Pensar el lenguaje ha sido desde Platón a nuestros días uno de los temas fundamentales de la filosofía (Cfr. MOUNIN, 1968: 7). Por ello, la trascendencia de Saussure en nuestro campo va más allá de la atracción por la nueva ciencia fundada a inicios del siglo pasado. La lingüística general vino a conferir un poder estructural al lenguaje. En ese sentido, la ciencia nueva revoluciona el panorama del pensamiento de su época poniendo el signo lingüístico en la base de la Historia con mayúsculas, la del animal cultural. Si lo decimos con Manfred Frank, “el hallazgo fundamental de Saussure [es] la tesis de la estructuración sistemática del lenguaje” (FRANK, 2011: 42).
A partir de esa concepción elemental, el lenguaje se apodera de una preciada posición por toda entidad abstracta: la trascendentalidad (Cfr. LLANO, 1984: 109). Poco faltaría en la inercia filosófica, para que los adoradores de lo inexplicable encontraran en el lenguaje y, aun más, en el misterioso artefacto engendrado como signo lingüístico (ya no hablemos de la inasible imagen acústica) el último eslabón al que amarrar la metafísica. A partir de la aparición de la escuela saussureana, el lenguaje se convertirá en la frontera final, la evidencia empírica del pensamiento metafísico. Todo ello, sostenido por un argumento tantas veces repetido y utilizado en un sinfín de colocaciones, como absurdo puede llegar a resultar en su extremo: “no se puede pensar sin lenguaje”. Acaso, no se nos ocurre mayor obviedad y aseveración más huera. Nuestro pensamiento está mediado por el lenguaje, eso es irreprochable. Pero no implica que éste provoque el pensamiento o que sea la muestra inequívoca de que algo llamado lenguaje rige la humanidad tal y como la conocemos. Porque substancias abstractas que habilitan o median el pensamiento pueblan nuestro campo cognoscitivo. A fin de cuentas, las propiedades que conforman el lenguaje tienen un papel tanto o más decisivo en nuestra constitución como seres humanos. Nadie puede pensar sin abstracciones, y la convención demuestra que nadie puede pensar sin el sistema binario. Más todavía si nos vestimos de conductivistas: nadie puede pensar sin oxígeno, sin luz, sin espacio… El mismo Frank huye de las posturas metafísicas para salvar al neoestructuralismo (Cfr., 39 y ss), pero vuelve a caer en esa visión pocas páginas después al argumentar que “el hecho del dominio del lenguaje exige una teoría que distinga estructuralmente el acontecimiento concreto vocal-gráfico (événément) de su naturaleza de signo, nunca materializable, y por tanto ideal en cuanto a su esencia” (FRANK, 2011: 43).
Que el lenguaje es un sistema de signos, ha sido una gran aportación saussureana que aún digerimos (Cfr. SAUSSURE, 1911: 42). El sueño trasnochado de los metafísicos frustrados no es el lenguaje. No lo es más allá de la esperanza onírica de esos pensadores desesperados por encontrar la pieza final de este puzle infinito. Pero no podemos dejar de olvidar que la principal aportación de Saussure a la filosofía del lenguaje desde Sentido y Referencia de Frege está justamente en la línea de flotación de esta visión directa entre lo mentado y sus palabras. La doble línea que nos presenta Saussure entre la lengua y las cosas separa aun más el mundo de las palabras.
La unidad lingüística es una cosa doble, hecha del acercamiento de dos términos. [...] El signo lingüístico une no una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. (SAUSSURE, 1991: 101 y 102).
Sin embargo, el argumento solo rebana una capa más de algo que por muy evidente que sea, siempre se nos olvida: ninguna relación icónica (mucho menos causal) hay entre un árbol y ’árbol‘, por eso podemos referir al mismo objeto por ‘tree’, ‘arbre’ o ‘Baum’; y en sentido contrario, podemos decir con ‘árbol’: “planta perenne, de tronco leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo” , “pieza de hierro en la parte superior del husillo de la prensa de imprimir”, “punzón con cabo de madera y punta de acero, que usan los relojeros para horadar el metal” o “pie derecho alrededor del cual se ponen las gradas de una escalera de caracol”, todo ello sin contar lo que hemospodido decir con este significante y ya no decimos o sin contar qué evolución de pérdida o modificación han sufrido diacrónicamente los significantes anteriormente relacionados con estos significados, para quedarse con ‘árbol’. Esto es lo que Saussure conviene en denominar arbitrariedad del signo lingüístico (Cfr. SAUSSURE, 1991: 104), es decir, que “una palabra [no] tiene una significación positiva” (SAUSSURE, 2004: 83).
Sin llegar a entrar en la cesura de la imagen acústica, que podemos resolver como la forma que tenemos los hablantes para transmitirnos, enseñarnos y acostumbrarnos a lo que luego será nuestro habla, las variaciones diacrónicas y sincrónicas que evidencian la distancia infinita entre lo mentado y su palabra son pruebas que de forma cíclica en la historia perdemos como nociones claras. Como si del niño protagonista de Willy Wonka se tratase (en ese homenaje de Tim Burton a Stanley Kubrick), la humanidad siempre se ha sentido tentada a confundir la chocolatina del televisor (el lenguaje) con la verdadera chocolatina (las cosas).
El porqué del empeño del ser humano a borronear esa inconmensurabilidad, quizás se explique por la misma complicación que se encuentra el lingüista con su objeto de estudio. El lenguaje es juez y parte de toda aproximación científica, de todo predicado de sí mismo. Si al principio admitíamos pasmosamente que sin lenguaje no podemos pensar, más aun hemos de admitir que sin él no podemos predicar de cualquier cosa, incluido el propio lenguaje. Pero lo cierto es que, en palabras de Saussure, “sólo se puede constatar el kenoma y el sistema asociativo” (SAUSSURE, 2004: 93).
La distancia que Saussure establece entre el mundo y las palabras (pero sobre todo, entre el mundo y el lenguaje) lo resume la idea poco enfatizada de concebir el lenguaje y toda su construcción descendente como sistema de signos arbitrarios. El fin de la visión icónica de las lenguas, erradicado incluso de las onomatopeyas, nos ha permitido descubrir una visión semiológica del lenguaje o como mínimo de sus componentes. Aquí hay un campo menos explorado y por tanto más fecundo. ¿Qué implica que los componentes del lenguaje sean signos? En primer lugar, y como ya hemos dicho, es la separación definitiva de la cosa con los términos, ya que un signo está en lugar de la cosa representada, pero nunca es la cosa. En un paradigmático ejemplo de Goodman, nadie confundiría un retrato del duque de Wellington con el mismísimo duque (Cfr. GOODMAN, 2010: 20). En segundo lugar, está la huida a la metafísica que rápidamente hacemos: el signo lingüístico es símbolo de la estructura, del lenguaje y sus reglas trascendentales que nos determinan, dirían éstos. Hasta aquí, todo dicho, o no, pero jamás saldremos del atolladero que desde Husserl la filosofía ha convertido en su metafísica final. En tercer lugar, se abre una puerta más sutil, pero menos cuidada. Si el lenguaje es un sistema de signos, y por tanto representa, entonces al menos sus elementos (sus componentes) podrán ser valorados desde la estética. Con esto, no quiero decir que el lenguaje tenga una función estética, eso funciona desde que la musa existe. El valor semiológico del lenguaje es ahora tomado como materia de estudio para la estética. La concepción de cómo la forma del lenguaje (que es pura forma, como insiste Frank) interviene en la combinación infinita de signos lingüísticos es una perspectiva poco comentada de la obra de Saussure. En el Curso la problemática de la escritura se esboza constantemente, pero sin llegar a la centralidad.
Aunque la escritura sea por sí misma extra al sistema interno [del lenguaje], es imposible hacer abstracción de un procedimiento utilizado sin cesar para representar la lengua; es necesario conocer su utilidad, sus defectos y sus peligros (SAUSSURE, 1991: 51)
La problematización de la escritura es recogida por Starobinsky a través de los estudios que el propio Saussure comienza a principios del siglo XX con anterioridad al Curso. En la famosa carta fechada el 14 de julio de 1906 advierte de los posibles hallazgos que le permite esta combinatoria infinita:
He pasado dos meses interrogando al monstruo, y operando sólo a tientas contra él, pero desde hace tres días, no avanzo sino a golpes de artillería pesada. Todo lo que escribía sobre el metro dactílico (o más bien espondaico) subsiste, pero ahora, gracias a la Aliteración, he llegado a la clave de Saturnino, cuya complicación es distinta de lo que uno se figuraba. Todo el fenómeno de la aliteración (y también el de las rimas) que observaba en el Saturnino, no es sino una parte insignificante de un fenómeno más general, o mas bien absolutamente total. La totalidad de las sílabas de cada verso saturnino obedece a una ley de aliteración, de la primera sílaba a la última; y sin que una sola consonante –ni tampoco una sola vocal ni tampoco una sola cantidad de vocal, no sea escrupulosamente tomada en cuenta. (STAROBISNKI, 1996: 20-21).
¿Pero, a qué nos enfrentamos con este ejercicio? La primera idea sobre la que debemos reparar es la concepción del concepto discurso en Saussure. En Escritos sobre lingüística general, una suerte de recopilación de todos sus fragmentos, nos dice que lo fundamental para entender un discurso comienza con una suposición: la pretensión del emisor de explicar algo, pero más aun, la voluntad de relacionar dos o más signos lingüísticos con una intención.
La lengua sólo se ha creado para el discurso, pero ¿qué separa el discurso de la lengua […]? […]La serie de palabras, por rica que sea, por más ideas que evoque, jamás indicará a un individuo humano que otro individuo al pronunciarlas quiere significarle algo. […] El discurso consiste, aunque sea rudimentariamente y por vías que ignoramos, en afirmar un lazo. (SAUSSURE, 2004: 245)
Esta intención (descubre Saussure) dista mucho de ser unívoca, sino que se dispersa y multiplica por las combinatorias infinitas de los signos lingüísticos. En el habla literaria el poeta (el autor) compone un texto que tiene atravesadas de forma repetida y constante otras referencias. Él reconoce en la poesía latina y griega algunos nombres propios míticos o tradicionales. A través de los anagramas y los hipogramas, Saussure descubre las palabras-tema que responderían a una gramática subyacente a toda obra literaria. Esto no es una demostración del inconsciente, todo lo contrario. La hipótesis de Saussure es la de encontrar una fórmula que explique cómo los fonemas reproducen reglas nemotécnicas en la construcción del discurso. En otras palabras, se establece un criterio por el cual el contenido debe quedar distribuido de determinada manera por la forma (el lenguaje, sobre todo, en su vertiente fónica).
Más allá de las elucubraciones del inconsciente, lo que se trata aquí es un estudio del discurso y de los géneros literarios desde una perspectiva gramatical de la lingüística. Hoy afirmamos con sencillez que a cada género o a cada tema le corresponden un modo de decir y de expresarse. Esto aplicado al lenguaje sería la suerte del viajero en La Biblioteca de Babel de Borges que atravesándola “comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)” (BORGES, 201:42).
Los tintes delirantes con los que Saussure se vio a sí mismo hallando nombres en los nombres, anagramas, paragramas, hipogramas, anafonías, paramorfos, locus princeps, maniquíes, logogramas, silabogramas… responden a la extralimitación de la hipótesis, al querer descubrir cada palabra-tema de cada autor de la literatura indoeuropea. Quizá, la concepción de unos ejemplos concretos por cada poeta o dramaturgo clásico sea exagerada. Lo cierto es que desde Poe a Proust, pasando por Mallarmé o Tzara las figuras retóricas de la repetición y el baile de los signos lingüísticos han calado hondo en las diferentes confecciones de sus discursos.
Evidentemente, dentro del lenguaje no nos escaparemos nunca de él y su sinfín de reglas aún está por resolverse en la semiótica general. Ahí está el reto que se planteó Saussure: trabajar con una ausencia, encontrar el fantasma que habilita la vivencia infinita del discurso a través de las hablas finitas que lo construyen.
Carlos Yannuzzi
Toccoa (GA, EEUU), junio de 2015
BIBLIOGRAFÍA
BORGES, J.L.; Ficciones. Madrid. El Mundo. 2001.
GOODMAN, N.; Los lenguajes del arte. Una aproximación a la teoría de los símbolos. Barcelona, Paidós. 2010.
LLANO, A.; Lenguaje y metafísica. Pamplona, Enusa, 1984.
FRANK, M.; ¿Qué es el neoestructuralismo? México, Fondo de Cultura Económica, 2011.
MOUNIN, G.A.; Sassure. Presentación y textos. Madrid, Anagrama, 1971.
SAUSSURE, F.; Curso de lingüística general. Madrid, Ediciones Akal, 1991.
SAUSSURE, F.; Escritos sobre lingüística general. Barcelona, Gedisa, 2004.
STAROBINSKI, J.; Las palabras bajo las palabras. Barcelona, Gedisa, 1996.