16

El cambio radical

Ernest Hemingway

–Muy bien, –dijo el hombre. –¿Y ahora qué?
–No. –dijo la chica. –No puedo.
–Quieres decir que no lo harás.
–No puedo. –dijo la chica –Ya puedes entender lo que te dé la gana.
–No entiendo lo que me dé la gana. Dios quiera que pudiera hacerlo.
–Lo hiciste durante mucho tiempo. –dijo la chica.

Era temprano y no había nadie en el café salvo el barman y ellos dos, sentados a una mesa en un rincón. Era el final del verano y ambos estaban bronceados; así que no casaban bien en París. La chica vestía un traje de tweed, su piel era de un dorado broncíneo y delicado y sus rubios cabellos cortos le brotaban con gracia de la nuca. El hombre la miraba.

–La mataré. –dijo.
–No, por favor. –dijo la chica.

Tenía unas manos muy delicadas y el hombre las miró: eran delgadas, morenas y muy bellas.

–Lo haré. Por Dios que lo haré.
–No te haría feliz hacerlo.
–¿No podías haberte metido en algo distinto? ¿Otro tipo de lío quizás?
–Por lo que parece, no. –dijo la chica –¿Cómo lo vas a arreglar?
–Te lo he dicho.
–No, quiero decir, qué vas a hacer realmente.
–No lo sé, –dijo él. Ella lo miró y le extendió una mano. –Mi pobre Phil. –dijo. Él le miró las manos, pero no las tocó con la suya.
–No, gracias. –dijo.
–¿Tanto te cuesta pedir disculpas?
–No.
–¿Ni siquiera contarte cómo es?
–Preferiría no oírlo.
–Te quiero mucho.
-Sí; y esto lo prueba.
–Lamento que no lo entiendas. –dijo ella.
–Entiendo. Ese es el problema. Que entiendo.
–Por supuesto. –dijo ella. –Y eso hace las cosas más difíciles.
–Claro –dijo él, mirándola. –Entiendo todo el tiempo. Todos los días y noches. Especialmente todas las noches. Entenderé. No tienes de qué preocuparte.
–Lo siento –dijo ella.
–Si fuera un hombre...
–No digas eso. No podría ser un hombre. Lo sabes. ¿No te fías de mí?
–Tiene gracia –dijo él. –Confiar en tí. Sí que tiene gracia.
–Lo siento –dijo ella. –Es todo lo que me parece que quería decir; pero si en verdad nos entendemos el uno al otro, no tiene sentido hacer como si no.
–No –dijo él. –Supongo que no tiene sentido.
–Volveré si me deseas.
–No. No te deseo.

Entonces se quedaron silencio durante un rato.

–Crees que no te quiero ¿verdad? –preguntó la chica.
–Dejémonos de tonterías –dijo el hombre.
–¿De veras crees que no te quiero?
–¿Qué tal si me das alguna prueba?
–No solías ser así. Nunca me pediste que te diera pruebas de nada. No es de buena educación.
–Sí que eres una chica curiosa tú.
–Tú, en cambio, no. Eres un hombre fino y me se rompe el corazón de dejarte...
–No tienes más remedio que hacerlo, por supuesto.
–Sí. –dijo ella. –Tengo que hacerlo y tú lo sabes.

Él se quedó callado y ella lo miró y de nuevo le extendió la mano. El barman estaba al otro extremo de la barra. Su rostro era muy pálido, como el blanco de su chaqueta. Los conocía y pensaba que hacían pareja joven y atractiva. Había visto romper a muchas de estas parejas de jóvenes bien parecidos y también había visto formarse otras, ya no tan atractivas; pero no estaba pensando en eso, sino en un caballo. En hora y media mandaría a alguien al otro lado de la calle para saber si el caballo había ganado.

–¿Por qué no eres bueno conmigo y dejas que me vaya? –preguntó la chica.
–¿Y qué piensas que voy a hacer si no?

—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?

Dos personas atravesaron la puerta y se acercaron al mostrador.

–Sí señor. –El barman apuntó sus órdenes.
–¿No puedes perdonarme? ¿Cuándo te enteraste? –preguntó la chica.
–No.
–¿No te parece que lo que hemos tenido y hecho debería servir para que comprendieras?
–“El vicio es un monstruo tan aterrador” –dijo el joven con amargura. –que con solo verlo basta para que una cosa u otra y entonces nosotros, que somos algo, algo, entonces abrazamos.

No pudo recordar las palabras.

–No recuerdo la cita. –dijo.
–No está bien que lo llamemos “vicio”. –dijo ella.
–Perversión. –dijo él.
–James, –dijo uno de los clientes dirigiéndose al barman. –Tienes muy buen aspecto.
–Usted también. –dijo el barman.
–El viejo James... –dijo el otro cliente. –Estás más gordo, James.
–Sí, es terrible cómo subo de peso. –dijo el barman.
–No te olvides de ponerle brandy, James. –dijo el primero de los clientes.
–No señor. –dijo el barman –Confíe en mí.

Los dos que estaban en el mostrador miraron a los que estaban sentados a la mesa y después volvieron la vista hacia el barman. Mirar hacia donde estaba el barman era más cómodo.

–Preferiría que no usaras esa palabra. –dijo la chica. –No hay necesidad de que uses esas palabras.
–¿Cómo quieres que lo llame?
–No tienes por qué llamarlo. No tienes por qué ponerle un nombre.
–Es el nombre que le corresponde.
–No. –dijo ella. –Estamos hechos de toda clase de cosas. Tú siempre lo has sabido. Y los has usado bastante.
–No tienes por qué decir eso de nuevo.
–Porque te lo explica todo.
–Muy bien. –dijo él. –De acuerdo.
–Quieres decir que está todo mal. Lo sé. Todo está mal. Pero volveré. Te he dicho que volveré. Volveré enseguida.
–No. No lo harás.
–Volveré.
–No. No lo harás. No conmigo.
–Verás.
–Sí. –dijo él. –Es lo que tiene de infernal, que es probable que vuelvas.
–Por supuesto que lo haré.
–Adelante, pues.
–¿De veras? –Ella no podía creerle, pero había alegría en la voz de ella.
–Adelante. –su propia voz le sonó extraña. La estaba mirando, miraba la boca de ella y la curva de los huesos de las mejillas, miraba sus ojos y como le crecía el pelo en la frente y junto a las orejas y en el cuello.
–No puede ser. Oh, eres tan dulce. –dijo ella –Eres demasiado bueno conmigo.
–Y cuando vuelvas me lo cuentas todo.

Su voz sonaba de una manera muy extraña. No la reconocía. Ella lo miró rápidamente. Habían llegado a una especie de acuerdo.

–¿Quieres que me vaya?, –preguntó ella con seriedad.
–Sí. –contestó él. –Ahora mismo.

Ya no tenía la misma voz y su boca estaba muy seca.

–Ahora. –dijo.

Ella se levantó y salió de prisa. No se dio la vuelta para mirarlo. Él observó cómo se alejaba. Ya no era el mismo hombre que le había dicho que se marchase. Se levantó de la mesa, recogió la cuenta de la consumición y se acercó al mostrador con ellas.

–Soy otro hombre, James. –le dijo al barman –Ahora me verás como un hombre diferente.
–¿Sí señor? –dijo James.
–El vicio –dijo el joven moreno, –es algo muy extraño, James.

Miró afuera y la vio caminar por la calle. Se vio reflejado en la ventana del bar y, realmente, parecía otro hombre. Los otros dos clientes se hicieron a un lado para dejarle espacio en el mostrador.

–Está usted en lo correcto, señor. –dijo James.

Los otros se movieron un poco más para que él se acomodase. El joven se miró al espejo del otro lado del mostrador.

–Le dije que era un hombre distinto, James. –dijo; y al reflejarse en el espejo vio que lo que decía era bastante cierto.
–Se lo ve muy bien, señor. –dijo James. –Seguro que ha pasado un verano muy agradable.