (y, por tanto, la acción) en conjunto. Igual sucede con el sueño de un episodio real: el mismo episodio puede dar lugar a incontables sueños, lo cual permite arriesgar que, incluso por la manera en son expuestas, todas las películas son sueños que la técnica consigue fijar por medio de un procedimiento óptico o técnico-lumínico idiosincrásico.

En cualquier caso, lejos de mí la pretensión de dilucidar qué es un sueño. Me limito a apuntar que en el sueño se produce una sobreimpresión del tiempo de la acción. El pensamiento que sueña está libre de la atadura del tiempo, a diferencia de lo que sucede en la experiencia ordinaria. El característico desorden onírico, que inútilmente se procura reordenar y jerarquizar en la interpretación, contrasta con la atención-anticipación-distensión que, según Agustín de Hipona, son propias de la vigilia. En el sueño, como en el cine, no hay diferencias entre pasado, presente y futuro, ni composiciones de significado (asociación, condensación, desplazamiento, sustitución, etc.) dictadas por el orden de la experiencia; o las hay, pero no las sugiere la experiencia sino cierta vivencia. Los hechos no se dan objetivamente sino a través de la representación del sujeto y permanecen en el sueño intensamente asociados a él, libidinizados, para decirlo con la jerga psicoanalítica, de forma muy parecida a lo que sucede en la experiencia que depara la escucha musical. La sensación de bizarrerie o sinsentido significativo que suscita el sueño expresa, en rigor, una sobreposición de sentido. Un hecho onírico tiene mucho más sentido que el mismo acontecimiento en la experiencia ordinaria. Para ser justos, no tiene más sentido, sólo lo parece, porque el acontecimiento “real”1 está siempre inscrito en un cúmulo de experiencias asociadas, complementarias, concomitantes y de hecho está en todo momento referido a cierto background en la memoria. Nada de lo que nos sucede en la realidad nos sucede con la íntima autorreferencia que tienen los sucesos de un sueño.

Es una exageración, pero acéptese la sugerencia de que el cine es la representación de un sueño en la vigilia. Si lo consideramos así, el contexto del relato cinematográfico es el idóneo para pensar lo mnémico justamente porque allí la memoria y su proceso no se ven. El recordar ha sido desentrañado del proceso del recordar. No se puede entender qué es la memoria o qué es recordar por la sencilla razón de que la memoria no puede recordarse a sí misma, su capacidad de autorreflexión es limitada.2 Para que la reflexión se sustraiga a la finitud se requiere de una exposición “objetiva”, una mimesis de la acción y ésta sólo se consigue cuando el cine “pone en imágenes” el movimiento, en verdad, cuando genera esas sombras –coloreadas o no– que se mueven y, por este medio, mimetizan una acción. Con semejante objeto se puede trabajar y elaborar el movimiento sin tener que estar comprometidos en él, sin sentirse formando parte de sus condiciones o consecuencias. Llevar a una pantalla lo real sirve para que el sujeto se desentrañe de la acción, es decir, para que se sustraiga de toda implicación en ella, algo imposible de lograr en la experiencia ordinaria. Por eso el cine nos permite usar el movimiento de manera representativa aunque lo cierto es que es tan representativo como una sombra chinesca. El tiempo de la acción se objetiva, lo que significa que abandona nuestro sentido íntimo, y así, se ex-pone, es decir, está puesto fuera de nosotros, todo lo contrario de lo que sucede en la experiencia real. En términos agustinianos, la distentio –necesaria expansión íntima del sentido para abarcar los contornos de una acción en el tiempo– se funde en (o confunde con) la atentio, el modo del alma en presente. Los tiempos (pasado, presente, futuro) se fijan y se homologan, de tal modo que puedo desplazarme libremente por todos esos tiempos sin recurrir ni a la anticipación ni a la memoria, puedo volver a ver lo que ha sucedido sin necesidad de recordarlo. Llegado el caso, si soy un cineasta, no puedo contarlo de otra manera. Esto es, no tengo necesidad de (re)construir el acontecimiento por medio de la memoria que, se supone, ya ha hecho su trabajo.

Se dirá que la acción filmada no es la misma acción sino sólo una sombra, pero lo importante es que en el cine se ve la memoria objetivada y cómo opera, lo que sólo consigue realizar en la experiencia ordinaria a través de una metáfora. La distinción convencional, que diferencia entre pensamiento y memoria –y entre experiencia y recuerdo– pese a que no hay diferencias en el flujo de la conciencia, deja de tener sentido porque en la película esa diferencia se descompone narrativa, sintácticamente, en imágenes-movimiento. Y las imágenes sirven para que los pensamientos que están implicados en ellas puedan discriminarse entre sí y para que los signos funcionen en tanto que signos y no por interposición de sus respectivas referencias.

Por ejemplo, el deseo de un cuerpo en tanto es pensado por mí es lo mismo que el nombre de ese cuerpo, o la parte del cuerpo que deseo, lo mismo que la lujuria que despierta en mi ese pensamiento o la fantasía que lo acompaña. En el cine, puedo descomponer cada una de las instancias de ese deseo, cada fragmento de experiencia, cada asociación, y verterla en imagen-movimiento, como hace Lynch ensu último film, Inland Empire, donde la experiencia, la fantasía, la memoria y la sensación de la protagonista están volcadas en el discurso fílmico sin que el montaje –viejo recurso de la mentira cinematográfica– jerarquice lo que, en verdad, no tiene orden posible. La poética de Lynch consigue así un realismo inédito, absoluto. Al final resulta que lo que vemos en Inland Empire es la mirada de la protagonista que, a su vez es la mirada del cine, que por otra parte es la realidad misma: así lo ve, así lo siente, así lo recuerda, así lo hace ver, así lo representa.

La misma convención que establece diferencias narrativas entre todas estas instancias incompatibles es la que discrimina entre experiencia presente y pasada, entre pensamiento y memoria. ¿Quién dicta ese requisito ordinario? La fidelidad al tiempo. Sin embargo, dentro de nosotros no hay tiempo –nunca dejemos a un lado ese niño que se guarda en cada corazón–, el tiempo es algo que está fuera, condición de la experiencia, forma trascendental que pone orden en la experiencia con vista a su posible representación. Pero el tiempo está ausente en la experiencia íntima donde todo, absolutamente tod, lo que hay y lo que recordemos sucede en presente: ¿de dónde sale, si no, la universal conciencia de que somos inmortales, de que el alma es inmortal, de que la muerte no pertenece al orden de ninguna experiencia posible? ¿Qué nos autoriza a pensar que, pese al correr de los años, somos siempre los mismos?

(Como en el sueño, el cuerpo deseado suscita en mí la misma lujuria, en acto tanto como en recuerdo. En el recuerdo, todavía más. Ese cuerpo deseado no tiene ahora, ni antes, ni después. No envejece ni se deteriora y, con mucha frecuencia (por desgracia, porque en ello se cifran mis ilusiones de poseerlo) no me rechaza.)

O sea que, el sentido de la memoria, en función del cual podemos distinguir entre tiempos, está confundido por la experiencia en el tiempo, es decir, por nuestra finitud.

Por consiguiente, el cine, prodigiosa simulación, resulta tan sugestivo porque es nuestro liberador. Todas las triquiñuelas de nuestro entendimiento poético quedan reveladas y expuestas. Véase por ejemplo, Providence de Alain Resnais. El viejo escritor que yace insomne en su lecho toda una noche en la víspera de un encuentro de familia y que, para paliar el dolor que le infringe un cáncer terminal de estómago, bebe una tras otra copas de vino blanco mientras imagina la trama de una novela que compone usando a los miembros de su familia como personajes. La trama de la película no es la exposición de esa novela imaginada sino el desarrollo de la delirante, alcoholizada composición de John Gielgud, que personifica al escritor, mientras convoca y desconvoca a sus personajes, los reordena una y otra vez según las posibilidades de la acción que una y otra vez se teje y desteje en su memoria. La dimensión real que la película pone en pantalla es lo que se desenvuelve en el pensamiento/memoria, en la  misma des-jerarquía de su acontecer conciente. Vemos al escritor componer como en un sueño –y no es irrelevante que todo el proceso se desarrolle en el lecho de un insomne– la trama de una novela que se inscribe en la trama de la película que, a fin de cuentas, mimetiza el proceso de una creación. El plano de la exposición encuentra otro relato, otro paradigma, en un sintagma que un abordaje temporalizado habría expuesto con diferencias irreconciliables: el recuerdo y la ensoñación, la realidad y la ficción, los personajes ficticios y los miembros de la familia del escritor, etc.

El cine libera de la cortapisa de la discriminación. Cuando hace coexistir el recuerdo con la experiencia en el mismo orden de la representación (Inland Empire) no da una representación convencional de lo que es la memoria, no la confunde con un “traer a” (retrieving), con recuperar del fondo de un desván ni volver a presencia lo que ha sido, sino que remite a esa experiencia singular, el sueño, que el principio de realidad, la vida adulta y la responsabilidad con respecto a los demás, ha circunscrito a eso que sentimos cuando estamos dormidos o que ha derivado como cualidad “creativa” de cierta profesión artística: escritores, poetas, pintores, que piensan, escriben, pintan... como niños.

En la obra de Fellini o en David Lynch se muestra que el mundo puede ser un sueño y la realidad, un caso especial de la fantasía, escandalosa propuesta romántica que, no obstante, se confirma con cada ocasión concupiscente.

(Pero, volvamos a Agustín de Hipona, que nunca fue al cine.)

El pensamiento de Dios por fuerza tiene que inscribirse en un acto de la memoria. O, en todo caso, puede el hombre pensar (o recordar, que es lo mismo) que Dios existe porque lo ha olvidado. Y reencontrarse con Él en el proceso de Su reminiscencia. Supongo que la filosofía es eso justamente, la interminable narración de esa experiencia. Que no haya sido, hasta ahora, llevada al cine es lo de menos, pero sin duda explica la persistencia de nuestros diferendos filosóficos. Cada pensamiento es memoria y todas las memorias, como los recuerdos, son singulares e irreductibles.

Barcelona, abril de 2007.

 

NOTAS

1. Uso comillas para indicar que la realidad del sueño no tiene por qué pensarse como diferente de la realidad de la vigilia, aunque esta es, claro está, una postura neobarroca.

2. Sirva aquí la veleidosa lectura de Heidegger del poema de Hölderlin, “Andenken”. En su comentario Andenken (en alemán, literalmente: recuerdo) aparece traspuesto a la fórmula denken-an. Recordar sería así un “pensar-en”, desarrollo de una reminiscencia. Cfr.  Heidegger, Aclaraciones, .

 

 

David Lynch