I
En el más célebre de los fragmentos de Heráclito1 se hacen dos afirmaciones inquietantes. Por una parte, se afirma que el río nunca es el mismo río, pero no por su naturaleza, sino porque nosotros mismos somos (y no somos) los mismos, lo que alimenta la duda de que, de una u otra manera, podamos acceder al río verdadero o real. Y, por otra parte, se sugiere que eso que nos sucede con relación al río, en verdad nos sucede con relación a todos los objetos que componen el mundo, a toda experiencia en general.
En este contexto, podemos establecer una distinción entre el mero saber (el río) y la certeza que requerimos sobre el balance de ese saber pero, por desgracia, la distinción resulta insuficiente para mitigar el efecto que producen las palabras de Heráclito en nuestra consciencia, que enseguida empieza a sentirse incómoda y atribulada. Así que lo mejor será entonces que dejemos ese problema –no resuelto– a Moore2 y a Wittgenstein,3 y que nos ocupemos de la cuestión de fondo que ya los lejanos tiempos de la física de Heráclito era si la índole de las ideas que nos permiten elaborar una experiencia y extraer de ella un conocimiento práctico se corresponde, o no, con la naturaleza íntima y auténtica de esa experiencia. En la incertidumbre correspondiente se plantea si la necesaria correspondencia entre la “realidad” y las ideas está asegurada, si tan solo es tenida por supuesta; y, por otra parte, un hecho incontrovertible: que cualquiera que sea esa correspondencia entre el discurso de las ideas y las cosas ha de ser predicable sin mediación.
La filosofía –o si se prefiere– la reflexión acerca de la relación que entablamos con los hechos del mundo, es la única manera con que contamos para obtener o disponer de la requerida mediación. Está claro que la razón que piensa o juzga acerca de esa experiencia tiene por dado (o por supuesto) – para decirlo en los términos de Kant– como principio o precepto de su juicio, cierta conformidad a fin, cuando menos formal, de los hechos de la naturaleza y de la historia a los instrumentos de la humana capacidad de juzgar.4 Esa conformidad a fin, que predica o supone cierta afinidad entre juicio y fenómeno, dice Kant que no es dada sino puesta por la facultad misma como principio trascendental, sobre todo para la posibilidad de un objeto adecuado al juicio. Es decir que, si queremos contar con un objeto afín a nuestra manera de conocerlo, hemos de presuponerlo adecuado cuando menos a la forma de nuestro juicio, de lo contrario no estaríamos en condiciones de establecer una diferencia significativa entre la experiencia y nuestras fantasías acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor.
Con otras palabras: lo que experimento como eso que está allí afuera, tiene que tener un sentido propio y una relativa objetividad; y ser adecuado a mi entendimiento, de lo contrario no podría representarlo y no estaría autorizado a hablar de experiencia como tal. Por lo demás, ese sentido ha de ser pensado, por su propia naturaleza, como afín, coherente o consistente con el modo como juzgo lo que me sucede.5
II
La sentencia de Heráclito también advierte (implícitamente) que el río “real” no es (puede no ser) el río verdadero, pero de todas formas es. Que hay un río. ¿Cuál es entonces la diferencia/semejanza que separa/une a uno con otro? Si uno es la copia del otro ¿en qué sentido decimos que es copia? O, mejor dicho, ¿en qué se parece? Es fácil deducir que aquello en que el río “verdadero” se diferencia de su copia es lo mismo en que se parece. Típica serpentina que haría las delicias de la dialéctica heraclítea (y hegeliana).
Platón dirá que esa copia es –además– una experiencia posible (o probable) del río. Hasta tal punto que, en cierto sentido, estaríamos obligados a admitir la paradójica conclusión de que la experiencia no es tal, sino solamente de una representación parecida al original que nos está dado conocer. Como es bien sabido, esta línea de razonamiento le permite “resolver” el problema fundamental que plantean los fenómenos en general, por medio de su doctrina de las Ideas.
Como puede apreciarse, no hago más que garabatear un resumen muy elemental del platonismo de siempre; pero lo hago para tener presente que la cuestión acerca de lo real es un asunto viejísimo con el que, tarde o temprano, acabas topando, no importa a qué disciplina te dediques. Que los físicos actuales hayan tardado seis o siete siglos en abordarlo, sólo se explica porque, en su inmensa mayoría, no saben una palabra de filosofía.
En cualquier caso, enhorabuena que se lo planteen.
La respuesta alternativa más consistente al platonismo la proporciona Aristóteles: un realista incorruptible, que en todo momento intenta colocarse lo más alejado que sea posible de los ideales y lo más cerca que se pueda del fenómeno puro y simple.
III
La hegemonía de Aristóteles es puesta por primera vez en cuestión por un monje polaco, en el siglo XIII; y dos siglos más tarde queda seriamente dañada cuando sus supuestos, que siempre intentaban respetar los hechos, dejaron de corresponderse con la imagen del Universo que proporcionaban los nuevos artefactos; es decir que la Nuova Scienza vino a poner en entredicho, no sólo las teorías metafísicas de Aristóteles, sino además sus observaciones, algo que en el fondo era mucho más grave. El Universo de Galileo Galilei –sea el sistema planetario heliocéntrico, las fases de la Luna o Marte descentrado, etcétera– no solo contradecían las observaciones del Estagirita sino que además eran fenómenos nuevos. Su novedad resultaba a veces de una observación inexplicable; pero otras veces – muchas más– era la derivación del cálculo. A los dogmáticos inquisidores formados en el física de Ptolomeo los nuevos fenómenos no sólo les obligaba a cuestionar la autoridad del Estagirita, sino que se les exigía negar rotundamente su experiencia sensible. Y, de hecho, esa circunstancia era –y sigue siendo– cuando menos escandalosa, pues todavía hoy vemos al Sol moverse por la esfera celeste y no al revés, como sostenía Galileo.
No tengo intención alguna, pues sería de lo más gratuito, repetir los hitos y avatares relacionados con el caso Galileo, una revolución que en adelante se llamó “científica” pero que en verdad es epistemológica. Sus protagonistas e incidentes han sido revisados desde todos los ángulos posibles y hasta el cansancio por los historiadores de la ciencia. Solamente me interesa señalar un aspecto de la misma: el nuevo saber científico, además de la observación y la prueba, se permitía incorporar en el método hipotético-deductivo las construcciones derivadas del saber. No solo la descripción matemática de un fenómeno sino su desarrollo a través del cálculo; y a ambos les daba la dimensión de realidad. Uno o varios modelos –de nuevo como Platón– pero desarrollados casi exclusivamente por el cálculo matemático. A diferencia el eikon platónico, la física galileana trabaja con fenómenos que no necesariamente tienen por qué ser observables. En suma, fenómenos que no son representaciones de una o varias ideas primordiales sino objetos literalmente hechos de teoría, por llamarlos así. Es decir que, para la nueva física moderna, ese río que por fuerza nunca llegamos a conocer porque nunca es el mismo y nosotros tampoco lo somos cada vez que entramos en él, no obstante existe, es real y tangible, siempre y cuando su experiencia (su fenómeno) sea pensada como inscrita en un tiempo y en un espacio calculable que, con todo rigor, Kant observó que configuran las condiciones trascendentales y a priori de toda experiencia posible.
Sin embargo, en el nivel atómico y subatómico esas condiciones a priori cambian. Kant no podía de prever todos los desarrollos de la física de Newton o las nuevas perspectivas que se abrían con la experimentación de físicos como Maxwell, Faraday, Rutherford, etcétera. Tampoco podía prever la rehabilitación del modelo atómico del Universo imaginado por Demócrito que, en su momento, quedó desplazado por el aristotelismo ni las nuevas realidades a que daba lugar. ¿Qué ventajas proporcionaba el atomismo de Demócrito como plausible modelo de lo real? Contradecía la física clásica pero en alguna medida se ajustaba a las inquietantes observaciones instrumentadas por la técnica, como en su momento hizo el modelo copernicano por contraste con el ptolemaico.
En pocas palabras, cada vez más decisiva en cuanto a la determinación del objeto de la ciencia, la técnica de manera inadvertida reemplazaba la metafísica de la sustancia y el accidente, la potencia y el acto, la teoría del movimiento perfecto, etcétera; y en su lugar reintroducía el atomismo democríteo que, en última instancia, venía a ser rescatado como una metafísica alternativa. En este caso, no para salvar el fenómeno, sino nuestra manera de abordarlo.
IV
Una característica significativa de la técnica es que, al contrario de la teoría y la conjetura, su empresa es fiel a una única pauta: un constante e inacabable perfeccionamiento. A diferencia de las teorías, que pueden llegar a culs-de-sac y enfrentarse a obstáculos insalvables, la técnica no conoce este tipo de limitaciones. Es característico de la mecánica cuántica que, en tanto que híbrido de ciencia y técnica, se autoriza a trascender las limitaciones de las teorías convencionales. Digamos que la cuántica es una teoría técnicamente perfectible. No es tanto el resultado de un modelo experimental sino la extensión y desarrollo especulativos de un experimento técnico; es decir que la física cuántica sería inconcebible sin los recursos que ha puesto a su disposición la técnica, tanto en el cálculo como en la observación.6
Su planteamiento de mayor alcance es la tesis de que vivimos en un mundo en el que la energía se gana o se pierde en unidades discretas de tamaño infinitesimal cuya existencia es indeterminable salvo porque se manifiesta en el espectro de la luz.7 Todo lo que hay son quanta que se comportan como un flujo de partículas que llamó Einstein fotones.8 El fotón es una tentativa de medir la luz en los términos de unidades de energía corpuscular. De tal manera que tras siglos de pensar la luz como onda, los físicos empezaron a concebirla como partícula y no obstante describir su comportamiento como onda. El problema –de nuevo, técnico y observacional– es que la onda no se comporta como la partícula; y, puesto que la teoría postulaba que toda la materia y no solo la luz se ajusta a la dualidad onda-partícula, la nueva física no tenía más remedio que admitir que un mismo fenómeno responde a comportamientos incompatibles. Por así decirlo, la realidad era corpuscular y la onda la acompañaba como su necesario fantasma, como una sombra, pero una no puede darse sin la otra y viceversa. En suma: en lugar despejarnos el panorama para iluminarnos el camino en el ámbito de los fenómenos subatómicos, la técnica nos ponía delante de hechos imposibles, paradójicos, a los que se van encadenando uno a tras otro, con el avance del cálculo y la experimentación, nuevas perplejidades.
La física cuántica considera resuelta la incompatibilidad o la paradoja con solo que haya una ecuación que permita calcular cuál es la probabilidad de que el fenómeno se comporte de una u otra manera. Un procedimiento que conlleva algunas consecuencias relevantes. John Gribbin las resume así:
1. El mundo no existe a menos que lo observemos (Asombrosa tesis que nos remite al obispo Berkeley).
2. Las partículas son dominadas por una onda invisible, pero no tienen influencia alguna en la onda.
3. Todo lo que podría suceder sucede pero dispuesto en realidades paralelas.
4. Todo lo que podría haber sucedido ya ha sucedido, pero solo tenemos noticia de una parte de ello.
5. Todo influye sobre todo en cada instante, como si el espacio no existiese.
6. El futuro influye en el pasado.
¿Cómo es posible postular esta serie de tesis claramente metafísicas y no contradecir la tradición de la física clásica tal como la conocemos? En parte se debe a que, por ejemplo, para Niels Bohr, uno de los cabezas de fila del llamado “grupo de Copenhague”, la única realidad que merece ser llamada tal es aquella que deriva de las mediciones que, por otra parte, la construyen activamente. Así pues, si el electrón muestra una extraña “multilocalidad”, lo que le permite estar en dos posiciones distintas al mismo tiempo (up, down). Por lo tanto, frente a la multilocalidad, no se trata de corregir la observación, sino de modificar –suprimir– nuestra tradicional idea del tiempo-espacio. Estas y muchas otras manipulaciones semejantes ajustan la teoría cuántica a los datos de la observación y el cálculo contradiciendo la posibilidad misma del fenómeno, de tal modo que, desde las primeras incursiones en el campo subatómico, la teoría física ha ido “adelgazando” la batería de principios que sirven para explicar de qué está hecho el mundo, desde el modelo inicial de Newton hasta la gravedad cuántica:9
Ahora bien, el “adelgazamiento” de una teoría diseñada para explicar los fenómenos subatómicos implica de hecho una considerable deriva del propio fenómeno hacia la intangibilidad y hacia la concepción de un objeto que no tiene ni tiempo ni espacio, no es divisible, no tiene coordenadas sino estados y define esos estados como relaciones entre los propios fenómenos que nunca son determinables sino solamente probables de acuerdo con criterios estadísticos. En el nivel cuántico ninguna cualidad del fenómeno es descartable mientras no exista el procedimiento técnico y de cálculo capaz de explicarlo.
¿Hemos de dar por razonable esa descripción del mundo?
Si nos atenemos a algunos comentarios de Werner Heisenberg, sí. Para lo cual habrá que hacer una cantidad de concesiones. La primera es admitir que en semejante “descripción” de lo real los patrones representativos no se ajustan a las reglas de la física clásica y que, por lo tanto, es necesario emprender lo que Heisenberg denomina un “viaje hacia la abstracción”. Una “idea” de qué puede consistir ese viaje la da que, por ejemplo, desaparezca desde la perspectiva del investigador la diferencia entre la materia inerte y la materia viva. Heisenberg hablará de “una molécula más compleja”. A todas luces se ve que el “viaje a la abstracción” es en realidad una especie de salto especulativo, por ponerlo en los términos de la dialéctica hegeliana. Hegel denominaba “salto especulativo” el paso decisivo en que el saber abandona el terreno conocido de las coordenadas físicas clásicas para embarcarse en una fantasía semejante al mundo que aguarda a Alice detrás del espejo. ¿Cuándo tiene lugar ese salto? Cuando el saber sale de sí y se piensa a sí mismo como otro. Hegel lo describe como pensar “el lazo del lazo y del no-lazo” o “la identidad de la identidad y la contradicción”.10 Un tipo de saber absoluto que solo podemos concebir el la mente de Dios. La cuántica es como la dialéctica de Hegel: la primera lleva hasta el límite el supuesto pitagórico-galileano de que la estructura del Universo está escrita y descrita en la matemática; la segunda (Hegel) sostiene que la lógica de la esencia es la savia de todos los fenómenos. En ambos casos se apela a la posibilidad de que, desde la finitud/particularidad podamos descifrar la mente y los designios de Dios/Absoluto.
Pero lo mismo que en Hegel, cuya dialéctica se presumía como esencial, en la física cuántica la matemática deja de ser un código que interpreta los fenómenos para pasar a ser un recurso trascendental: o sea, una especie de fundamento que los hace observables, con la peculiaridad de que las leyes cuánticas no se refieren a las partículas elementales sino a nuestro conocimiento de ellas.11 Esto autoriza a pensar en la teoría física como una ciencia jurídica sui generis, que constantemente establece nuevas normas para poder regular el dictamen de un caso no contemplado en el corpus. La cuántica no es una imagen de la Naturaleza sino una imagen de la imagen que nuestro saber produce acerca de la Naturaleza. En cierto modo, toda física teórica es metateoría: “[...] lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza presentada a nuestro método de investigación.”12 Es una observación sub specie: no quiere decir que el investigador “haya fabricado” su objeto para hacerlo compatible con su teoría, sino más bien que la investigación jamás sale del campo de la conjetura o la especulación. El truco consiste en que la regla de juego, se incorpora al cálculo como constante probabilística. Si la tentativa de describir los fenómenos subatómicos con los recursos de la física convencional fracasa, la cuántica propone invertir el esquema y hacer de lo excepcional y absurdo la norma, como en el reino de Alice del otro lado del espejo, en el célebre cuento de Lewis Carroll.
De nuevo: ¿hemos de dar por razonable y consistente semejante descripción de lo real? Sí, pero solo en la medida en que entendamos esa física como un conocimiento siempre incompleto y, por supuesto, como una metafísica renovada, pero metafísica al fin.
Barcelona, agosto de 2020
Notas
1 Lo cito en griego ποταμοιñς τοιñς αυτοιñς εμβαι'νομεν τε και` ουκ εμβαι'νομεν, ειòμεν τε και` ουκ
2 Moore, George E. 1983. Defensa del sentido común y otros ensayos. Traducción de Carlos Solís. Barcelona: Orbis.
3 Wittgenstein, Ludwig. 1988. Über Gewißheit/Sobre la Certeza. Traducción de Josep Lluis Prades y Vicente Raga, compilación de G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright. Barcelona: Gedisa.
4 Aristóteles la llamaba “causa final”.
5 Kant, Emmanuel. 1992. Crítica de la facultad de juzgar. Traducción de Pablo Oyarzún. Caracas: Monte Ávila Editores. Pág. 89, nota.
6 El propio Heisenberg así lo reconoce. Cfr. Werner Heisenberg, Física y filosofía (Buenos Aires: La Isla, 1959), 159– 60.
7 A continuación y, al solo efecto de dar un contexto a las observaciones de Werner Heisenberg con relación a la física teórica y la filosofía, me serviré de una interesante reseña de dos libros recientes en el Times Literary Suplement, firmada por Samuel Graydon, Gribbin, John.Six Impossible Things, Massachussetts: The MIT Press, 2019; y Smolin, Lee. Einstein Unifinished Revoluction. Londres: Penguin, 2020. Cfr. Samuel Graydon, “The world is not enough: Guessing at the game God is playing”, Londres, 20 de enero de 2020.
8 Al respecto, cfr. este comentario de Richard Feynman: https://www.youtube.com/watch?v=FjHJ7FmV0M4
9 Figura 7.8 en Rovelli, Carlo. 2015. La realidad no es lo que parece. Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona. Barcelona: Tusquets Editores.
10 Cfr. Fenom. Jacques D’Hondt.
11 Werner Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la física actual. Trad. Gabriel Ferraté (Barcelona: Orbis, DL, 1985), 2.
12 Werner Heisenberg, Física y filosofía (Buenos Aires: La Isla, 1959), 42.