En una de las salas del Museo Egipcio de Turín, segundo en importancia por sus colecciones de antigüedades después del museo de El Cairo, hay una vitrina larga con una versión del llamado Libro de los Muertos. El papiro ha sido prolijamente desenrollado y, pese al tiempo y los traslados y las presumibles manipulaciones, se conserva en muy buen estado. Dos cosas llaman poderosamente la atención. Como es habitual asombra la finura del trazo en los jeroglíficos y los pequeños detalles usados por los escribas para distinguir los estados del alma del muerto en las sucesivas estancias que marcan el tránsito hacia el encuentro con Anubis; y, por otro lado, el hecho de que el papiro esté incompleto y, no obstante, los arqueólogos y los paleografólogos se las hayan ingeniado para reconstruir las posiciones de las piezas conservadas de acuerdo con un diagrama que seguramente ha sido confeccionado por contraste con otros textos, del mismo modo como se reconstruye la forma y la figura de una vasija a la que faltan piezas, una escultura rota, un fresco dañado o un edificio en ruinas.
Y llama la atención además que –quizá no en este ejemplo pero sí en muchos otros– lo conservado en fragmentos es casi tanto como lo que falta.
Cada vez que el estudioso se enfrenta a vestigios de sociedades y culturas desaparecidas, sobre todo si lo hace a través de sus textos, casi siempre encuentra los mismos contenidos: ex votos, oraciones mágicas, relatos de epopeyas, crónicas de campañas militares o expediciones de conquista y pillaje, estelas funerarias, o largos oráculos y fórmulas mánticas o médicas o culinarias, etc. Algunas veces los textos contienen contratos o inventarios minuciosos de bienes, guardados celosamente en papiros y tablillas de todo tipo. Es asombrosa la envergadura de la empresa humana implicada en ellos y la inmensa carga de pulsiones y de creencias aplicada a producirlos, casi tan grande como el esfuerzo de los anónimos especialistas que dedican incontables horas a hurgar entre esos vestigios, para tenerlos datados, clasificados y poder después analizarlos y exponerlos de manera consistente al visitante del museo.
Ahora bien, cualquiera que sea la antigüedad de la que se trate, casi siempre está incompleta. Toda la tradición antigua está compuesta por fragmentos, es decir que está mutilada o en ruinas. Por lo tanto, el conocimiento que hayamos sacado de sus vestigios, fruto del esfuerzo de generaciones arqueólogos, filólogos, historiadores y archivistas, solo se alcanza tras un proceso muy laborioso y su resultado es conjetural. Y el hecho de que ese conocimiento sea en gran parte una sabia conjetura plantea por otro lado un inconveniente gnoseológico evidente puesto que todo lo que es mera conjetura es, por su propia naturaleza, perecedero y está sujeto a permanente revisión. Más aún, la naturaleza fragmentaria del material hace indeterminable la totalidad de referencia que daría sentido y razón a los fragmentos. No importa de qué se trate, lo viejo y desaparecido nos viene legado en fragmentos: lo mismo si se trata de una vasija, un túmulo funerario destrozado por las inclemencias o un montón de huesos. Lo natural o lo artificial, los fósiles animales o los restos humanos, todo está formado por disiecta membra, grandes pedazos o pequeñas astillas de lo que en algún momento configuró una totalidad discernible que se ha perdido.
A veces, cuando las piezas fragmentadas son expuestas de forma inteligente y pensando en algo más que un interés turístico, los curadores de los museos intentan mostrar cómo han sido realizada la composición, cuál ha sido la regla formal seguida, qué jerarquía se ha aplicado, que cronología se ha seguido, y a qué periodo o época corresponde cada pieza que la forma. No hay figura (fragmento) que no se coloque respecto de un fondo (totalidad) y, a la inversa, cada fragmento diseña su contexto de relación o significado. De modo pues que una sección de antigüedades de un museo arqueológico como el de Turín enseña sin demasiadas derivaciones inútiles algunas cuestiones relevantes que plantean en general los fragmentos.
Voy a intentar enumerarlas.
a) ¿Qué es un fragmento? Cualquiera que sea el contexto, el fragmento carece de identidad esencial, no es nada por sí mismo sino que “su ser”, por así decirlo, es siempre devenido y su cualidad definitoria es derivada.
b) La mera postulación del carácter fragmentario de una pieza cualquiera implica admitir que la totalidad a la que quizás pertenece ha existido alguna vez; pero esa totalidad –un todo tenido como de origen o de referencia– es solamente probable pero no necesariamente realizable.
c) Esta circunstancia autoriza a atribuir al fragmento una doble naturaleza, por decirlo así. De una parte es componente de un cuerpo que lo sobrepasa y comprende y, de otra parte, según el caso, puede ser pensado como una totalidad discreta. Consideremos por ejemplo el trabajo de un pintor de ejercicios cromáticos, como Paul Klee, o el de un compositor de divertimentos como Etik Satie; o incluso el J. S. Bach del Canon. ¿Pertenecen sus piezas a un todo reconocible? No. Y, sin embargo, ese todo indefinible es necesario para identificarlas como obra de un mismo autor o asociarlas a cierto estilo. De hecho, cualquiera de ellas es inmediatamente atribuible a su autor porque algo en ellas las pone en relación recíproca. Sin embargo, estos fragmentos no son iguales a los de una vasija hallada en un yacimiento arqueológico o al esqueleto incompleto de un homínido de tiempos paleolíticos.
(¿O no será que son lo mismo?)
d) Que asignemos la condición de “fragmentos” a piezas han sido creadas deliberadamente sin acabar, es decir, que no han devenido fragmentarias, puede que sea venia poética o quizá una deriva de la interpretación, pero solo eso. Agrupar como fragmentarias obras heterogéneas y más o menos desordenadas o incompletas es válido siempre y cuando distingamos con relativa precisión que no es lo mismo un papiro destrozado que un volumen de epigramas y aforismos o un epistolario. (Por cierto, las cartas también pueden ser tenidas por fragmentos.)
e) Se requiere diferenciar, pues, algunos fragmentos que son “parte de” y otros que existen porque han sido previamente discriminados; y otros, al fin, que son una y otra cosa al mismo tiempo, como la llamada sentencia de Anaximandro o los bocetos preliminares que realizó Pablo Picasso para componer su célebre representación del bombardeo de Guernica durante la guerra civil española. Más aún, la categoría es aún más problemática en casos tales como la última obra de Miguel Ángel, la llamada Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco de Milán
cuya condición es indeterminable y casi aporética puesto que unos aseguran que es una obra inacabada, otros que es un estudio desechado por el artista y otros que es un ejercicio realizado por asistentes y abandonado por el maestro al observar que la composición está notoriamente fuera de proporciones. La escultura enseña además por su lado derecho un brazo perfectamente realizado en medio de una talla sin definir, lo que supone tener que admitir que, en un presumible alarde de modernismo (!), Miguel Ángel quizá haya tallado a propósito un fragmento dentro de otro.
Desde luego, lo que sea –fragmentaria o no– la Piedad Rondanini, no podemos saberlo; y esto es algo que sucede muy a menudo con las obras fragmentarias que, por su propia naturaleza, desafían la interpretación. Conclusión harto diferente de la que suscita un texto incompleto o incluso garabateado en el marco de un papiro dañado por el paso del tiempo.
Sin embargo, en la medida en que los fragmentos remiten a su totalidad de referencia, sea ésta conjeturada o comprobable, para establecer su propia condición es preciso tratarlos como si fueran indicios de la totalidad original; y está claro que cuando hablamos de fragmentos que son “parte de” necesariamente los tenemos por signos. ¿Puede haber un fragmento que no sea parte de un todo? Esta fue la pretensión de los primeros románticos alemanes; y no solo como rasgo de identidad de cierto estilo. Su relevancia o el hecho de que discriminemos la fragmentación –sobre todo si se trata de la prosa– como un estilo puede parecer una de las muchas ocurrencias de los jóvenes románticos de Jena reunidos en torno a los hermanos Augustus y Friedrich Schlegel y Novalis, todos ellos conspicuos autores de piezas breves y fragmentarias, pero lo más correcto sería advertir que la práctica de interpretar o reconstruir totalidades significativas a partir de desperdicios, pequeños indicios, detritus, vestigios, huellas, o cualquier clase de elementos menores, constituye una pauta que se consolida a finales del siglo XIX y que el historiador Carlo Ginzburg llama paradigma indiciario. Según éste lo importante de los fragmentos no es tanto que existan como tales sino que se los considera como necesariamente significativos para la interpretación de lo que sea. Ginzburg remonta los orígenes más remotos del paradigma indiciario a la técnica cinegética, o sea, a las artes de rastreo del cazador, y apunta1 que coincide con la decadencia del pensamiento sistemático y la consagración de la literatura aforística que, según Ginzburg, es el síntoma de una sociedad en crisis y una tentativa de formular juicios sobre el hombre y la sociedad sobre la base de síntomas.2
Yo mismo me he ocupado de la fragmentación y del estilo fragmentario en otras ocasiones3
y he discriminado en general cuatro tipos de indicios (fragmentos) de una totalidad real o imaginada y no necesariamente efectiva.
a) Los fragmentos que excluyen a los demás y que figuran por haber sido incluidos en una serie o una compilación o, en general, en un conjunto.
b) Los restos o proyectos inacabados, como las anotaciones que Rafael Sánchez Ferlosio llama “pecios” en alusión a naufragios del sentido; o las esquelas que guardaba Ludwig Wittgenstein en una caja de zapatos y que sus albaceas denominaron Zettel.
c) Las partes desmembradas que el romanticismo alemán prefería como ejemplo del “estilo” más moderno y que Nietzsche produjo sobre todo al final de su vida intelectual.
d) Y, por último los ensayos y la prosa o la poesía episódicas y/o epigramáticas.
Desde la perspectiva de los modernos, el uso de la fragmentación, contra la pretensión de los románticos alemanes, presupone una negativa del autor a ser leído desde un estilo. Puesto que el recurso predilecto es el corte, la elisión, la parábasis, no hay manera de establecer la pauta del estilo en una prosa o en cualquier otra producción artística. Asimismo, desde la perspectiva de la recepción, el lector moderno de fragmentos –por llamarlo así– no llega al sentido desde una totalidad sino que lo concibe como la puesta en relación de piezas que, ya de antemano, considera inarticuladas o dispersas, meros indicios que lo conducirán a una meta siempre inacabada o desconocida. Al lector de fragmentos lo satisface la incompletitud.
En cualquier caso, todo esto –y bastantes cuestiones más– son minucias, puesto que el auténtico desafío que plantea la fragmentación –cosa que saben muy bien quienes se dedican a recomponer textos antiguos– es cómo se llega a una verdad a partir de piezas sueltas que (solamente) se presume que apuntan hacia ella. Cabe recordar que si bien “Lo verdadero es el todo”, como sancionó Hegel bien al comienzo del Prefacio de su Fenomenología del Espíritu4, Hegel además entendió ese todo como resultado, es decir, como el final de un proceso que se trata desentrañar. Por lo tanto, no es lo fragmentario lo que debe importarnos sino cómo las piezas que lo forman llegan a constituir una totalidad (verdad).
Una lección más que, sin querer, nos enseña el Libro de los Muertos del museo egipcio de Turín.
Madrid-Barcelona, abril de 2016
NOTAS
1. Ginzburg, Carlo. Mitos, emblemas, indicios: morfología e historia. Traducción de Carlos Catroppi. Barcelona: Gedisa, 1989, p. 163.
2. Significativo es que “crisis” sea un término hipocrático y la obra de Hipócrates, los Aforismos, recuperados en el siglo XVI en la obra política de Guicciardini y Campanella, sea “fragmentaria” en el sentido moderno.
3. Con relación a Nietzsche, véase “Estilo, género, aforismo, fragmento” en Lynch, Enrique. Dioniso dormido sobre un tigre: A través de Nietzsche y su teoría del lenguaje. Barcelona: Destino, 1993; y con relación a Walter Benjamin "L'escriptura en constelació" en Llovet, Jordi, ed. Walter Benjamin i l’esperit de la modernitat. Barcelona: Barcanova, 1993.
4. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Fenomenología del espíritu. Edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo. Valencia: Pre-Textos, 2007, p. 125.