Maneras de arruinarse

 
Gonzalo Torné de la Guardia

 


 

 

 

Tú me preguntas si todo se reduce
a esta escasa niebla de memorias.

E. Montale.


           
I


Mnemósyne es la madre de las musas, sí, claro, ¿Pero es la memoria la madre de las musas? ¿Lo fue para los griegos o lo es para nosotros que ya no creemos en Musas? Si se trata de la supuesta facultad psicológica que almacena o reconstruye datos o impresiones que pertenecen al pasado de un individuo, la idea de aplicarla al mundo clásico es sencillamente un disparate. La razón es simple: para griegos y romanos la memoria personal no valía nada. La peripecia íntima les sirve para distinguirse tanto como para nosotros los aspectos más rutinarios de la labor. Las grandes esperanzas que uno pudiera tener depositadas en sí mismo sólo podían atenderse si se ejercitaban ante un público de pares. Los recuerdos íntimos que forman la memoria incontrastable no podían incorporarse a la imagen de la persona y no encontraban espacio ni siquiera en las biografías. Mucho menos podían servir como tierra fértil para el ejercicio de la Musas.

La memoria más bien se identificaba con un acerbo colectivo que se confunde con la cultura y que ya sea a través de la piedra, de los pigmentos o de las palabras trasciende a las generaciones1. Es cierto que del conjunto de esa memoria colectiva se extraen numerosos temas sobre los que se desarrolla el arte de numerosos poetas trágicos. De manera que la distinción que acabamos de plantear parece revelarse como un falso problema en cuanto trasladamos el énfasis desde lo personal hasta lo colectivo. Pero cuando los temas contemporáneos empiezan a abrirse paso entre los mitos advertimos un desplazamiento de la relación de la memoria (incluso la colectiva) con la actividad artística: deja de ser la proveedora de materiales para convertirse en su objetivo último, o dicho de otro modo no es que el artista se apoye en un conjunto articulado de recuerdos (públicos o privados) para desarrollar su trabajo sino que el propósito de su actividad es fundar una memoria. Una interpretación más afín con la atmósfera que envuelve toda la abstracción ateniense siempre dispuesta a privilegiar la finalidad que articula un proceso (y desde el que podemos evaluar su éxito y su fracaso) antes que los buenos propósitos que motivan una empresa, y que ve en el fin dispuesto por la naturaleza o por la mente la preeminencia jerárquica2.

Buen ejemplo lo encontramos en la tradición clásica de los bustos públicos, ya se trate de poetas, filósofos, jefes de estado, oradores o militares, las estatuas no extraen su fuerza de la precisión de los datos almacenados en la memoria del artista (que permitirían una aproximación más definida al modelo) sino a una variante de las maneras posibles de conmemorar a un individuo y que consiste en enlazar el nombre que se quiere preservar con un rostro. Lo que la obra plasma no es el “recuerdo” de una cara sino una serie de convencionalismos cuyo resultado es un busto “memorable”, digno de superar el olvido junto al nombre que se le asigna3. El verismo de los retratos no se debe a un refinamiento de la memoria psicológica sino a un refinamiento de los medios por los que el individuo puede constituirse en memoria común. La muchacha corintia que, según nos cuenta Plinio, le pide a su padre que contrate a un escultor para que elabore un retrato de su novio antes de que éste parta hacia la guerra sabe bien, como nosotros cuando miramos fotografías, que la obra funda y prolonga una memoria pero que emplea la percepción, los convencionalismos y la imaginación tanto (o más) que la memoria. La semejanza del retrato con su modelo o su inspirador siempre es funcional: se acrecienta cuanto más estrecho e íntimo es el círculo al que va dirigido. El progreso estilístico está provocado por las demandas de los compradores. La estatua que debe sobrevivir en la vía pública puede (y debe) tomarse licencias con el modelo que no se le permiten al pintor que debe entregar a unos hijos la imagen de un padre, y no es de extrañar que el auge del retrato realista en Europa conocida con la articulación de un mercado de compradores familiares o incluso particulares ni que los mayores progresos en esta dirección se deban a los maestros que trabajan, como Roger van de Weyden o Robert Camping, en talleres instalados en esas ciudades donde los clientes se conocen de vista y se contemplan a sí mismos, entre allegados, en su propia casa.

II

Es necesario llegar a un clima intelectual como el que envuelve a Agustín de Hipona para poder defender por analogía la relación “maternal” entre la memoria del individuo y la actividad artística. Agustín imagina la memoria como un gran almacén donde se acumula todo lo que le ha ocurrido a un individuo desde el primer día de su vida. Aunque la memoria sea algo con lo que convivimos, pero que no dominamos, su potencial es tal que absorbe incluso aquellos pasajes que no tienen ninguna relevancia pública ni pueden contribuir al conocimiento colectivo. Cuesta imaginar desde la perspectiva de la comunidad una región de la mente tan improductiva. Tampoco es sencillo aceptar que la economía de la especie permitiera la acumulación de tanta información neuronal inútil. Pero el aparente disparate de Agustín se reordena en una sutil teoría cuya influencia se prolonga hasta nuestros días cuando tropieza con una función que la justifica y que resulta valiosísima para esa incipiente teología circundante a cuya consolidación tendría que contribuir de un modo decisivo.

La conciencia de un heleno representaba su vida como un agregado de momentos emblemáticos a los que no se les podía exigir una progresión congruente o un crecimiento orgánico. La buena fama o la dyskleia podían adherirse a un nombre por un solo hecho aislado del conjunto. Lo que justifica el temor entre los griegos de esperar hasta el último día de la vida de un hombre para juzgar si había sido feliz. La última escena de una vida contenía suficiente cantidad de tiempo como para volcar una buena fama.

La concepción de la memoria que descubre Agustín, por el contrario, le permite mantener unida la identidad ante la disgregación a la que la somete el tiempo: suministra los materiales y el pegamento para que el individuo pueda elaborar el relato continuado y coherente de su vida. Agustín está inventando nada menos que la introspección. Que una construcción así se apoye en realidad más en los poderes de la imaginación y las características del olvido que en los de una supuesta memoria efectiva imposible de localizar o de comprender es un reproche al que Agustín no puede atender justo cuando acaba de construir un modelo teórico que le permite abordar (al menos como posibilidad) el examen continuo de la vida íntima, refinando así los poderes de una divinidad (la suya) gustosa de observar y tasar nuestros actos mientras dura el tiempo que ella misma ha dispuesto. Gracias al relato que la memoria urde sobre la vida de la conciencia esta puede ofrecer a la exploración y el juicio divinos, incluso, su vida íntima.

Tan poderosa y obscena (poderosa por obscena) es esta prospección que la identidad empieza a dejar de vincularse a los logros públicos y se retira hacia el interior de la mente donde se entrega a la elaboración de un relato de su vida que sea del agrado de Dios4.  La memoria levanta un espejo donde la conciencia se construye. La índole narrativa de la composición contribuye al avance (con progresos y retrocesos) de la experiencia íntima en las obras de ficción. Más de quince siglos después del hallazgo de Agustín la inversión es casi ya completa y en los estratos menos inteligentes de la actividad intelectual es moneda corriente creer que basta disponer de unos cuentos recuerdos personales para escribir una obra memorable, del mismo modo que entre los seguidores de la superstición católica está muy extendido el sentimiento de que basta con arreglar y remendar las faltas en el marco del relato íntimo que cuentan y ofrecen a su divinidad para creer que son capaces de protagonizar una vida moral responsable.

III



Ya sea en el plano individual o colectivo la memoria es lo que queda fundado por el relato o la representación sin importar si su agente apela a la imaginación o a esas percepciones diferidas que confundimos con los recuerdos. Pero ambos procesos coinciden en algo más que en su finalidad funcional: están aquejados de un mismo principio operativo que en una concesión al sensacionalismo podríamos llamar “paradoja de la memoria”. Para que la memoria funcione necesitamos al mismo tiempo que esté y no esté, que se dé y no se dé. Necesitamos que se mezcle de forma inconsciente con nuestras percepciones para poder dar una forma inteligible al mundo y, de forma un poco más consciente, en nuestra imaginación para configurar la perspectiva de una identidad. Pero sí queremos que la percepción y la imaginación prosperen ambas facultades necesitan que la memoria se vuelva más y más tenue hasta reducirse5 a una forma que acompaña a las percepciones y a los pensamientos para orientarnos en el plano de cuanto sabemos (y podemos usar) sin necesidad de hacerlo explícitamente consciente. De otra forma quedaríamos atrapados bajo la contemplación de un pasado que creciera en todas direcciones y que sencillamente no podemos concebir. Ese es el auténtico cometido de la memoria entendida como facultad, y su naturaleza se aproxima a la de esos fantasmas de la fantasía popular que sólo logran hacerse visibles a cambio de renunciar a la tangibilidad. Para ser útil a la conciencia en su actividad diaria la memoria debe quemar sus excesos de grasa y volverse ejemplar.

Cuando la inteligencia trata de elaborar el relato de su vida el principio operativo de la memoria provoca que ambas tendencias combatan en el escenario de la mente. En una dirección tratamos de ordenar el caos emocional y fáctico de la existencia en una línea lo más recta posible. En la otra experimentamos ese relato ejemplar como una traición: la elegancia narrativa le exige al discurrir de nuestra vida azarosa un precio que sólo puede considerarse excesivo. Como sucede con el célebre ALS ICH CAN (cómo he podido) con el que Van Eyck firmaba sus cuadros y cuya deliberada anfibología puede leerse tanto como la soberbia declaración de un pintor orgulloso del alcance de su técnica como el humilde reconocimiento de los límites de un talento que acaba de desfondarse, la conciencia, al demandarle a la memoria que preserve el relato de “cómo ha podido”, una veces querría despreciar con altivez secuencias enteras de su existencia y en otras le duele no poder conservar los detalles más extravagantes (respecto al relato escogido) o poco favorecedores (en relación a la imagen favorita) de una existencia, la propia, de la que, se diga lo que se diga, solemos estar enamorados.

Condenada a fracasar en ambos sentidos, la memoria hiere de dos maneras a la conciencia. Cuando se revela incapaz de encontrar un dibujo oculto o una música secreta entre la proliferación de los días, y cuando se desfonda en el intento de sostener el relato completo de la vida. En el primer caso provoca una considerable tensión mental que impide pensar con claridad en uno mismo y obliga a esfuerzos de síntesis progresivamente más exigentes, de manera que si lo pensamos bien no es tan exagerada la intuición del poeta Stevens para quien la muerte no empieza en ese vulgar asunto del cese de las constantes vitales que pertenece a la biografía de los otros (funcionarios y familiares) sino al reconocimiento del fracaso de nuestros dobles metafísicos incapaces ya de unir en un relato coherente el principio con el final.

La angustia que suscita la segunda agresión se ve incrementada por el temor de que la memoria desfallezca o se hunda justo sobre aquellos pasajes, rostros o nombres que una vez fueron tan queridos por la conciencia. Cuando desfallece la memoria arrastra con ella el vínculo afectivo que teníamos con la franja de experiencia que nos arranca. Reconocemos el envoltorio (el rostro o la calle en la fotografía, el nombre en la voz ajena, incluso secciones enteras de acontecimientos) pero ya no podemos relacionarlo con el conjunto de las emociones personales. Sabemos lo que vemos o escuchamos y recordamos lo que debíamos sentir, pero somos incapaces de sentirlo. Vemos los dos puntos luminosos flotando en la oscuridad pero ya no es posible transitar por el vínculo que los unía de manera que la nostalgia sólo puede darse en relación a procesos, por lejanos que estén en la serie del tiempo, en marcha y que no se hayan despegado sin remedio. Este fracaso con el que a causa de nuestro vivir “siempre despidiéndonos” estamos tan familiarizados planea sobre cualquier estado de cosas presente precisamente porque sabemos demasiado bien que cualquier estado de cosas está amenazado por la inevitable inclinación de esa ruina de la memoria que llamamos conciencia a disolverse en lo indiferente. Esta anticipación del olvido6 a través de la cual experimentamos el desvalimiento de todos esos procesos en marcha que rodean nuestra vida como una atmósfera ha inspirado páginas maravillosas a los escritores del siglo pasado, pero bastará con citar a Eugenio Montale enmascarado aquí por Fabio Morabito:

No cercenes, tijera, aquel semblante,
vivo aún en la memoria que decae,
no hagas de su gran rostro atento,
mi neblina de siempre.

Un frío penetra... silba un golpe seco.
Y de la acacia herida cae
una cáscara de cigarra
en los primeros lodos de noviembre7.

IV

Agustín podía referirse con cierta ligereza a las insuficiencias de la memoria a la hora de cumplir con lo encomendado (devolverle a la conciencia una imagen de sí misma que fuese, al mismo tiempo, manejable y fiel) porque contaba con la mirada de un dios amanuense gustoso de registrar los movimientos más sutiles del ánimo y que llega a ofrecer incluso su propia carne para sellar los hechos de la humanidad. Gran parte de la fascinación y el poder coercitivo del catolicismo se funda sobre la asombrosa suposición de que nada se pierde: en sus reservas inagotables y su intimidante poder de registro y exigencia. En este contexto las contradicciones operativas de la memoria constituyen un problema menor: las podas, las pérdidas y los sacrificios en aras de incrementar la claridad estructural del relato son transitorias (temporales en el sentido de Agustín) y serán restituidas en la eternidad.

Pero por poco que vacilemos ante estos desvaríos debemos reconocer que una memoria es siempre la sinécdoque de su conciencia y que la operación con la que se repliega en el recuerdo para preservarse del tiempo desemboca en una auténtica ruina. Lejos de ser fundamento o garantía de nada el relato de una vida (que es lo único que la conciencia retiene de su paso por el tiempo) es la ruina de esa vida.

El tránsito de la memoria oculta en la vida de la mente a la memoria pública es suave y reproduce a otra escala idénticos problemas. Si la conciencia persevera en su impulso de preservación no tardará en reparar en cómo su insignificancia está atrapada en un vaso corrupto (Cicerón) y que deberá materializar sus ideas si quiere que se prolonguen. El tiempo, como la actividad de pensar, progresa destruyendo sus propios productos, pero parece que podemos detenerlo, o tal vez sólo sea condensarlo, en los monumentos. Y es tentador pensar que en cada escultura, en cada una de las piedras de un conjunto megalítico, se esconde el deseo de oponer una resistencia. Algo parecido sucede con las inscripciones y con la escritura. Las palabras habladas permiten exteriorizar la actividad mental (de las que son su monumento y ruina), pero los sonidos se disipan y se deshacen. Aunque las teorías funcionalistas vean en el origen de la escritura el intento (exitoso) de salvaguardar la compatibilidad lingüística entre los hombres que habitan amplias regiones geográficas amenazadas por las mutaciones dialécticas, no es menos cierto que la escritura permite una perdurabilidad de las ideas más efectiva y fiable que la que ofrecen los rapsodas y los memoriones.

La historia se constituye en un abierto antagonismo contra el tiempo que se expresa mediante condensaciones materiales o escritas de conjuntos de percepciones que dan forma a una memoria: porque si la memoria es la hemorragia de la percepción, la percepción es la hemorragia del tiempo. Que la memoria sea cuanto tenemos de la historia hace más difícil apreciar la condición de ruina de cuanto preservamos como historia: y cuanto mayor es la condensación, cuanto más espesa es la sustancia y más consolidada está su capacidad de resistencia, mayor es el desarraigo con el contexto donde la pieza superviviente se sostenía. Incluso las obras o los objetos que parecen completos (y son tan escasos a poco que remontemos el cauce) están necesariamente siempre, si lo pensamos bien, desgajados de un contexto de cosas que ha sido aniquilado. La memoria es literalmente una ruina. Pero las ruinas, al menos, perseveran.

V

Lo que nos queda del reino de Mercia no es ni siquiera una ruina. Sólo un puñado de datos geográficos (sabemos que se prolongaba por casi toda la actual Inglaterra al sur del río Humber) de nombres (entre los que destaca ¾por decir algo¾ el de uno de sus reyes, Offa) y algunas orientaciones cronológicas (siglos VI, VII y VIII de nuestra era cristiana). Una colección de recuerdos que no da para fundar una memoria. Si tal reino y su rey tienen hoy alguna incidencia y peso entre nosotros es en buena medida porque el poeta inglés Geoffrey Hill ha recogido los datos dispersos para dar cuerpo a un objeto más sugestivo: Los Himnos de Mercia.

Hill se apodera de esos datos sobre Offa y Mercia pero no los emplea como gérmenes de una ficción ni siquiera como sustrato de una especulación histórica que reconstruyera una idea de conjunto. La audacia de Hill consiste en disponer esos datos (sin privarse de ficcionalizar o barajar los tiempos cuando lo cree preciso) en veintinueve breves secciones concentradísimas que se ofrecen al lector algo que se parece a los fragmentos de una ruina. Si como parece Offa dejó detrás suyo algunos “rastros de fango rojo” Hill es lo suficiente astuto como para recogerlos sin tratar de moldear con ellos poco más unas metopas de significación tan concentrada que se desentiende de trazar el hilo de un argumento. Si como parece Offa dejó detrás suyo algunos “rastros de fango rojo”8 Hill es lo suficiente astuto como para recogerlos sin tratar de moldear con ellos poco más unas metopas de significación tan elíptica que parece desentiende de antemano de cualquier hilo argumental. El poeta rubrica el texto con lo que parece una confesión metodológica sobre cómo ha operado para lograr su retrato de Offa/Mercia: “Mientras esperábamos que empezara a caminar entre nosotros se desvaneció”9.

Hill no es un autor susceptible de parafrasear y sus intereses se disparan en múltiples direcciones. Aquí no es un tema menor la exposición de la brutalidad de cómo la historia avanza: entendida casi como el espacio natural para que broten “las flamantes dinastías de herreros”10 que Hill ilustra con pasajes de aroma gore (XVIII) sobre los hábitos desolladores de Offa. “Los locos son depredadores”11 (sentencia Hill invirtiendo la forma natural de la acusación) y los depredadores son la ley de la tierra. Pero aquí no se trata principalmente de esto.

Estaremos algo más cerca de los motivos de Hill (quien en todo caso se complace en sustraernos una visión nítida sobre de qué va el asunto) si pensamos en cómo se contrapuntean los pasajes entrevistos de la biografía de Offa con otros que sólo pueden pertenecer al siglo pasado y donde Hill parece reflexionar de forma obliga sobre su propia vida. La técnica de estas transiciones es asombrosa: el poeta transforma el paisaje de Offa en el de Fairfield sin otro aviso que la intercalación abrupta de una autopista (I), un gasómetro (VII) o un coche (XVIII). Todo un logro para un poeta que se declara alérgico a las confesiones. En cualquier caso, a menos que nos contentemos con trazar un paralelo entre la descomposición de un reino perdido en la historia de Inglaterra y la infancia y adolescencia de alguien que puede confundirse con Hill tales fluctuaciones sólo contribuyen a interrogar el texto con más intensidad.

Si Hölderlin tenía razón (sea lo que sea lo que en realidad quiso decir) y ciertamente lo que dura es lo que fundan los poetas la historia de Mercia (su no historia) parece ilustrar el sentido inmediato de la frase. De nada le sirvió al poderoso Offa construir una muralla ni ser amigo de Carlomagno, tampoco acuñar monedas o ejercer como agresivo militar para convertirse en una de esas incontables civilizaciones drenadas en diferentes puntos del despliegue del tiempo: sin un poeta que preservara aquellos hechos en frases duraderas el único porvenir de Offa ha sido el de agonizar en unos himnos religiosos útiles de forma subsidiaria para un elitista grupo de estudiantes de primer curso de old english.

No es de extrañar que Offa sonría cuando escucha por primera vez la voz de un bufón  ¾que se confunde con Hill¾ salmodiar los méritos de su reinado (I), aunque sea distorsionado por referencias y elementos que sólo pueden pertenecer a nuestro presente. Offa comprende que se le abre una oportunidad para acuñar su fama después del fracaso que supusieron los sellos y las monedas donde el rey hizo grabar su rostro y donde, si hemos de creer a Hill, parecía haber depositado grandes esperanzanas, un tema que protagoniza varias secciones del libro. Las monedas están presentes mientras Offa intercambia regalos con la musa de la historia (X), se dice que eran tan hermosas como las de Nerón (XI) y los acuñadores bajo los que pesaba la amenaza de la mutilación debían ser muy meticulosos para garantizar la fidelidad de la efigie con el rostro de un rey que debía así sobresalir y flotar sobre el pozo de Inglaterra (XIII). Pero ni Offa es Nerón ni parece que sus intercambios con la musa le hayan servido para salir del fondo de ese pozo que se confunde con el tiempo que no se escurre por las grietas de la historia. Ni las operaciones militares ni el refinamiento artesanal le han valido de mucho a Mercia. La lenta claudicación del reino se parece al transcurso de una fiesta que se dirige hacia un desenlace definitivo que dejará desorientados a los participantes:

“Aún así todos estaban animados, como inconscientes, en aquel tiempo: los fines de semana de verano recurrían a los valles extendidos más allá del dique de Mercia. Se disfrutaba del té, junto a lagos en los que cualquiera podía imaginar carillones de la genuina Camelot vibrando por el agua silenciosa”12.

y que culmina en un lamento contenido que da cuenta del valor de todas aquellas piezas acuñadas:

  
“Gradualmente, con el paso de los años, un terciopelo caduco se desprendía de álbumes perennes y con los años se extraviaban más tesoros: los broches en forma de arpa, las pepitas de oro falso”13.

Hill no se limita a pasar desde la infancia de Offa hasta la suya sino que a veces las confunde hasta el punto de no saber en qué época nos encontramos de manera que se permite transitar sin violencia desde la pérdida colectiva hasta la personal (recorriendo a la inversa el camino de este artículo) para ofrecer un memorable pasaje (XIX) sobre la devastación por la que el recuerdo provee a la conciencia de una memoria:

“Tenemos un huerto plagado de trozos de juguetes, esquirlas de residencia. Los niños chillan, saquean, hacen estragos. Incineran cajas, andrajos y neumáticos viejos. Arrastran un leño húmedo, recubierto de blandos escudos de hongos, y lo arrojan a las llamas”14.

Pero en estos Himnos de Mercia la peripecia interior es sólo un tema secundario ante la maniobra de tratar de fundar la memoria de un Reino. La sección XXVIII nos da una pista sobre el taimado método de Hill. Los materiales de los que dispone son poco más que huellas de antiguas ocupaciones, frágiles herrajes oxidándose, ramas calcinadas y “un solitario golpe de hacha que es el eco de un sonido perdido” (¿se puede ser menos?). El poeta tiene derecho a lamentarse (celebrar) de lo poco que tiene para edificar: “He desenterrado un resplandor dorado y hediondo”15.  De nada han servido tampoco los métodos clásicos: matrimonios e inversiones, lo único que puede fundar una memoria es lo que Hill ofrece como primer verso (aunque en realidad es la conclusión de todo el pasaje): “Procesos de generación, escrituras de asentamiento”. Para lo que se desparrama fuera de los márgenes de estas “escrituras de asentamiento” Hill entona malas noticias:

“El tumulto retrocede como hundiéndose en una larga lluvia. Arboledas de acerbo legendario; plata oscura el resplandor encrestado”16.

Leídos así estos Himnos de Mercia nos permiten observar a pequeña escala el proceso por el que los datos de una vida que flotan dispersos por la mente o por el que los de la actividad pública y común se reorganizan en una memoria a través del relato (en su sentido más amplio) o la representación sobre un conjunto más amplio imposible de reconstruir. Y son precisamente las dimensiones de la obra de Hill las que nos permiten apreciar un fenómeno que se repite constantemente: la memoria no es el sustrato de las artes (incluida la historia) sino lo que se funda con ellas. Y por eso a Hill le bastan cuatro datos dispersos para reconstituir un reino que desde 1959 va indisolublemente unido a su nombre como señor y único habitante.

VI

Anfibológica por naturaleza la ruina, en tanto que una membrana que se nutre del olvido y de lo incompleto para sobrevivir, no puede dejar de ser trágica y al mismo tiempo fuente de entusiasmo. La ruina es el único monumento fiable en la medida que constata en su propio material cierta capacidad de resistencia a la agresión del tiempo. Y si todas las ruinas están envueltas por una sensación melancólica (de la que extrajeron tanto provecho los escritores románticos) no es tanto porque señale el destino último de una civilización (que es más bien la disolución completa), sino porque nos recuerda de un modo indirecto y no siempre inconsciente, el espectáculo de una conciencia que asiste a una despedida continua de todo lo que un día le hubiera gustado poder vincular a su identidad.  Y si desde la perspectiva de la muerte, si tal cosa pudiera darse, las cosas deberían flotar confundidas y sin separación en un abismo que asusta imaginar, entre nosotros, cuanto más lejos estamos, transportados por el tiempo, de cualquier idea de origen, más próxima estará nuestra memoria (privada, colectiva, histórica) de literalizarse en una ruina.


NOTAS

1 De manera que no tiene nada de sobrenatural que Platón recurra a la memoria como el instrumento que le permite al individuo remontarse desde la ignorancia hacia la sabiduría transportada con gran esfuerzo desde el pasado, lo que sí sería propio de hechiceros  hubiera sido escarbar en los recuerdos personales para progresar en el conocimiento o en la destreza artística.

2 Una lectura que tiene la ventaja de casar mejor con el descuido con el que Homero, Sófocles o Virgilio demuestran ante los datos históricos de sus obras  y el afán de sus héroes por preservarse de los cantos.

3 Como no podía ser de otro modo si tenemos en cuenta que las facciones de los principales modelos clásicos de los clásicos (Homero, Hesíodo, Arquíloco) estaban irremediablemente perdidas.

4 El tercer de esta serie consistirá en suprimir el ojo de Dios y convencerse de las virtudes de la vida mental e íntima y la costumbre de no tomarse la molestia de hacer nada de mérito para pensarse como un hombre de mérito.

5 En el sentido de una cocción culinaria donde el licor debe consumirse para que su sabor pueda penetrar con fuerza en la carne.

6 Que en momentos de debilidad sentimental nos lleva, incluso, a desear que nuestros enemigos (en tanto que nuestros) perseveren en su antagonismo.

7 Eugenio Montale, Obras Completas, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2007, p. 231.

8 Geoffrey Hill, Himnos de Mercia, Barcelona, DVD, 2006, XXX.

9 Ibidem.

10 Geoffrey Hill, Op. cit., XX.

11 Geoffrey Hill, Op. cit., XVIII.

12 Geoffrey Hill, Op. cit., XXI.

13 Ibidem.

14 Geoffrey Hill, Op. Cit., XIX.

15 Geoffrey Hill, Op. Cit., XII.

16 Geoffrey Hill, Op. Cit., XXVIII.