La celebración del nacimiento de Lewis Carroll es, en realidad, la celebración del nacimiento de Alicia en el País de las Maravillas; pues la niña imaginario es mucho más imaginable que el niño real. Quizá ambos expresaran los remilgos de su época; en ambos casos, quizá, los remilgos eran más formales que reales. Muchos de nosotros hemos entrevisto, como en algún ceremonioso daguerrotipo o fotografía temprana de aquellos días, ese grupo indolente en las soleadas horas vacacionales, en el que un párrafo algo reservado, que era "don" o profesor en Oxford, se sentaba rodeado de niñitas igualmente reservadas (al menos en apariencia) y comenzaba a garabatear extravagantes dibujos y a narrar una historia estrafalaria, en apariencia más descabellada que cualquier cosa que concibieran las mentiras del Münchhausen o el viaje lunar de Ariosto. Se trataba de algo nuevo: el absurdo por el absurdo, de acuerdo con del principio del arte por el arte. Sin duda, nadie se habría sorprendido más que el señor Dodgson (que era el verdadero nombre del párrafo) de que lo incluyeran junto a los artistas anarquistas que hablaban de l'art pour l'art. Pero, a pesar de sí mismo, era un artista mucho más original que ellos. Se había dado cuenta de que ciertas imágenes y argumentos podían sostenerse a sí mismas en el vacío, merced a su desafiante locura, a la congruencia de la incongruencia, a la mismísima aptitud de la inaptitud. Y no sólo era algo muy nuevo, sino también muy nacional. Podemos incluso decir que, por un tiempo, fue un secreto de los ingleses. El señor Cammaerts ha descrito brillantemente lo desconcertante que resulta al principio para cualquier otra nación más lógica. Fue el fruto descabellado de un pueblo y una época, como lo prueba el hecho de que la única otra persona que lo profesó, el Edward Lear del Disparatario, fuese también inglés y también victoriano.
Cualquier inglés educado, y sobre todo cualquier educador inglés (cosa que es peor), dirá con cierta gravedad que Alicia en el País de las Maravillas es n clásico. Tal es, de hecho, la horrible verdad. La alegría original que nació esa tarde de verano en la imaginación de un matemático de vacaciones en compañía de uno niños, se ha endurecido como una tarea vacacional. La frívola inversión de todas las normas de la lógica hecho por el lógico se ha envarado, tiemblo al decirlo, hasta convertirse en una obra normal. Es un clásico; es decir, lo alaban personas que nunca lo han leído. Tiene un lugar seguro junto a las obras de Milton y Dryden. Es un libro sin el que no está completa la biblioteca de ningún caballero, por lo que dicho caballero no tiene la intención sacarlo jamás de la biblioteca. Siento decirlo, pero las pompas de jabón que el pobre Dodgson sopló del tubo de la poesía en un lúcido momento de locura y envió flotando al cielo, han sido despojadas por los educadores de gran parte de la ligereza de la burbuja y se han quedado solo con la horrible limpieza del jabón.
La culpa no es de Lewis Carroll, aunque en cierto sentido sea culpa de Charles Dodgson; al menos del mundo en el que vivía, al que se incorporó y que incluso animó e impulsó. El humor del absurdo forma parte del peculiar genio de los ingleses, pero también de la esquiva paradoja de los ingleses. Nadie, salvo ellos, podría haber producido esos disparates, y nadie, excepto ellos, habría tratado de tomárselos en serio una vez producido. En nuestra época se da una especie de lealtad nacional al respecto contra la que debo protestar humildemente. Es un deber moral de escuchar a la sinrazón. Y, si no es más que una humorada, ningún admirador de Lewis Carroll me impedirá admirarla como tal. Después ya sugeriré que muchos de sus méritos realmente originales como fantasía han sido pasados por alto por estos torpes corifeos, al aplaudir una obra que debería ser criticada igual que se creó: con cierta ligereza. A la gente se le puede decir que escuche y, en cierto sentido incluso se le puede obligar a escuchar, siempre que alguna persona sensata con la adecuada autoridad diga cosas con sentido. Pero nadie puede obligarnos a escuchar a quien dice disparates; eso es pecar contra el espíritu y la atmósfera de la ocasión, que son los de una día de fiesta. Aun así me temo que las obras de Lewis Carroll son y aparte de la educación, lo que en estos liberales y modernos equivale a la educación obligatoria. En una ocasión di una conferencia en un congreso de maestros de escuelas y trata de persuadirles de que tolerasen algo tan humano como las novelas de quiosco sobre Dick Turpin y Buffalo Bill. Y recuerdo que el director dijo, con expresión refinada y dolorida: "No creo que las brillantes paradojas del señor Chesterton nos hayan convencido de dejar a un lado nuestra Alicia en el País de las Maravillas y nuestro…", y aquí añadió alguna otra cosa probablemente El vicario de Warkefield o El progreso del peregrino. Nunca se lo pasó por la cabeza que el cuento absurdo es tanto una escapatoria ante la seriedad educativa como el galopar tras los pasos de Buffalo Bill. Para él era simplemente un clásico y había que colocarlo con los demás clásicos. Y yo pensé para mí: "¡Pobrecita Alicia! No sólo la obligan a asistir a clase, sino a dar clases a los demás." Alicia ahora no sólo es una escolar, sino una maestra de escuela. Se acabaron las vacaciones y Dodson vuelve a es un profesor. Habrá pilas de exámenes con preguntas como: "(1) Di lo que sepas acerca de lo siguiente: "mimo", "mimblo", "ojos de merluza", "paredes de melaza", "sopa hermosa". (2) Señala todas las jugadas de ajedrez de Alicia a través del espejo, y haz un esquema. (3) Resume la política del Caballero Blanco para solucionar el problema social de las patillas vedes. (4) Distingue entre Tweedledum y Tweedledee".
Señalaré ahora un hecho mortal y desbastador para demostrar hasta qué punto se ha permitido que el absurdo, en el caso de la historia de Alicia, se convierta en algo tan frío y monumental como una tumba clásica: se trata del hecho de que ha sido parodiado. Hay gente que se sienta solemnemente a parodiar la parodia. Creen que pueden volverla divertida, o al menos más divertida, retorciendo a sus personajes hasta convertirlos en ínfimas caricaturas políticas. Creen poder retorcer algo, que no tiene otro propósito imaginable que el de ser retorcido, coronándolo con símbolo de la comedia diaria y la farsa vulgar. Pues bien, nadie se atrevería a hacer eso con algo que considerarse divertido. Tan sólo es posible parodiar las cosas serias e incluso solemnes. Tan sólo es posible parodiar las cosas serias e incluso solemnes. Puede decirse que Sheridan parodió a Shakespeare, o al menos que parodió los falsos dramas históricos shakespearianos, en El crítico. Pero nadie podría parodiar El crítico. Puede decirse que Gilbert parodió a Swinburne y a Rossetti y al resto de los prerrafaelitas semipaganos, en su retrato de la estética en Paciencia. Pero nadie en sus cabales trataría de parodiar Paciencia. A nadie se le ocurriría que producir una versión frívola de Las malas bobadas1 fuese una novedad; y quien pronunció el famoso sarcasmo: "¿Por qué no publica alguien un Punch cómico?", era un amargo enemigo. Hemos tenido historias cómicas de Inglaterra y gramáticas latinas cómicas, porque hay cierta tradición que sigue considerando serias la historia de la nación inglesa y la legua de Roma. Pero incluso a aquellos capaces de disfrutar, más de lo que lo hago yo, de eso que llaman hoy tiras cómicas, no les parecería una empresa muy prometedora publicar una tría cómica cómica.
Sin embargo, en el caso de Alicia en el País de las Maravillas, la impresión de que se trataba de una institución nacional, de un clásico educativo, de un pozo de la indefinición inglesa, de una herencia histórica como el Otelo, el Sansón agonista,2 fue tan aguda que los satíricos se pusieron a trabajar seriamente para hacerlo divertido. Los satíricos políticos pensaron que proporcionarle sentido a ese puro y feliz sinsentido sería una mejora. Incluso sintieron, me parece a mí, un cosquilleo de tímida osadía al tomarse libertades con ese monumental volumen victoriano. Sintieron que estaban sacudiendo los pilares de la Constitución británica, cuando se aventuraron a bromear sobre esas bromas. Blasfemaron sobre la divinidad de la Tortuga Burlona y desafiaron los rayos del Sombrerero Loco. Y todos se sintieron casi republicanos rojos al tomarse libertades con la Reina Roja.
Liberar a Lewis Carroll de la custodia de Charles Dodgson es una empresa difícil pero deliciosa. Es una tarea ardua, aunque halagüeña, tratar de recobrar el frescor y el descuido del primer arrebato de los días en los que el humor del absurdo era una novedad. Debemos adoptar una actitud completamente diferente de la de los admiradores llegados tras los primeros logros, y sentir la agitación y la sacudida que se produjeron antes. Muchos de esos admiradores considerarán nuestra actitud una antigualla, y serán demasiado serios para darse cuenta de que lo es tanto como las antiguallas originales de Lewis Carroll. Para apreciarlo, debemos apreciar mejor la paradoja de todo un pueblo y su literatura, y el contraste verdaderamente cómico que se da entre sus estados de ánimo responsables irresponsables. Charles Dodgson se tomaba muy en serio muchas cosas; pero lo que sus devotos se han tomado más en serio es justo lo que él se tomaba más a la ligera.
Todo el mundo sabe, supongo, que el reverendo Charles Lutwidge Dodgson era miembro del Christ Church College, que nadie llama el Christ Church College, sino simplemente «La Casa», y un célebre e incluso distinguido profesor de matemáticas y lógica. Hablando superficialmente, lo más curioso de él es que sólo entraba en ese paraíso privado de la sinrazón a través de las puertas de hierro de la razón. Toda la parte del hombre que podría haber sido, y en los literatos a menudo ha sido, frívola, liviana o irresponsable, era en su caso particularmente remilgada, respetable y responsable. Sólo su intelecto se tomaba vacaciones; sus emociones nunca lo hacían; y desde luego su conciencia nunca se fue de vacaciones. Tal vez mera una conciencia muy convencional, pero lo cierto es que sus opiniones morales eran bastante incapaces, no diré de tambalearse, sino incluso de moverse o agitarse; tanto si las clasificamos como convenciones o como convicciones. En lo tocante a cuestiones morales, sociales o filosóficas, carecía de válvula de escape, incluso en su imaginación. Tan sólo la tenía en cuestiones matemáticas. Pese a ser un concienzudo profesor de matemáticas, era capaz de imaginar algo que hacía que más y menos fueran la misma cosa. Pero, pese a ser un cristiano concienzudo, era incapaz de imaginar algo que hiciera que los últimos fueran los primeros y los primeros los últimos; capaz de expulsar a los poderosos de sus tronos o de exaltar a los pobres y a los humildes. Sus observaciones sobre la reforma y la justicia social, en Silvia y Bruno, son más propios del cura pusilánime de un sainete que de un sacerdote cristiano profesor en una sede histórica del conocimiento. Estaba limitado por doquier por las convenciones; y aun así fue él quien sobrepasó de un salto los mismos límites de la razón. Fue ese párroco victoriano pesado y aburrido quien siguió la vía descabellada de la sinrazón más absoluta más allá de lo que se habían aventurado por ella ningún alborotado poeta sin conciencia ni objetivo o ningún airado pintor al mojar su pincel en tonos de debacle y eclipse.
Sin duda su parte más viva, en el sentido puramente humano, fue un verdadero afecto por los niños, sobre todo por algunos. Pero aunque ése fue sin duda el motivo que le llevó a contarles un cuento, no fue ni por asomo lo que le llevo a concebir el cuento. Se trata de un cuento para niños, pero no de un cuento sobre niños en el sentido en que lo son la mayoría de los cuentos para niños. Toda la extensión natural de su imaginación estaba dirigida hacia la inversión de las ideas del intelecto. Era capaz de ver el mundo lógico patas arriba, pero era incapaz de ver cualquier otro mundo incluso a derechas. Tomaba sus triángulos y los convertía en juguetes para su niña favorita; cogía sus logaritmos y silogismos y los retorcía hasta el absurdo. Pero, en un sentido muy especial, no hay otra cosa que absurdo en sus absurdos. Sus sinsentidos carecen de sentido. al contrario de lo que ocurre con el absurdo más humano de Rabelais o el más amargo de Swift. Si hubiera tratado de sugerir alguna idea moral o metafísica nunca habría sido tan profunda ni grandiosa como las de Rabelais o Swift. Pero se limitó a jugar al juego de la lógica, y su gloria radica en que era un juego nuevo y sin sentido, y uno de los mejores juegos del mundo.
Sin embargo, en el subconsciente del espíritu inglés, de la tradición y de las costumbres de su tierra, hay algo mucho más profundo que eso. Había algo que tal vez sólo puedan comprender los ingleses; algo que quizá sólo pudieran comprender los victorianos; algo, después de todo, con lo que quizá tuvo que reconciliarse para disfrutarlo aunque no lo comprendiera. Se refiere a la palabra «vacaciones» que he utilizado varias veces con ese sentido y que nos proporciona la verdadera clave del problema. Hay un sentido en el que un hombre como Rabelais no estaba realmente de vacaciones. En realidad estaba construyendo la Abadía de Theleme,3 por fantástica que fuera, con todas sus extravagantes gárgolas y torres tambaleantes. Podemos decir en todos los sentidos que cuando el señor Lemuel Gulliver emprendió sus viajes no se iba simplemente de vacaciones. Estos escritores tenían una intención que, pese a sus defectos, constituía el propósito intelectual de sus vidas. Pero la extraña nación de los ingleses, en la extraña fase del victorianismo, tenía una opinión mucho más sutil de los negocios y el placer; y el absurdo que inventaron en realidad eran unas vacaciones del intelecto. He dicho que fue original, y lo fue: una de esas pocas cosas, como la arquitectura gótica, que nunca se habían hecho antes. Algo que inventó una pesadilla feliz; que fue capaz de crear algo inocente y anárquico al mismo tiempo. Fue como si el inglés del siglo XIX soñara despierto paralelamente a su vida real demasiado realista. Una especie de desdoblamiento de personalidad, aunque sin ningún matiz de posesión diabólica. Daba la impresión de llevar doble vida, aunque sin el menor rastro de las mortales implicaciones morales de Jekyll y Hyde. El doctor Jekyll trató de llevar a cabo una operación quirúrgica para amputarse su conciencia; el señor Dodgson se limitó a amputar su sentido común. Fue su cabeza, y no su corazón, lo que paró y dejó flotar como una burbuja en un mundo de anarquía puramente abstracta. Y al hacerlo descubrió algún secreto de la imaginación del inglés moderno, que le ha proporcionado a su historia y a su estilo una posición casera demasiado segura. Fue la admisión de un deporte o diversión hacia los que tendía toda la imaginación popular. Tal vez no sea casual que uno de los artistas cómicos de Punch escribiera una novela seria sobre un hombre que vivía una vida en sueños, paralela a su vida real. El inglés victoriano recorría el mundo a la luz del día, una figura proverbialmente segura, con su sombrero de chimenea y sus patillas como chuletas de cordero, con su maletín y su paraguas. Pero algo le ocurrió al llegar la noche; un viento de pesadilla sopló a través de su alma y su subconsciente lo arrancó de la cama y lo hizo salir por la ventana en medio de un torbellino, donde se encontró en un mundo de viento y claro de luna en el que su sombrero de chimenea sobrevolaba las chimeneas, su paraguas se hinchaba como un globo y le impulsaba hacía arriba como la escoba de una bruja y sus patillas se agitaban como si fueran alas.
NOTAS
1 Obra de W.S.Gilbert (1836-1911) que luego inspiraría algunas de las famosas operetas escritas en colaboración con A.S. Sullivan (1842-1900).