I
En el tercer manifiesto surrealista, André Breton preguntaba: ¿Es posible una sociedad sin mito social? La preocupación por un mito colectivo que articule una comunidad apareció a finales de los años 30 en todos los círculos intelectuales cercanos al marxismo y a cualquier tipo de discusión relacionada con el binomio arte/sociedad. Breton no fue una excepción y abrazó el tema especialmente en sus discusiones con Trotsky en México.
La pregunta, a la que Breton respondió negativamente, es importante. Que haya sociedad sin mito social indica, entre otras muchas cosas, que una comunidad puede articularse sólo a partir de la intervención activa en el mundo. Sólo a partir del presente, sin ningún punto de apoyo. El mito, en cambio, deja paso a la irrupción de un tiempo supuestamente lejano que matiza la realidad presente y la endereza.
Hablamos de irrupción porque ese vínculo con lo remoto no se gestiona. Es decir, no lo obtenemos por una intervención en el mundo (investigar, descubrir, manipular). Muy al contrario, se transmite. La posibilidad de una sociedad sin mito social equivale a imaginar una comunidad sin mito fundacional, sin acontecimientos ilustres que hayan marcado un antes y un después, sin tradiciones que fundamenten hábitos concretos. Sólo acción transformadora.
Paterson, el gran poema épico de William Carlos Williams, es un buen ejemplo de mito social: fundar una ciudad es por ende la fundación no sólo de una comunidad sino de un lenguaje. Y viceversa. En función del tipo de lenguaje usado, tal grupo generará un tipo de ciudad u otra. Más aún: esa configuración física y simbólica a la vez introducirá unas costumbres, un carácter determinado entre sus habitantes. Hay ahí, sin duda, cierta reelaboración del genius loci.
II
En una línea similar, en el texto de Arthur C. Danto sobre Robert Rauschenberg (1925-2008) incluido en La Madonna del futuro (2000) encontramos el juicio según el cual los materiales utilizados por el autor de los Combines entran en el grupo de utensilios que el norteamericano medio guarda en su garaje. El relato es sugerente: lo describe como una especie de purgatorio de los instrumentos donde los que ya no se utilizan, en vez de ser eliminados definitivamente, permanecen guardados a la espera de un nuevo uso.
O a la espera de un nuevo contexto. El ready made radica en última instancia en modificar la condición general de un objeto (no necesariamente sus atributos) para convertirlo en otra cosa. Si les cambiamos el contexto en el que se inscriben los escombros vuelven a ser útiles, esta vez como objeto de contemplación. El objet trouvé funciona como recurso artístico precisamente porque mantiene su status de escombro, de objeto perdido, demodé, fantasmagórico, pese a haberle dado un nuevo papel.
Apunta Danto, en el mismo texto, acerca del método de producción que seguían algunas obras del artista fallecido en 2008:
Las imágenes se transfirieron a la superficie empapándolas en disolventes ligeros y frotándolas por detrás. Tienen algo de fantasmal que tiene sentido si pensamos en ellas como separadas, al igual que almas de sus cuerpos, del papel en el que se imprimieron originalmente (DANTO, 2003: 323).
Alguien pensará que esta observación sólo vale para la comprensión de una parte muy limitada de la producción de Rauschenberg, la que se ocupa de las producciones bidimensionales y los Combine-paintings. Pero creo sinceramente que también vale para el Rauschenberg performativo. El que entre 1963 y 1967 protagonizó e ideó la coreografía de distintas acciones. Obras como Pelican (63), Urban Round (67), Spring Training (65), o Linoleum (66), mezclan coreografías y acciones espontáneas que se complementan y confunden por igual.
III
Gran parte de las obras de Rauschenberg utilizan lenguajes como el collage y el ensamblaje. Gracias a ellos, múltiples elementos que previamente desempeñaban algún papel dispar se unen en una composición que los sitúa de un modo especial en el soporte escogido. Siguiendo la referencia fantasmática que nos brinda Danto, se re-contextualiza el objeto, que adquiere así otra dimensión. Pero tal método no es nuevo: Bizancio lo descubrió y lo explotó especialmente en el siglo VII. Es entonces cuando el estilo del icono fue más allá de la pintura sobre tabla e invadió los frescos y los mosaicos.
A partir de entonces desaparecieron tanto las grandes composiciones como los fondos. A un lado quedaron la tercera dimensión y los paisajes evocadores de lo lejano. Se afianzó la tendencia a crear una imagen cerrada, donde los fondos son sólo dorados. Un “vacío” de oro en el que la imagen figurativa restara desnuda de cualquier escenario donde ubicarla. Lo representado no era ya un retrato de personajes o hechos sagrados, sino una totalidad cerrada, pues ya no cabía buscar en el objeto de referencia aquello cuyo parecido buscaba el icono.
La superstición y el culto a los iconos creció entonces exponencialmente en una época de marcada crisis a causa de los distintos asedios que sufrió Bizancio por parte de eslavos y búlgaros en el Oeste, y de persas y árabes en el Este. En un ambiente de crisis, de fin epocal, las imágenes devinieron mito social. Se hacía la guerra con los iconos:
Durante el asedio al que se vio sometida [Tesalónica] en el 626, el patriarca Sergio, seguido del Senado y del pueblo, recorrió en procesión las murallas con las imágenes de Cristo y de la Virgen, mostrándoselas a los “poderes de las tinieblas”: los bárbaros, dice el poeta cronista Písides, volvían la cabeza para poder escapar a la visión del “Theotokós invencible”. (PAPAIOANNU, 1968: 47).
IV
Iconos que hablan, lloran y hacen milagros. En parte el llamado periodo iconoclasta lo que pretendió fue minimizar esa mezcla de superstición y espiritualidad estática tan en boga en aquella época. Como dice André Grabar sobre los iconos bizantinos de la época clásica: “Parece que se reproduzcan imágenes que, de estar ejecutadas en objetos portátiles, tales como brazaletes o sellos, habrían tenido el valor de un amuleto” (PAPAIOANNOU, 1968: 46).
Y quizás ese tratamiento fantasmagórico para con Rauschenberg del que hablaba Danto lo encontramos bien resumido en esa poética del amuleto (obsérvese el célebre Monogram). El icono, en todo ese proceder que hemos comentado, da al objeto representado cierto empaque, cierto carisma inmediato (propio de los amuletos). Atributos que el significado utilitario del objeto no tenía. Eso mismo encontramos en la obra de Rauschenberg pero también en el Bottle-rack de Duchamp o la Marylin y el Mao de Warhol. Amuletos al fin y al cabo.
Sucede lo mismo en la impresión del papel moneda que emite cada país. Retratos de personajes ilustres e imágenes de monumentos importantes en el imaginario colectivo del país que alberga esa moneda, son montados encima de las cifras y los símbolos institucionales que dan entidad a ese objeto. La importancia y celebridad de los referentes subraya el papel patrimonial que tienen tanto el dinero como las figuras inscritas en él, que reciben solemnidad y transcendencia como si fueran colocados en un fondo dorado. Los objetos son des-contextualizados para hiper-contextualizarse después.
Y es que el dinero, excelente amuleto y fantasma a partes iguales, encierra una teoría del icono nada despreciable.
Pero es que este es otro fenómeno que también observaron los astutos bizantinos. Fueron los emperadores y demás figuras políticas quienes optaron por equiparar su figura a la de la divinidad, representándose bajo los mismos códigos. Fijados en fondos dorados, abstractos y estáticos, atemporales, transcendentes. Desde Justiniano y Teodora en San Vitale de Ravenna, hasta los emperadores dispuestos al lado de Cristo y la Virgen en Santa Sofía o en la Iglesia de la Martorana en Palermo (como fue el caso Roger II), llevan al paroxismo esta otra “transfiguración de lo banal”.
V
“Cómo puede conseguirse la felicidad eterna? ¡Diciendo Dadá! ¿Cómo puede uno hacerse famoso? ¡Diciendo Dadá!” Clamaba Hugo Ball en 1916. Y es que la transfiguración de lo banal siempre fue la extensión a teoría del arte del famoso adagio de Warhol sobre los 15 minutos de fama que todo el mundo merece o que todo el mundo tendrá. Una mirada humorística e irónica a los gestos de los emperadores bizantinos en su equiparación con la esfera divina, debe ver en ellos esa misma aspiración.
Y precisamente toda la descripción de ese método de producción de imágenes, sea en Bizancio o en Rauschenberg, cabe tomarse bajo ese prisma irónico y humorístico. El icono no es sólo un objeto transcendente, sino también una arma propagandística. Ahí hay propaganda tanto en el sentido más político -perversión ideológica de la información sobre la realidad-, como en el más neutro que puede encontrarse en la publicidad: la difusión como simple y llana celebración de lo que hay, de lo que se muestra.
Esto es especialmente decisivo para Rauschenberg, quien aún en una entrevista realizada en 1998 con Charlie Rose confiesa que a diferencia de su colega y adorado Jasper Johns: “I would go to the streets and get everything and he would shut the windows right now. I spent my time trying to mimic what I saw outdoors and he tried to create what he felt in his head.”
Gracias a los múltiples comentaristas de la vida y obra de nuestro artista, hemos aprendido sobre las incontables particularidades (su dislexia, la afición al alcohol) que le impulsaban a acumular y producir frenéticamente en base a un sin fin de variaciones y series de un mismo tema o de derivados. La cantidad ingente de documentos y material gráfico que manejaba iba como anillo al dedo para experimentar y perfeccionar las técnicas serigráficas y fotomecánicas que utilizaba para componer imágenes transferibles.
A esta actividad febril hay que añadirle un complemento perfecto: su papel de coleccionista - casi de trapero- de todo tipo de objetos. Como, de nuevo, lo fueron Duchamp, Brothaers o Warhol. Algo del todo comprensible si tomamos otra de sus famosas declaraciones: “No quiero que una pintura parezca algo que no es. Quiero que parezca lo que es. Y creo que una pintura se asemeja más al mundo real cuando está hecha del mundo real” (HAPGOOD, 1994: 18).
VI
La aparición del icono es un momento clave en la historia del arte porque se sitúa a medio camino entre la producción de mito social por una parte y su total ausencia por otra. En su método de creación, la transcendencia está al alcance de todos y de todo. Se ha secularizado. Gracias a ello, la Brillo box, convertida en icono, podría sustituir a Justiniano, a Keneddy, y a cualquier monumento conmemorativo. Por ello, el Pop es esa acumulación y colapso de mitos sociales que desvela la ausencia total de mito alguno. Eso explica también que el Pop —afirmativo— y el dadá —supuestamente nihilista— tengan tantos puntos en común.
Esta misma manera de relacionarse con lo real encontramos en Rauschenberg, y fue recibida con la debida complejidad. En 1961, Pierre Restany le incluyó a ély a Jasper Johns en la muestraLe Nouveau Réalismeà Paris et à NewYork, en la Galerie Rive Droite de París.Los críticos pretendían distinguir un nuevo grupo de artistas europeos que debían seralgo así como un “neo-dadá”, y la pareja americana era vista como su complemento y al mismo tiempo su contrapunto. Un nuevo realismo que estaba a medio camino entre el ready made y el modelo de collage de Kurt Schwitters.
¿Y qué realismo es ese? El de la afirmación de lo que hay. Encontramos, pues, una apuesta por lo dado. Especialmente por el ahora. De nuevo, Rauschenberg y Charlie Rose —Now is my major influence. Y esto es decisivo: Desde las primeras vanguardias, la obra de arte tiene como uno de sus atributos la negación: cómo rechazamos el mundo tal y como éste se nos presenta. Un papel fortificado por la Escuela de Frankfurt y de gran inspiración hegeliana, que sin embargo tiene problemas obvios cuando se enfrenta a la cultura pop o de consumo, donde (casi) todo gira alrededor de la afirmación de lo que hay.
Pero es en ese punto, sin embargo, donde cabe reconocer que la obra de quien vivió gran parte del tiempo en su casa flotante de Captiva Island, se resiste a ser vehículo de una agenda común, remota o presente, que defina a un todo social. No hay nada parecido a un “espíritu de la época”. Más allá de sus iconos particulares, los carteles de Gas Station o Drive-inn y las chatarras; los objetos utilizados, aunque reales, ya no articulan en su obra ningún arte de la memoria, pues las cosas se han escindido de su referente -como las celebridades estampadas en los billetes-. La transmisión ha perdido su señal. Keneddy es un fantasma en los múltiples Combines en los que aparece, sea en los Retroactive o en Skyway. Un amuleto pasado por el filtro de la ironía y el humor. De la celebración.
En Rauschenberg lo transmitido está desconectado de su origen. Lo que, atención, siguiendo la lógica expuesta anteriormente, puede significar que esté hiper-conectado a él. En todo caso, esa ambivalencia permite dar un paso adelante hacia ese reclamo de Deleuze -y sí, también de Nietzsche- para reivindicar la superficie, y dejar un poco más de lado la profundidad, el referente. Una afirmación de aquél “gran reino de la apariencia”. El efecto sin causa, los hechos sin interpretaciones.
Sociedad sin mito social.
Barcelona, 4 de enero de 2017
Bibliografía
AGUIRRE, P., (2014) La línia de producción de la crítica, Bilbao, Consonni.
DANTO, A. C., (2003) La Madonna del futuro. Ensayos en un mundo del arte plural, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica.
HAPGOOD, S., (1994) Neo-Dada, Redefining Art 1958-1962, Nueva York, The American Federation of Arts/Universe Publishing.
HUNTER, S., (2006) Rauschenberg: Obras, escritos, entrevistas, Barcelona, Polígrafa.
PAPAIOANNOU, K., (1968) Pintura bizantina y rusa, Madrid, Aguilar.
ROBINSO, J., (2010) “Antes que las actitudes se hicieran forma” en Nuevos Realismos: 1957-1962, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.