No está bien escribir sobre los nubarrones de Enrique. Siempre he mantenido que ese esfuerzo de síntesis y afirmación intempestiva no puede reseñarse como si fuera un libro o un conjunto unitario, pese al encomiable recopilatorio publicado en por la editorial Comba, Nubarrones: Breviario intermitente, en 2014.
En primer lugar por una serie de razones muy previsibles que no cabe desarrollar en este momento (su intermitencia en el tiempo, el formato fragmentario, mezcla de artículo, ensayo breve y aforismo; y otras tantas). Y segundamente porque tuve siempre la sensación que aunque El Nubarrón como tal fue una sección abierta a todos los integrantes de Las Nubes, realmente era un ámbito para Enrique. Para decirlo claramente: la sección "El Nubarrón" es Enrique Lynch.
Todo esto viene al caso porque decir algo de Enrique mediante comentar sus publicaciones es una buena idea. Pero teniendo en cuenta lo dicho en el párrafo anterior, no es lo mismo reseñar un libro que reseñar al autor. Ni hacer lo último bajo la excusa de querer hacer lo primero. Tiene algo de tramposo (¡Cuánto lo habrán sufrido lectores y autores!). Pero como la nuestra es una situación excepcional, quizás ese desliz sea ahora más apropiado que nunca.
No se trata únicamente de que Enrique se comunicara de forma especial a través de los textos ahí publicados -como quien escribe un diario personal-, sino que algo de su persona ha impregnado siempre El Nubarrón. De ahí que, seguramente, pese a ser el ámbito más abierto a la improvisación y la veleidad, y por lo tanto el más atractivo y fácil de participar, ha sido poco concurrido por el resto de colaboradores que han pasado por Las Nubes.
Enrique se movía en lo intempestivo del nubarrón con la agilidad y la familiaridad propia de quien se encuentra cómodo en casa, sin restricciones de ningún tipo -o con las mínimas posibles, conociendo el amor por las formas que tenía nuestro simpático profesor. Incluso si quedaba pendiente un artículo suyo inacabado para un nuevo número de la revista, con urgencia de publicar, se demoraba en terminarlo sin que ello le impidiera seguir escribiendo nubarrones mientras tanto. Ahí Enrique se sentía, ya lo he dicho, como en casa. Esa comodidad le permitía –o eso creí yo más de una vez- confundir la vida con los nubarrones y viceversa, comentando en persona, espontáneamente, anécdotas o reflexiones que había escrito para dicha sección como si no recordara haberlo hecho. O al revés, al dejar por escrito en la dichosa sección lo que previamente, en algún momento, había comentado en voz alta.
(Ya. Podría ser simplemente mala memoria, pero no, no era solo eso).
Un ejemplo paradigmático de todo esto es "Temerario", nubarrón escrito el 30 de agosto de 2011. Reproduce fielmente el sentido de una frase que Enrique repetía muy a menudo y que en un principio yo no entendí en absoluto. "Yo soy temerario, pero no valiente". Para formularlo tal como lo expone el propio artículo: "El temerario nunca tiene en cuenta la posibilidad de la muerte sino que desplaza el miedo que ésta naturalmente inspira arrastrando un peligro cualquiera porque sí. En cambio, el hombre de valor se enfrenta a ella sin más".
Seguramente esa contraposición tal como la expuso Enrique es llana y simple (como debe ser, claro). Por un lado quien conoce el miedo y por el otro aquel que no. Valiente vs. temerario. Pero a mí me gusta pensar que hay un modo más matizado de entender esa dicotomía. Y lo creo especialmente después de haberle conocido.
Mi conclusión - conclusión a la que llegué tarde, incluso demasiado tarde pues creo que mi relación con Enrique, y hasta diría que mi relación conmigo mismo, hubiera sido distinta de haberla entendido antes- es que hay cobardes que, sin embargo, siempre tiramos adelante. Yo soy, sin duda, un cobarde y creo que Enrique, a su modo, también lo fue. No se lleven las manos a la cabeza, especialmente aquellos que lo conocieron por su alegría y su temeridad.
Hablo de cobardes que -por varias razones difíciles de recopilar aquí- sin embargo ejecutan una acción. Un mar de preocupaciones pueden advenir en forma de ansiedad, miedo, insomnio, nervios... pero eso no disuade de actuar. Yo nunca he vencido ninguno de mis miedos, y los conozco todos. Nunca he sido valiente pues nunca "me he armado de valor" para superar una adversidad. Más bien he cruzado el pasillo que había que cruzar con el miedo a cuestas. Creo que con Enrique sucedía algo parecido. Si se consideraba temerario, es porque sin duda no se amedrentaba por nada, pero sabía qué pasaba a su alrededor.
En fin, terminemos con esto. "Temerario" habla de tener en cuenta o no la posibilidad de la muerte y ese es el triste estado que nos ocupa. El Enrique que yo conocí era plenamente consciente de la muerte, y reflexionaba a veces acerca de ella y la enfermedad. Él conoció lo que significa estar preocupado por un final, hecho que le descarta como un temerario rudo y simple. Nunca perdió el ánimo ni se derrumbó por ello, es cierto, y de todos los adjetivos posibles el que menos le pega es el de cobarde. Pero digámoslo así: hasta el último contacto siempre me pareció estar delante de alguien temerario y temeroso a la vez. Es curioso porque algo que también recordaba Enrique a menudo era la frase Nec Temere, nec timide ("ni temerario ni temeroso"), que podía leerse en el escudo del linaje Lynch. A mis ojos, esa paradoja era significativa. Una traición a su lema familiar que sin embargo, e involuntariamente, fue la forma como yo sentí que se acercaba más a mí.
Ah, y que se acercaba más a Kierkegaard, quien basó el título de su obra más famosa, Temor y temblor, en base a este motto de la Carta a los Filipenses (2:12):
"Así que, amados míos, tal como siempre habéis obedecido, no solo en mi presencia, sino ahora mucho más en mi ausencia, lleven a cabo su salvación con temor y temblor".
Descansa en paz
Barcelona, 12 de Noviembre de 2020
A la memoria de Enrique Lynch