Decameron. Jornada séptima, Novela cuarta
Simona ama Pasquino; están juntos en un huerto. Pasquino se frota los dientes con una hoja de salvia y muere; Simona es apresada y, queriendo mostrar al juez cómo murió Pasquino, se frota con una de aquellas hojas los dientes y muere del mismo modo. Pánfilo se había desembarazado de su historia cuando el rey, no mostrando ninguna compasión por Andreuola, mirando a Emilia, le hizo un gesto significándole que le agradaría que siguiese con la narración a quienes ya habían hablado; que, sin demora, comenzó:
Caras compañeras, la historia contada por Pánfilo me induce a contar una nada semejante a la suya salvo en que, así como Andreuola perdió el amante en el jardín, igual sucedió a aquella de quien debo hablar; y del mismo modo presa, como lo fue Andreuola, no por fuerza ni por virtud sino por inesperada muerte se libró de la justicia. Y como ya se ha dicho más veces entre nosotras, aunque Amor de buen grado habite en las casas de los nobles, no por ello rehúsa el señorío sobre las de los pobres y también en ellas muestra alguna vez sus fuerzas de tal manera que como poderosísimo señor se hace temer de los más ricos; lo que, aunque no en todo, en gran parte aparecerá en mi historia, con la que me place volver a nuestra ciudad, de la que hoy, contando diversas cosas diversamente, vagando por diversas partes del mundo, tanto nos hemos alejado
Hubo, pues, no hace todavía mucho tiempo, en Florencia, una joven muy hermosa y gallarda para su condición, e hija de padre pobre; se llamaba Simona y, aunque tuviera que ganarse con sus manos el pan y para subsistir hilase lana, no era tan pobre de ánimo como para no recibir a Amor en su mente, el cual acogiole con los actos y las palabras amables de un mozo de no más fuste que ella, que andaba dando lana a hilar para su maestro lanero, hacía tiempo que había mostrado querer entrar. Y así ella, bajo el placentero aspecto del joven que la amaba, de nombre Pasquino, deseándolo mucho y no atreviéndose a nada más, hilaba; y a cada vuelta de lana hilada que enroscaba al huso arrojaba mil suspiros más calientes que el fuego cuando se acordaba de aquel que se la había dado para hilar. Por otra parte, él se había pedido que se hilase bien la lana de su maestro, como si sólo la que Simona hilaba y ninguna otra más, fuese suficiente para toda la tela, las solicitaba más frecuentemente que la otras. Y así, uno que la solicita y la otra que goza al ser solicitada, sucedió que el uno cobró más osadía de la que solía tener y desechó la otra mucho del miedo y de la vergüenza que acostumbraba a tener; y juntos se unieron en mutuos placeres, que agradaron tanto a ambas partes que no esperaba el uno a ser solicitado por el otro para ello, sino que uno invitaba al otro a disfrutarlos. Continuó así su placer de un día en otro, y por esto sucedió que Pasquino dijo a Simona que firmemente quería que encontrase el modo de poder venir a un jardín adonde él quería llevarla, para que allí pudiesen estar juntos, más a sus anchas y con menos temor. Simona dijo que le placía hacerlo y, un domingo después de comer, dio a entender a su padre que quería ir a la bendición de San Galo con una compañera suya llamada Lagina; y se fue al jardín que le había mostrado Pasquino, donde se encontró con él, junto con un compañero suyo, de nombre Puccino, pero que era conocido como el Tuerto; y allí se inició un amorío entre el Tuerto y Lagina. Ellos se retiraron a una parte del jardín a disfrutar de sus placeres y al Tuerto y a Lagina dejaron en otra. Había en aquella parte del jardín donde Pasquino y Simona habían ido, una grandísima y hermosa mata de salvia; a cuyo pie se sentaron y un buen rato se solazaron juntos, y tras mucho hablar de una merienda que querían hacer con ánimo reposado, en aquel huerto, Pasquino, volviéndose a la gran mata de salvia, cogió algunas hojas de ella y empezó a frotarse con ellas los dientes y las encías, diciendo que la salvia los limpiaba muy bien de cualquier cosa que hubiera quedado en ellos después de haber comido. Y a poco que los hubo frotado volvió a la conversación de la merienda de la que estaban hablando primero; pero casi enseguida empezó a demudársele todo el rostro y al rato perdió la vista y la palabra y en breve murió. Al ver aquello cuales Simona empezó a llorar y a gritar y a llamar al Tuerto y a Lagina, que acudieron corriendo y al ver a Pasquino no solamente muerto, sino ya todo hinchado y lleno de manchas oscuras por el rostro y por el cuerpo, de pronto gritó el Tuerto: ¡Ay, mujer malvada, lo has envenenado tú! El gran alboroto fue oído por muchos que vivían cerca del jardín, que, al correrse el rumor y encontrar a Pasquino muerto e hinchado y al oír dolerse al Tuerto y acusar a Simona de haberlo envenenado con engaños, y a ella, por el dolor del súbito accidente que le había arrebatado a su amante, casi fuera de sí y sin poder excusarse, aceptaron que había sido como el Tuerto decía; así pues la apresaron y, sumida en llanto, la llevaron al palacio del podestá. Allí, el Tuerto y el Rechoncho y el Desmañado, compañeros de Pasquino que habían llegado, insistieron ante un juez que, sin dilatar el asunto, se puso a interrogarla sobre el hecho y éste, como no podía comprender cómo podía haber obrado maliciosamente o ser culpable, quiso ver el cuerpo muerto y pidió que ella le dijera el lugar y el modo como había sucedido todo porque por las palabras suyas no lo comprendía bastante bien. La hizo llevar, pues, sin ningún tumulto, allí donde todavía yacía el cuerpo de Pasquino y le preguntó que cómo había sido. Ella, se acercó a la mata de salvia y tras contarle toda la historia precedente para que pudiese entender lo sucedido, hizo lo que Pasquino había hecho y se frotó contra los dientes una de aquellas hojas de salvia. El Tuerto y el Rechoncho y los demás amigos y compañeros de Pasquino, rechazaron como frívolas y vanas aquellas cosas en la presencia del juez y, con insistencia, la acusaron de maldad y pidieron el fuego fuese el castigo de semejante maldad. La pobrecilla, transida por el dolor del perdido amante y por el miedo de la pena pedida por el Tuerto, al frotarase la salvia en los dientes, sufrió el mismo accidente que antes había sufrido Pasquino, no sin gran maravilla de cuantos estaban presentes.
¡Oh, almas felices, a quienes un mismo día sucedió acabar el ardiente amor y la mortal vida; y más felices aún si juntas a un mismo lugar os fuisteis; y felicísimas si en la otra vida se ama y os amáis como lo hicisteis en ésta!
Pero mucho más feliz el alma de Simona, por lo que respecta al juicio de quienes hemos quedado vivos, cuya inocencia sufrió bajo los testimonios del Tuerto y del Rechoncho y del Desmañado (quizá cardadores u hombres aún más villanos). Quiso la fortuna que se le abriera un honesto camino con la misma clase de muerte de su amante y para deshacerse de la calumnia sufrida siguió al alma de su Pasquino, tan amado por ella. Estupefacto por el accidente, el juez, lo mismo que cuantos allí estaban, no supo qué decir y calló largamente; y luego, con mejor juicio, dijo:
Parece que esta salvia es venenosa, lo que no es habitual que suceda; pero para que no pueda herir de modo semejante a alguien más, córtese hasta las raíces y arrójese al fuego.
Así lo hizo el guardián del jardín en presencia del juez y no bien acabó de abatir la gran mata, apareció la razón de la muerte de los dos míseros amantes. Había bajo la mata de aquella salvia un sapo de maravilloso tamaño, de cuyo venenoso aliento pensaron que la salvia se había envenenado. Como nadie se atreviera a acercarse al sapo, le pusieron alrededor una pila grandísima de leña y lo quemaron junto con la salvia. Así terminó el proceso del señor juez por la muerte del pobrecillo Pasquino, quien, junto con su Simona, tan hinchados como estaban, por el Tuerto y el Rechoncho y el Hocico Puerco y el Desmañado fueron sepultados en la iglesia de San Paolo, de donde probablemente eran feligreses.