Perder el tiempo

 
Elisenda Julibert

 


 

  

«Lo han dejado a él sólo con todos sus pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?»

J. M. Coetzee, Infancia

Aunque no es algo en lo que convenga pensar con demasiada frecuencia, cualquiera de nosotros sabe que va a morir. De hecho, es muy posible que, por suerte o por desgracia, lo sepamos incluso sin necesidad de pensarlo. Lo intuimos mucho antes (y mucho después) de la primera vez en que reflexionamos en torno a nuestro certero fin para comprobar, por cierto, que no podemos si no quedar sumidos en un vértigo que atestigua la imposibilidad misma de pensar sobre el asunto. «En este silencio trata de imaginar su muerte.» —escribe Coetzee, refiriéndose en tercera persona a él mismo cuando era niño—«Se borra de todo: del colegio, de la casa, de su madre; trata de imaginarse los días siguiendo su curso sin él. […] Puede imaginarse su propia muerte pero no puede imaginar su propia desaparición. Por más que lo intente, no puede aniquilar el último residuo de sí mismo.»[1] En cualquier caso, con independencia de la particular inclinación a la morbosidad o al desaliento de cada cual y de lo infructuoso de tales pensamientos, sabemos que tenemos un tiempo de vida limitado, que «nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas»[2] y que cada uno de esos abismos, ese del que venimos y aquel hacia el que vamos, son tan ineludibles como inconcebibles[3].

Quizás se deba a esta conciencia el que pensemos en nuestras vidas de acuerdo con el principio del relato, es decir, con los tres tiempos verbales: siempre estamos en un punto intermedio entre algo que ya nos sucedió –porque la conciencia nos llega cuando ya tenemos un pasado, por breve que sea—,  y algo por venir. Y quizás, también, ella explique que el presente parezca el tiempo más escurridizo, a pesar de ser simultáneamente el único objetivo o, por decirlo de otro modo, el único que persistiría si el mundo no estuviera poblado, entre otros, de seres finitos conscientes de su condición: si lo pensamos bien, el tiempo que nosotros hemos imaginado cómo propio de los dioses, los antiguos primero y luego el cristiano, la llamada eternidad, se parece mucho a un puro presente, un tiempo sin distinción entre antes y después, un mero estar que, sin embargo, no se daría circunscrito ni se conjugaría. Con razón Nietzsche, cuando supuso a los animales ese don que un día atribuimos a los dioses para fantasear en la posibilidad de que una oveja le explicara en qué consiste su felicidad, tuvo que reparar de inmediato en que el animal sería incapaz de contestar: posiblemente cuando fuera a hacerlo habría olvidado la respuesta. El olvido parece, en efecto, una manera de alcanzar la eternidad en este mundo.

Pero no está muy claro si deseamos esa forma de eternidad, la única que cabe imaginar a un mortal: en un documental anglosajón donde se presentaban distintos casos de amnesia, se incluía el de un individuo que, a causa de un accidente que había dañado una parte de su cerebro, era incapaz de recordar nada de lo que sucedía después del accidente. Recordaba su pasado, reconocía a las personas que habían formado parte de su vida antes del accidente, toda su experiencia anterior estaba intacta. Pero era incapaz de recordar que ya habían pasado unos meses desde la salida del hospital o, siquiera, que había estado en un hospital. Así, confinado en el dormitorio de su casa donde se recuperaba de las lesiones causadas por el accidente, cada vez que su mujer cruzaba el umbral de la estancia donde él se encontraba para hacerle compañía, para llevarle la comida, o tan sólo para saber si dormía, él manifestaba con entusiasmo y emoción su alegría por verla de nuevo, por primera vez, tras el accidente: sollozaba, quería abrazarla, se apretaba contra su pecho y agradecía al cielo volver a estar junto a ella. De algún modo, este individuo se había sustraído a la temporalidad y había logrado instalarse en ese presente absoluto en el que alguna vez hemos podido soñar. Pero su situación no parecía demasiado alentadora y dudo que quepa desearla como una liberación. De manera que no parece recomendable olvidar completamente puesto que ello implica la renuncia a la vida misma, a eso que de ella más tememos y anhelamos al mismo tiempo: el cambio, el devenir y la consiguiente posibilidad de que suceda algo imprevisible. Aunque, paradójicamente, ese horizonte, esa incertidumbre que define la vida en cuanto tal, viene indisociablemente unida a la conciencia de la certeza más radical, la de nuestra propia muerte, el único acontecimiento sobre el que no cabe ninguna duda razonable.

Lo que interesa del modo en  que las distintas formas patológicas del olvido empobrecen la cotidianeidad y, al fin, el presente de quienes las padecen, es que puede ayudarnos a comprender hasta qué punto el único tiempo que suponemos susceptible de experiencia, es en realidad un subproducto del pasado y del futuro: porque tengo memoria puedo reconocer lo que sucede aquí y ahora; porque dispongo de un tiempo por delante puedo proponerme seguir haciendo cosas. Por una parte la posibilidad de que el presente no sea una forma de aturdimiento en la que difícilmente cabría alguna experiencia y, por otra, la necesaria esperanza, es decir, el irreprimible afán de proyectar (o postergar) la satisfacción de nuestros deseos.

De manera que, asociada a la conciencia de la finitud –y algunas veces incluso como antesala suya— viene la constatación de que el presente es un tiempo imposible. Aunque por una parte parece ser el único tiempo tangible, el único actual, es por la otra el más indeterminable. Porque resulta imposible precisar dónde (o mejor: cuándo) se encuentra ese presente en el que supuestamente moramos: cuando pretendemos señalarlo, hablar de él, reparamos en que no es posible  establecer sus contornos, cuándo empieza y cuándo acaba. Por su parte, el pasado y el futuro no están presentes, no son actuales sino virtuales, no obstante lo cual resultan al fin menos escurridizos: uno ya lo hemos vivido, acaudalado; y el otro está casi más próximo, incipiente, agazapado en el propio presente. El presente, en cambio, es inapresable.

De algún modo, por tanto, el objeto de la experiencia no puede ser otro que lo ya vivido y su materia el pasado. A menos que, con Arendt[4], entendamos que el presente es todo el tiempo comprendido entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, lo cual es cierto en parte, pero no del todo satisfactorio, puesto que, precisamente, no disponemos de ningún tiempo ulterior desde el que observar nuestra vida entera como pasado. Si lo tuviéramos, toda nuestra existencia sería apenas un suspiro, un instante, un verdadero presente, como lo quiere Arendt. Pero para quienes no confiamos en que haya vida después de la muerte, nuestra existencia, que es todo y lo único de lo que disponemos, debe ser observada como un recorrido lleno de cambios, de cosas que se suceden las unas a las otras: el día anterior, la hora, devienen pasado. Por paradójico que parezca, es precisamente la conciencia de nuestra finitud la que nos induce a desconfiar del presente. Y, de manera en apariencia más razonable, del tiempo en general.

A diferencia de lo que supone Arendt, Bergson concibe el presente como un tiempo que está, en un cierto sentido, supeditado al pasado: lo que permite el obrar aquí y ahora es, simplificando muchísimo el trabajo de  Bergson[5], el ejercicio de la memoria. Somos capaces de actuar porque disponemos de la memoria que selecciona ciertos recuerdos con vistas a hacer reconocible la situación en que nos encontramos y evitar, con ello, que nos veamos obligados a actuar a ciegas en cada oportunidad. Pero también en Proust el reconocimiento, producto del ejercicio de la memoria, parece ser la clave de la experiencia y de un presente que, de otro modo, sólo sería un estado de aturdimiento poco susceptible de elaboración.

Es muy posible que, tal y como ha señalado Deleuze, el asunto principal de la obra de Proust no sea la memoria sino la búsqueda misma[6]. Sin embargo no es menos cierto que los resultados de la búsqueda proustiana parecen depender en una medida muy importante de la memoria. Probablemente no sea la memoria el asunto, pero sí el tiempo: porque el objeto de esa búsqueda es, precisamente, el tiempo (como condición de la experiencia). Proust parece advertir que, si bien por una parte el tiempo presente es fugaz e inaprensible, por la otra, el pasado está muerto o, por lo menos, sometido al capricho de la memoria: estamos, más bien, en manos de un azaroso reencuentro entre ese tiempo inexistente por escurridizo que es el presente y ese otro tiempo inexistente, que es el pasado olvidado. De manera que la diferencia entre presente y pasado no tiene unos contornos tan claros como solemos suponer. En cambio, parece bastante más clara la proximidad entre presente y pasado: los dos se pierden, uno a causa de su fugacidad, el otro a causa del olvido. Si esto es así, la obra de Proust podría haberse titulado À la recherche du temps, perdu, para dejar más claro al lector que el tiempo es una fuga y, por lo tanto, no puede más que perderse, escaparse, pasar. Sin embargo, hay algo inquietante en la obra del escritor francés: no sólo la advertencia que recorre su búsqueda entera (que el tiempo no puede más que perderse)  sino la articulación de dicha advertencia con el título del último volumen, Le temps retrouvé, donde se nos anuncia la posibilidad de convertir ese tiempo que inevitablemente se nos escapa en algo que, de algún modo, nos pertenezca. ¿Pero no es acaso vivir, inevitablemente, perder el tiempo (o el perderse del tiempo) o, cuando menos, distraerse durante el tiempo que nos toca pasar en este mundo, distraerse, al fin, de la muerte? ¿Y, entonces, no sería mejor olvidar el tiempo perdido, olvidar que perdemos el tiempo?¿Cómo podría, por otra parte, recobrarse lo que, por naturaleza, es inapresable? ¿Qué puede querer decir retrouver el tiempo? ¿En qué consiste recobrar, reencontrar o recuperar, como se dice vulgarmente, el tiempo perdido?

Sin duda el tiempo se pierde constantemente, por lo menos en dos sentidos: por una parte porque él mismo consiste en devenir, en pasar; por la otra porque muchas veces no sabemos qué hacer con él, cómo ocuparlo, cómo aprovecharlo. Y sin embargo, aunque no podamos cambiar el hecho de que el tiempo discurra  sí podemos, según Proust,  reencontrarlo después de que haya escapado, recobrarlo a pesar de su fugacidad.  Es cierto que el tiempo no puede consistir en otra cosa que en tiempo perdido, es decir, pasado. Pero, nos dice Proust,  podemos fundir el pasado con el instante a través del reconocimiento gracias a la intervención de la memoria y transformar lo meramente vivido en experiencia. ¿De qué experiencia se trata?

Las distintas ocasiones, perfectamente reconocibles para cualquier lector, en que a Marcel (el personaje de la Recherche pero también su autor en Contra Saint-Beuve) le asalta el recuerdo de algo remoto, como ciertos olores, o la sucesión de las notas de alguna melodía olvidada, dan una idea de la relación entre pasado y presente que configura la experiencia. Si Marcel puede recordar ciertas notas musicales, o ciertos olores, y revivir merced a las sensaciones de un día lejano el tiempo perdido, es porque algún elemento del presente parece invocarlas. Sin embargo, si esas notas no hubieran sonado antes, ni hubieran quedado asociadas a determinadas sensaciones, difícilmente podríamos reconocerlas, revivirlas en el presente. No obstante, habían quedado olvidadas, habían desaparecido y sólo se integran a la experiencia en el momento en que reaparecen, momento en que pueden ser reconocidas y recreadas. En el presente las cosas tan sólo suceden sin que apenas reparemos en ellas, en la huella que imprimen en nuestra conciencia (o en nuestro inconsciente) y en la significación, el valor, o el carácter decisivo, que tienen para nosotros. Sólo, pues, en esta segunda oportunidad que brinda el instante a la memoria, se configura algo como la experiencia: «…cada hora de nuestra vida se encarna y se esconde, apenas muerta, en algún objeto material. Allí queda cautiva, cautiva para siempre, a no ser que encontremos el objeto. A través de él la reconocemos, la llamamos y se libera. Es muy posible que el objeto en que se esconde –o la sensación, pues todo objeto es sensación con respecto a nosotros— no lo encontremos nunca. Y de esta forma hay horas de nuestra vida que nunca resucitarán.»[7] El presente es, pues, la ocasión para que algo anterior sea reconocido o “resucitado”. De manera que alcanzamos la experiencia en el presente sólo porque su objeto es algo que ya ha sucedido antes.  

Cada experiencia, pues, se debe a un episodio de reconocimiento: éste, a su vez, sólo es posible con relación a algo anterior que, sin embargo, permanece olvidado, inexistente, inerte, hasta el instante en que se produce el reconocimiento. Los objetos de la memoria, los recuerdos, no son aquí, lejos de lo que pudiera parecer, el fundamento, o el origen objetivo, de la experiencia o del conocimiento, como sí sucede en la teoría platónica de la reminiscencia. Porque a diferencia de lo que supone Platón, Proust pergeña una figura circular que inhibe el establecimiento del punto originario en lugar de favorecerlo. Memoria y sensación, pasado y presente, están indisociablemente unidos pero su intervención sólo puede comprenderse por remisión a su opuesto. Los recuerdos, materia de nuestro pensamiento, no subsisten autónomamente en algún lugar ideal. Están muertos, inertes, como el significado de las palabras hasta el momento en que son usadas. En efecto, los recuerdos comparten con las palabras su inestabilidad.

La atención a la memoria involuntaria, relativa a esos episodios de reconocimiento no deliberados, sobrevenidos, sirve a Proust para mostrar, por una parte, la naturaleza del tiempo, su fugacidad; y, por otra, para advertirnos de la posibilidad de recuperarlo o recobrarlo. La conciencia que se adquiere a partir de la experiencia que nos brindan estos episodios de memoria involuntaria desvela el sentido de una actividad, la del relato, que opera principalmente con la memoria: porque consiste en recordar (es decir, en elaborar elementos del pasado) y porque persigue encontrar algún lugar en la memoria, o al fin, en la experiencia, de los otros. En Proust, a pesar de lo que pudiera parecer, relatar no es una actividad ociosa sino, más bien, la única posibilidad de convertir en experiencia la cotidianeidad, el presente inmediato, de resucitar el tiempo inevitablemente perdido. El minucioso relato de la vida cotidiana, de los rasgos más íntimos de las personas que pueblan la existencia de Marcel, es tan sólo una manera de dar una segunda existencia a lo que, de otro modo, estaría olvidado, es decir, muerto, sepultado para siempre: Swann, Odette, Charlus, los Verdurin, los Guermantes, Albertine, Saint-Loup, … y el propio Marcel estaban muertos hasta que el narrador decide recobrar el tiempo que ha pasado –perdido— con ellos. El relato brinda, como los recuerdos involuntarios, una segunda oportunidad a un tiempo que no puede si no perderse. No sólo porque el ordenarlo o disponerlo en forma de relato permita la observación, la consideración por parte de otros  y se objetive o, como se dice comúnmente, se inmortalice. También porque en la operación de narrar el individuo transforma en experiencia el tiempo vivido-perdido y, con ello, lo recobra: hace, al fin, otro uso del tiempo en el que  ya no es arrastrado por él sino que, de algún modo, lo instrumenta y, con ello, se adueña de él, lo recobra, lo reencuentra de un modo distinto. Sin embargo, no se trata de que, mediante el ejercicio de la memoria el tiempo quede detenido, convertido en un remanso en el que refugiarse a descansar del paso del tiempo, tal y como lo quiso Heidegger[8]. Recordar, reencontrar el tiempo, no es una actividad que tenga lugar fuera del devenir ni que pueda sustraerse a él: es, más bien, una singular manera de pasar el tiempo que, sin embargo, sabe sacar una modesta ventaja del descubrimiento de la naturaleza misma del tiempo, el devenir. Recobrar el tiempo, relatar, es apenas aprender a jugar con nuestra condición, transformar en goce lo inevitable.

Conviene insistir, por tanto, no sólo en que para poder recuperar el tiempo es preciso haberlo perdido, sino también en que el ejercicio de la memoria no inhibe el paso del tiempo. Ello explica que el recuerdo no brinde imágenes fijas y estables de lo sucedido: los objetos que produce la memoria son tan cambiantes y huidizos como los que nos llegan a través de la sensación. Marcel pierde visiblemente el tiempo cuando se prodiga de salón en salón, se desvive por obtener una invitación a tal o cual otra reunión, o por ser presentado a tal o cual otro personaje notable, cuando se dedica a los Verdurin (en todas partes hay Verdurin), a los Guermantes (en todas partes hay quien se cree Guermantes), o a Swann (en pocas partes hay cisnes, abundan los patos), todas ellas actividades que le reportan, en buena medida, una decepción tras otra, como cabe a todo aprendizaje que se precie. ¿Pero acaso lo pierde menos al recordar la vida de todos esos personajes para narrarla? Sólo lo descubrimos al final, después de que el narrador haya perdido casi una vida: aprendemos, a través de la mirada de Marcel,  que posiblemente no hay grandes amores, ni grandes conversaciones, ni grandes personas,… y, sin embargo, hay relato. Es el lector quien debe decidir, no tanto si Marcel ha recobrado el tiempo gracias a la narración, como si él mismo conseguirá recobrar algún día el tiempo perdido, si aprenderá a jugar con el paso del tiempo de un modo tan asombroso como Proust: «La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye.»[9] Las decepciones que van sucediéndose, conformando la cambiante visión de Marcel sobre el pasado, tal vez no sean más que un anuncio del descubrimiento final: si Proust nos invita a “perder” tantas horas en su Recherche, quizás sea porque sólo podemos comprender la naturaleza de la experiencia, si como él, comprendemos cuánto tiempo ha vuelto a perderse en su búsqueda. Porque perder y recobrar el tiempo es una actividad a la que sólo pone fin la muerte.

Abril 2007

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[1] J. M. Coetzee, Infancia, Trad.: Juan Bonilla (Barcelona: Mondadori, 2001), p. 116
[2] Vladimir Nabukov, Habla, memoria, Trad. Enrique Murillo (Barcelona: Anagrama, 1994), p. 19
[3] A propósito del carácter misterioso e irrepresentable del origen veáse Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Trad. Ana Becciú (Barcelona: Ed. Minúscula, 2005 ) en el que se analiza el escándalo que produce la representación del coito  (en los frescos romanos de Pompeya) a partir del hecho de que nuestro origen, el coito entre nuestros padres, es una pieza ausente en nuestra reconstrucción imaginaria de la cadena causal merced a la cual existimos.
[4] Hannah Arendt, La vida del espíritu, Trad. Fina Birulés y Carmen Corral (Barcelona, Paidós, 2002), Cap. IV
[5] Henry Bergson, Materia y memoria. Ensayo sobre la relación del cuerpo y el espíritu, Trad. Pablo Ires (Buenos Aires, Cactus, 2006).
[6] Gilles Deleuze, Proust y los signos, Trad. Francisco Monge (Barcelona, Anagrama, 1970), Capítulo V.
[7] Marcel Proust, Contra Sainte-Beuve, Trad. Silvia Acierno y Julio Baquero Cruz (San Loren<o del Escorial: Langre, 2004), p. 35
[8] “Memoria” (Andenken), en: Martin Heidegger, Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte (Madrid: Alianza, 2005).
[9] Marcel Proust, Sobre la lectura, Trad. Manuel Arranz (Valencia: Pre-textos, 1997), p. 39.

 

 

 

Marcel Proust