El beso de Judas de Giotto di Bondone

A propósito de la eternidad

Los ojos verdes y la mirada azul


I. Preámbulo
Cuenta la torticera historia monárquica de España que Juana I de Castila (o Juana de Trastámara) visitaba los restos de su marido, Felipe I, a los que por arbitrio de Fernando II de Aragón se había prohibido enterrar en Granda antes que a él mismo. Este episodio ha llevado a los historiadores a apodar a la reina Juana I de Castilla, Juana “la loca”, y sirvió como pretexto para que ella no recibiera el título de emperadora, que sí recibió su hijo Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.  
Este anécdota más patética que siniestra y, seguramente, más elucubrada que factible, ha perdurado en el tiempo y seguramente perviviera en los años siguientes correspondiente a los respectivos reinados de su hijo, nieto y bisnieto (éste último, Felipe III, el Piadoso, que fuera contemporáneo de Francisco de Quevedo). Tanto es así que los poemas y metáforas del amor y la muerte recobran -después del periodo medieval- una fuerte presencia en la producción literaria del siglo de Oro. Y es de Quevedo el más célebre de los poemas que refiere justamente a esta característica de la literatura barroca española, Amor constante más allá de la muerte:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Se trata de un soneto clásico con una rima consonante ABBA ABBA CDC CDC. El poema salva la censura al distinguir el cuerpo y el alma, ésta última sólo ayuda -dios Eros mediante- al cuerpo, para que su amor perdure más allá de la muerte y convertirse en un “polvo enamorado”.
Bien, hasta aquí nada que una clase de lengua haya podido obviar. Lo particular de este poema no es su adecuación a los estilos de la época; creo que en realidad se trata de uno de los ejemplos más explícitos de lo que debe encarnar una historia de amor. A saber, la promesa de eludir a la muerte a través del amor, aunque sea (como es el caso de este poema) como recuerdo indeleble en la memoria de la persona amada.

II. El contexto
Una vez superada la vulgaridad sexual, desprovista de cualquier reconstrucción filosófica, psicológica o poética del discurso amoroso en el Medioevo y el primer Renacimiento, herederos todos de la más sutil propuesta de Lucrecio, pero también de Ovidio, del que podemos leer:

Pero deja que tu amante oiga lo que ella desea;
No estás ligado a una cama por ligámenes legales, sino que has entrado en ella más libremente: el amor es tu atadura y tu proeza; el amor dicta la ley.
Acumula las palabras amorosas, el elogio, las frases corteses;
Las palabras son la miel que el amante reúne para el oído (Ars amatoria II: 60)

La literatura cortés y, poco a poco, la verdadera recuperación de los estilos clásicos y el cuidado humanístico del individuo otorgarán el equilibrio moderno de las historias de amor. El equilibrio pasaría por reinterpretar la idea platónica sobre la inmortalidad del alma y por la reaparición del dualismo amor y muerte. Especialmente en autores místicos como San Juan de la Cruz, santa Catalina de Siena o la misma Santa Teresa de Jesús existe una clara oscilación entre ambos conceptos y de manera más general entre regocijo y mortificación (especialmente carnal). Las fuentes clásicas de esta dualidad llegan hasta la Biblia, y es en el Nuevo Testamento donde el mensaje de amor enlazado con la muerte es más poderoso y épico incluso. En la pasión y la muerte de Jesús según san Marcos esta relación de amor, muerte y carnalidad se ve claramente:

JESÚS.‐Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar: uno
que está comiendo conmigo. 
NARRADOR.‐Ellos, consternados, empezaron a preguntarle
uno tras otro: 
DISCÍPULO 2.‐¿Seré yo? 
NARRADOR.‐Respondió: 
JESÚS.‐Uno de los Doce, el que está mojando en la misma
fuente que yo. El Hijo del Hombre se va, como está escrito;
pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!; ¡más le
valdría no haber nacido! 
NARRADOR.‐Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció
la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: 
JESÚS.‐Tomad, esto es mi cuerpo. 
NARRADOR.‐Cogiendo una copa, pronunció la acción de
gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: 
JESÚS.‐Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por
todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid
hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.

Luego, como es bien sabido, llega Judas:

NARRADOR.‐Todavía estaba hablando, cuando se presentó
Judas, uno de los doce, y con él gente con espadas y palos,
mandada por los sumos sacerdotes, los letrados y los
ancianos. El traidor les había dado una contraseña,
diciéndoles: 
JUDAS.‐Al que yo bese, es él: prendedlo y conducidlo bien
sujeto.
NARRADOR.‐Y en cuanto llegó, se acercó y le dijo: 
JUDAS.‐ ¡Maestro! 
NARRADOR.‐Y lo besó. Ellos le echaron mano y lo prendieron.
Pero uno de los presentes, desenvainando la espada, de un
golpe le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote.

El texto Bíblico está plagado de gestos de amor que trascienden la vida del cuerpo, pero que a través del cuerpo son expresados de una manera u otra; bien sea porque la abstracción literaria y retórica de su época no permitía mayores juegos alegóricos, bien porque hay una clara trinidad a resolver en la tensión narrativa del amor, a saber: el vínculo entre la inmortalidad del alma y la caducidad de la materia. Ese es el verdadero conflicto de las historias de amor. Como dice Schopenhauer, y quizás no parezca el más docto filósofo en el tema que nos ocupa, en las historias de amor “lo que aparece, fuera de todo fenómeno, es la voluntad absoluta, de vivir” (SCHOPENHAUER, 1991: 11), por tanto, un intento de eternidad.

Esta relación entre el amor y la muerte se explica quizás en una argucia de Comte-Sponville en la que el autor intenta aferrar la vida y la verdad a través del deseo y el amor, que para él son dos ejemplos de algo claramente real. Partiendo de la idea de que “la verdad está del lado de la muerte”, el cuerpo nos enseñaría que el deseo, el goce sexual no son ilusiones, si no reales. ¿Pero cómo traducir esa tensión (o pulsión de vida, para decirlo de una forma freudiana) en términos literarios? Pues despojándolo de lo carnal, es decir, elevando el amor carnal más allá de la propia materia. No tendría sentido una historia de amor que redujera al cuerpo de los amantes a carne mecanizada, que el pathos del amante estuviera exento de elucubración. En las historias de amor el amante no “se entrega en brazo de las ilusiones para olvidar que va a morir” (COMTE-SPONVILLE, 2001: 115), sino que esa misma lucidez, antes de angustiarlo lo lleva a elevar épicamente su historia.

¿Son las historias de amor reflejos exclusivos del amor romántico? Podríamos pensar que sí, que efectivamente un amor sublimado es el que aparece para deleite de lectores de todas las épocas, pero lo cierto es que eso comprendería una pérdida de la producción de historias de amor en la contemporaneidad. No, el amor romántico en la literatura posmoderna se ejecuta problemáticamente: “el amor romántico se comunica incomunicabilidad, es decir, se comunica que uno no puede comunicarse por pura comunicación”, pero esto siempre se refleja en “una dimensión donde el amor es siempre otra cosa que el amor tal como se vive” (SAFRANSKI, 2006: 37 y 38). Y así podemos asistir a la historia de amor de Humbert Humbert, sin que carezca de ninguno de los rasgos definitorios de este tipo de relato, pero con la ausencia de una amada real. En definitiva, Lolita es para el protagonista una Dulcinea, mientras que Lolita es para sí misma alguien como Aldonza Lorenzo. La posmodernidad no escapa al discurso amoroso ni a las historias de amor, solamente las problematiza de manera diferente, a veces silenciando el amor romántico, otras discurriendo sobre su conflicto.

Lo realmente interesante de esta situación es lo que sostiene Blaise Pascal: “a fuerza de hablar de amor, nos enamoramos” (PASCAL, 2012: 14). Las historias de amor no sólo son reflejo de un real, como decía Comte-Sponville, también son un motor de amor en el mundo. A fin de cuentas, lo que parece una contradicción en Discurso a cerca de las pasiones del amor (1652-1653), “el hombre nació para pensar[…] el hombre nace para el placer” (PASCAL, 2012: 11), no es más que una forma retórica de poner en tensión el amor (la vida) y la muerte.

III. Final
En la segunda parte hemos hablado de trinidad, pero sólo ha aparecido una estructura binaria: amor y muerte. La literatura no puede ser la estructura elemental de esa trinidad, porque es el medio, es decir, no puede funcionar de espíritu santo. El mediador de estas figuras es la locura, que ya anunciábamos veladamente citando a uno de los personajes del Quijote.
Ya en el Banquete se habla de la locura del eros, pero es en el Fedro donde se da una cabal imagen del enamorado como loco o entusiasmado:

Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entrar deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de “entusiasmo”, es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado. (PLATÓN, 249d-e)

Lo curioso de este escalafón de la locura es que en el mismo Fedro el tercer tipo es el de los poetas, donde intervienen las Musas (245a). Las poesía o la literatura en general tiene en común con el amor, por tanto, estar bajo el mismo influjo divino, colocando al poeta y al amante en el mismo estado de enajenación.

Ese mismo entusiasmo es el que atemoriza a Sócrates en el Banquete, pues a propósito del amor de Alcibíades dice “yo tengo mucho miedo de su locura y de su pasión” (PLATÓN, 213d). Amor y muerte se entrecruzan trinitariamente con la locura.
En la opera de Stravinski The rake’s progress hay una escena en la que el protagonista define el amor en un diálogo con la sombra:

SOMBRA:
Una última pregunta. El amor es…
RAKEWELL (a un lado):
¡El amor!
Esa palabra preciosa es como un carbón encendido,
Me abrasa los labios, infunde terror a mi alma.

Ahí está la clave, sobre la cuestión poética del amor, una definición casi aristotélica que nos recuerda a su sentencia eleos kai phobos. Las historias de amor, por tanto, se estructuran como cualquier otro lance patético instaurado en la tragedia, con la remarcable característica diferenciadora en la que el concepto que queremos preservar es nuestro bien inmaterial más preciado y el única modo de destrucción del amor es la muerte, la destrucción de los amantes; la literatura es un intento de corrección de este bochornoso defecto de la vida.

Tarragona, 18 de agosto de 2014

Bibliografía
Comte-Sponville, A. (2001), El amor. La soledad. Paidós. Barcelona.
Pascal, B. (2012), Discurso acerca de las pasiones del amor y otros opúsculos. FCE. México.
Platón, (1998), Diálogos III. Fedon, Banquete, Fedro. Gredos. Madrid.
Safransky, R. (2006), Heidegger y el comenzar. Porrúa. Madrid.
Schopenhauer, A. (1991), El amor, las mujeres, la muerte y otros temas. Porrúa. Barcelona.