Artikulation (1958) de György Ligeti

Solo lo que importa

Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.

Lewis Carroll,  A través del espejo.

Un día habrá un libro especial que será interesante escribir acerca del papel de la palabra como principal perturbadora de la ciencia de las palabras.

Ferdinand de Saussure, Escritos.

 

Al comienzo de un reciente libro de poemas de mi buen amigo Javier Rodríguez-Marcos (Vida secreta, Barcelona, 2015) se cita a modo de epígrafe el fragmento de un poema de Robert Browning:

Nos interesa el límite peligroso de las cosas,
El ladrón honrado, el asesino sensible, el ateo supersticioso.

La versión original de estos versos:

Our interest's on the dangerous edge of things.
The honest thief, the tender murderer, the superstitious atheist.


ha sido incluida en la edición del libro de Rodríguez Marcos pero se podría pasar por alto pues en este caso la traducción española puede ser literal sin pérdida de sentido; lo que es curioso, puesto que en cada registro las palabras son distintas y el poema, en conjunto, suena de forma diferente en cada lengua. Una alternativa sería traducir edge por “borde”, en vez de “límite”, que es un término que en este contexto resulta un tanto ramplón dadas las consabidas connotaciones técnicas que tiene. Pero daría lo mismo pues es evidente que Rodríguez Marcos ha escogido la cita por lo que quiere decir y no por cómo resuena.

Sin embargo, el texto de Browning difiere notablemente de la traducción española al ser leído en el original inglés porque no suena de la misma manera y, si suena de manera diferente en inglés y en español, está claro que no significa lo mismo en cada lengua. Por ejemplo, the superstitious atheist quiere decir “el ateo supersticioso”; pero una cosa es lo que quiere decir y otra distinta lo que comunica o, mejor dicho, lo que significa. En la traducción española desaparece el heptámetro perfecto y, por otra parte, ya no escuchamos el ritmo sincopado de superstitious en el verso. “Superticioso” es un polisílabo en español tanto como en inglés, pero para nosotros esa cualidad no tiene el mismo efecto que para los anglosajones. En inglés las palabras largas y latinas hacen más culta y civilizada una expresión, debido a que en las hablas anglosajonas lo habitual es hallar onomatopeyas y monosílabos que están más próximos a los sonidos naturales. Por esta razón los anglosajones suelen usar el latín para dar pompa y musicalidad a sus versos. En suma, aunque la referencia sea la misma en las dos versiones, el hablante inglés habrá de captar un significado más amplio, o más rico o más variado, que el hablante español, que no tiene más remedio que ajustarse a una adequatio llana: “el ateo supersticioso”.

Naturalmente, este es no es un inconveniente circunstancial sino un problema muy conocido que afecta a la traducción de los textos poéticos en general, pero la misma situación se plantearía en el marco de una única lengua y en una comunicación cualquiera. En este caso Browning ha traspuesto la expresión ordinaria para hacer resonar el inglés de una manera distinta una manera bizarre, la llamaría Charles Baudelaire, pero un hablante ordinario, cualquiera que sea la lengua en que hable, usará el mismo procedimiento o algún otro similar para moldear su expresión y descubrir o sugerir un sentido nuevo. Para eso cuenta con muchos recursos: puede decidir que una palabra no signifique lo mismo por el simple procedimiento de cambiar su sonido circunstancial, o puede manipular su acento o su timbre y pronunciación, o bien puede cambiar el lugar que ocupa cierta palabra en una frase. Puede alargar una sílaba o suprimirla, puede condensar las vocales para formar diptongos, arrastrar las consonantes, cortar el sonido y valerse de una elisión para abrir el juego de las connotaciones o multiplicar las asociaciones con otros signos, etc. El repertorio de recursos de que disponen los hablantes es casi infinito y justifica que la variedad posible de las expresiones y las lenguas sea casi inagotable. Así es como infinidad de sentidos son generados y regenerados y, no obstante, la idea que nos hacemos de la lengua presupone que todos estos nuevos sentidos están ya preconcebidos y potencialmente implicados en ella, como si fuese un thesaurus que compendia todo lo que puede ser dicho. Desde este punto de vista puede decirse que la lengua es inagotable e infinita, si bien forma un conjunto finito donde está todo lo que hay y lo que puede haber. Asimismo, la lengua lo permite todo y, no obstante, todo en ella está bajo control puesto que es un código consistente que reúne un conjunto de posibles al tiempo que funciona como un sistema de reglas marcado por cierto estado de ella misma. El lenguaje –para decirlo con la conocida metáfora de Martin Heidegger– es nuestra morada,  la casa que habitamos con solo usar las palabras, pero es un anfitrión que nos da libertad bajo ciertas condiciones.

En efecto, en el uso de la lengua –como casi en todo– somos libres y, no obstante, nos reconocemos determinados. En tanto que hablantes, los humanos somos desdichados habitantes de dos mundos: en uno imperan el azar y nuestros caprichos, y en el otro, una especie de necesidad como la natural. Ciudadanos de dos mundos incompatibles: el de la realidad-real y el de la fantasía y los sueños; y, con relación a la lengua, usuarios de una red en la que –además– estamos prisioneros. 

Podría parecer entonces que la cuestión decisiva con relación al lenguaje, al menos desde un punto de vista filosófico, es desentrañar el código o la cifra o la gramática de las correspondencias posibles entre las palabras y las cosas, o las insoslayables estructuras que se forman con esas correspondencias. Sin embargo, lo verdaderamente interesante no está allí sino en la facultad –dicho esto en un sentido trascendental– que hace posible la producción de significados por medio de las palabras. Por eso, puede decirse que la mayor contribución de Ferdinand de Saussure fue llevar el concepto de la lingüística científica más allá de los límites de la gramática y la filología, en busca de una semiología general que fundase y orientase la investigación en fonología.

¿En qué consiste esa elección que es tan decisiva para el sentido y que resume toda la magia del hablar, de la lengua y la comunicación y del modo como nos referimos a las cosas del mundo y a los hechos que nos suceden o a la manera como nos sentimos? Aunque los editores del célebre Cours de Linguistique Générale pusieron el acento en el papel que cumplen las estructuras de la significación dentro de un programa de lingüística científica, una lectura reflexiva de la versión del Curso compilada por Charles Baily, Albert Sechehaye y Albert Riedlinger, muestra que Saussure sentó las bases del concepto de estructura aplicable a las ciencias del lenguaje y la literatura pero no dio a esta esa función decisiva en la significación que más tarde sí le asignó la tradición del estructuralismo en lingüística. En cambio, puso especial cuidado en señalar que tanto la articulación de la materia fónica con la idea como el empleo del signo resultante es el resultado de una mise en valeur, una valoración o imposición de valor; y dejó claro que esta imposición es en toda circunstancia una acción arbitraria y sin pautas preestablecidas, un acto de la voluntad de saber o de sentido, sin que ello implique que la lengua como sistema no la presuponga para significar. En virtud de esa acción significante los sonidos se convierten en lingüísticos cuando quedan asociados a una idea, pero el elemento determinante para el sentido no es la asociación en sí sino el asociar, como parte de un proceso inteligente de enormes implicaciones. Como resultado de ese proceso algo (signo = sonido+idea) adquiere un valor que antes no tenía en virtud de lo que, en algunos pasajes de su obra póstuma, Saussure llama punto de vista. El hecho mismo de que el hablante establece una “serie de sonidos” muestra que ya posee una idea acerca de lo que la serie significa. De ahí que el valor, que viene dado en la lengua y al mismo tiempo es puesto por el individuo que habla, tenga una importancia crucial en el modelo de Saussure (Curso, 148).

Dar valor lingüístico es lo mismo que producir el sentido por medio de un articulus:[...] en el que una idea se fija en un sonido y en el que un sonido se vuelve el signo de una idea. (Saussure, Curso, 160)

Aunque la articulación nos coloca de nuevo en el punto de partida de cualquier investigación lingüística, con o sin base e implicaciones filosóficas puesto que el punto de vista –piensa Saussure– crea el objeto (Saussure, Curso, 33; Escritos, 140); es decir que el lenguaje no consiste en un repertorio discreto de nombres y el mundo solo es en la medida en que es valorizado por medio de signos.

La tesis de Saussure es nueva pero solo porque se enuncia desde la lingüística (o con vistas a sentar el fundamento de una ciencia del lenguaje). El mundo y sus objetos surgen de una determinación (valor) y esta solo puede realizarse por acción de la lengua como forma (Saussure, Escritos, 40). La lengua no es sustancia sino forma y por lo tanto halla su razón y motivos no en la comunicación sino en la proposición del mundo, del que solo sabe aquello que puede articular en palabras. Así pues, la lengua nace de la voluntad de saber y no al revés. Se constituye y se refunda y se reordena permanentemente en virtud de las necesarias diferencias internas que separan a sus elementos y que se plantean y se resuelven cada vez que un individuo habla.

Esta extraña naturaleza explica que la lengua sea siempre distinta y no obstante sea una misma cosa que no se interrumpe por efecto de los cortes que marcan las diferencias idiomáticas, herencia del paso del tiempo y de las prácticas de los humanos; y tampoco tiene un origen o un final, lo que quiere decir que siempre ha estado y siempre estará allí. Por lo tanto, si la consideramos como entidad autónoma, la lengua sobrepasa la dimensión lingüística y se convierte en un objeto casi metafísico. Una Gran Madre, una fuente inexcusable de todo lo que hay, que no existía en el Paraíso:

De ahí pues que, en tanto que objeto absoluto, la lengua solo cambia en su esencia con el advenimiento de la escritura, que como sabemos, permite la fijación de sus artículos, que no es mera notación, a diferencia de lo que sucede con la notación musical, que no es escritura. La escritura es el doble siniestro de la lengua, tanto como sistema ideográfico como si se trata del sistema fonético (Saussure, Curso, 55). En cualquier caso resulta significativo que en música tengamos notación mientras que en el lenguaje tengamos escritura puesto que ambas, notación y escritura, se fundan en actos de valor. Es probable que la distinción entre ambas se plantee por una diferencia de función y además porque en la escritura la asignación o imposición de valor tiene lugar dos veces. En efecto, en la escritura el signo nacido del valor vuelve a ser valorizado (Saussure, Escritos, 53). Recordemos que la asignación de valor, que es equivalente a la acción de dar sentido, se realiza por contraste de un signo por su diferencia con los demás signos, pero no en el mismo plano: en el habla, la diferencia que establece el significado se formula en el plano del paradigma mientras que en la escritura se lleva a cabo en el plano del sintagma de la frase; y aunque muchas veces las correspondencias entre una y otra dimensiones del valor se fijan sin conflicto, otras veces –¡por suerte!– no. ¿Cuándo? Cuando tiene lugar ese fenómeno inexplicable que llamamos poesía (o literatura).

Saussure es consciente de que muchos otros factores intervienen y condicionan la relación entre escritura y habla. Por ejemplo, observa que los significantes acústicos no disponen más que de la línea del tiempo mientras que los significantes visuales pueden diseminar su mensaje en varias combinaciones simultáneas. En cualquier caso, quien dispone es el dispositivo que forman el hablante y la lengua, que escoge ese signo y no otro (Saussure, Curso, 109), a piaccere, aunque necesariamente por inscripción del discurso en una tradición, es decir, en un idioma que, por otra parte, tiene una historia.

Pensado de esta manera, el objeto lingüístico solo puede ser por su propia naturaleza inestable, nunca es el mismo objeto. La lengua es como el río de Heráclito. ¿Cómo serán entonces los objetos secundarios que los hablantes generan con el uso de la lengua? Parece obvio que tanto o más inestables que la propia lengua aunque compartirán un fondo conceptual y no exclusivamente referencial, tal como se observa en el caso de  los significantes superstitious y “supersticioso” mencionados al comienzo. ¿Cómo hará entonces la filosofía para trasegar con palabras que son siempre –y no son jamás– las mismas palabras (valores)?  No lo sabemos, pero sí sabemos que esta paradoja irresoluble explica que la filosofía haya sobrevivido y no haya desaparecido hace mucho tiempo. 

El significado, pues, (aunque soy consciente de que mi argumentación es quizá demasiado concisa) no se resuelve en el plano constatativo de la comunicación sino en el marco, más pragmático, de lo que pueda realizarse con las palabras, lo cual nos lleva a formular una cuestión aún más radical: si el secreto del significado de una palabra (para Ludwig Wittgenstein tanto como para Humpty-Dumpty) está en el uso, al tratar de resolverlo inevitablemente nos desplazamos hacia otra pregunta exasperante: ¿qué será que se quiere decir con “uso”?


Enrique Lynch
Madrid-Barcelona, junio de 2015

 

 


Referencias bibliográficas

Carroll, Lewis. Alicia a través del espejo. Traducción de Jaime Ojeda. Madrid: Alianza, 1978.
Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüística general. Edición de Albert Sechehaye, Charles Bally, y Albert Riedlinger. Traducción de Mauro Armiño. Madrid: Akal, 2002.
———. Escritos sobre lingüística general. Edición de Simon Bouquet y Rudolf Engler. En colaboración con Antoinette Weil, traducción de Clara Ubaldina Lorda Mur. Barcelona: Gedisa, 2004.