Una característica sustantiva de las lenguas es su diferencia recíproca que, por otra parte, es una de las dificultades insoslayables que plantea cualquier traducción. Es un fait accompli que las palabras no se corresponden con las cosas y que, tal como reza uno de los pasajes fundamentales del Curso de lingüística general de Saussure, el significado de un término se establece por efecto de un corte, seguido de articulación, entre la totalidad de las combinaciones sonoras que componen la lengua (Lalangue, como la llama lúdicamente Jacques Lacan) y el repertorio limitado de referencias para cada sonido contenido en el habla de un individuo, de tal modo que cualquier acontecimiento, hecho, factum, o como se quiera llamar a algo que sucede en el mundo, allí fuera, queda fijado en un nombre, una palabra –en definitiva, un sonido– que, a partir de ese momento crucial viene a querer decir algo. De ahí que la lengua desconocida, el habla que no es la nuestra, suene como un continuum ininteligible. No por casualidad el habla popular española se refiere y describe todo bla-bla inarticulado como rollo, aunque la semántica original de rollo apunta al discurso embriagado por la droga. En efecto, sin los adecuados cortes que separan lo que un sonido dice y no dice, lo que designa y lo que no designa y sin las escansiones de la sintaxis y la entonación que comparten dos hablantes de una misma lengua, no hay semántica posible; más aún, no hay, en sentido estricto, nombres y, en consecuencia, no “hay mundo” ni razonable universo de discurso, por la simple razón de que esos hablantes no disponen de la mínima referencia proporcionada por el lenguaje, elemental consistencia requerida para que sus discursos sirvan para comunicar lo que se quiera. Reducida a su insignificante y pura naturaleza sonora, cualquier lengua desconocida suena como (y, por lo tanto, se parece a) una música; y bien sabemos que la música no representa ni significa nada. De aquí procede la idea, concebida originariamente por Rousseau y asumida como propia por el joven Nietzsche, de que el lenguaje procede de la música.
Afirmar, de acuerdo con el célebre apotegma del Tractatus de Wittgenstein1 donde se describe la constitución de nuestro pequeño mundo –es decir, de nuestro microcosmos– como trazada en sus contornos por el lenguaje de cada uno, es lo mismo que reconocer que en el habla de un individuo o de una colectividad de hablantes está encerrado o comprendido un mundo único e irreductible; lo que sin duda es una exageración, pero también una verdad incontrovertible que, en ocasiones, sobre todo cuando nos va la vida en ello, puede ser muy dolorosa cuando nos resulta vital hacernos entender por el otro. Y, al mismo tiempo, es un artículo de fe nominalista que tiene efectos de enormes implicaciones. A la postre, lo único que tenemos por cierto con relación a eso que está allí fuera son las palabras que usamos para nombrarlo, que nos sirven como un pobre fundamento ontológico con objeto de sostener su realidad efectiva. ¿Pero cuánto de lo que entendemos acerca de lo que pasa –y nos pasa– consigue llegar al otro?
(Naturalmente, esta postura nominalista ha sido y sigue siendo rotundamente negada y descalificada por el realismo epistemológico, pero esta importantísima diferencia de criterio no va a ser considerada aquí, aunque solo sea porque Lewis Carroll, pese a que fue un reputado profesor de lógica formal, claramente no se alinea ni se muestra afín con los realistas.)
O sea pues que la irreductibilidad de los campos semánticos que marcan las diferentes lenguas parecería que se corresponde con la existencia de mundos también irreductibles. Habría entonces tantas ontologías como hablas posibles, tantos mundos como maneras de hablar acerca de ellos, hecho que confirman algunos ejemplos muy conocidos, como las treinta y tantas maneras que tienen los esquimales de describir la nieve, donde un hablante de regiones más cálidas solo ve una sola cosa; y la variedad de los pelajes (alazán, overo, tordillo, pinto, ruano, zaino, tobiano, bayo, negruno, etc., más la combinación de estos atributos) que sirve al criollo de las pampas sudamericanas no solo como taxonomía de la raza caballar sino además como criterio para discriminar entre distintas naturalezas del caballo, de tal modo que no cabe esperar de un alazán que se comporte lo mismo que un bayo:
Y aún más: es a todas luces manifiesto que las mismas palabras que se usan en el habla ordinaria sirven, en ese contexto indefinible que llamamos –por convención y capricho– literatura, para representar mundos fabulosos cuya característica más notoria es que no son reales; o sí, pero en todo caso, reales y ficticios al mismo tiempo. Es decir, que la lengua no solo permite “dar existencia” a la cosa sino que puede hacer lo propio con lo que no es, lo que no está allí sino dentro de ese mundo paralelo que forman las palabras; todavía más, puede llegar al grado paroxístico de servir para tramar una sofisticada estafa y hacer que un hablante desprevenido crea que una ficción o un personaje ficticio hecho solamente de palabras, sea tenido por real.2
Ahora bien, este inmenso poder del lenguaje se hace francamente ominoso cuando aquello que con él se nombra no es la cosa sino el mero hecho de que la cosa sea. Al fin y al cabo, lo que los filósofos denominan “ser” es también una palabra. ¿Qué ocurrirá entonces si lo que una cosa sea se diga en una lengua de una manera distinta o intraducible a los parámetros de otra?
Sabido es que este es un problema muy difundido que ha obsesionado a nuestra tradición filosófica. Así ha sucedido con un gran número de nombres de nociones recogidas o heredadas del habla original de la filosofía y concebidas en la Grecia clásica, cuyos significados –puesto que el griego clásico es una lengua que llamamos “muerta” porque no sabemos cómo se la usaba– se han perdido y que, por consiguiente, hemos de figurarnos el significado de sus términos por medio de conjeturas semánticas que reconstruyen como pueden los juegos de lenguaje en que tales términos tenían sentido. Objetos extraños que los griegos llamaban ousía, tejné, episteme o la fórmula originaria de la metafísica: to ti, que trasponemos toscamente en el hay y, de forma bastante más arriesgada, en el es, dan lugar a incontables interpretaciones que nunca se saldarán.
Sin embargo, para dar con los típicos atolladeros del nominalismo, no es preciso remontarse tan lejos, a la Grecia clásica. Por ejemplo, los hablantes de español tenemos dos maneras de “decir el ser”: como partícula de una función atributiva (ser, es, siendo) y como determinación de estado (estar, está, estando). O sea que llamamos con dos palabras distintas lo que en otras lenguas respetables y conspicuas se denomina con una sola palabra: être en francés, being, en inglés. Es decir, que en estas dos lenguas, la primera de ellas estrechamente emparentada con la nuestra, porque es romance, ser y estar se dicen de la misma manera, de lo que cabe deducir que, o bien nuestros primos ingleses y franceses omiten un aspecto relevante del estatuto ontológico de la cosa; o bien que nosotros somos inconscientemente objeto de una ilusión trascendental o, si no, que estamos bajo el efecto de una borrachera3 que nos hace “ver” doble donde solo existe una sola condición ontológica.
Incluso cabe añadir un intríngulis nominalista adicional con relación al “ser”: los escolásticos complicaron aún más la cuestión cuando incorporaron a la hermenéutica establecida del to ti lo que llamaron “existir” o “existencia”, términos que pergeñaron del latín ex-stare, que significa primariamente “estar ahí fuera”. De este modo, el hecho de ser, el que haya algo, quedaba denotado en el existir, traspuesto con la intención de darle mayor precisión como fórmula “existenciaria”. To ti pasó a significar que “haya algo fuera”, una cosa, un mundo, etc. y así to ti vino a significar filosóficamente en español: ser, estar... y existir; y dio lugar a larguísimas disquisiciones metafísicas que omitían la cuestión de fondo: ¿cuál es la diferencia entre ser, estar y existir? Haberse apercibido de esto es uno de los grandes logros de Heidegger quien, tras manipular con astucia el alto alemán, advirtió que una cosa exista o que esté allí no es lo mismo que algo sea.
(Y permítaseme ahorrar al lector la manida y tediosa repetición del argumento heideggeriano acerca de la proposición ontológica: que no es lo mismo afirmar la entidad del ente –el qué del ser de una cosa– que pensar el ser, ejecutada además por medio de un allanamiento autoritario de la española distinción entre “ser” y “estar”.)
Cierto es que desarrollar largos argumentos acerca de los matices que se nombran con los términos “ser” y “estar” llevaría a aburridas racionalizaciones a la manera de Ortega y Gasset; y no se trata de eso. Lo que aquí nos importa es observar que la discriminación entre ser y estar adquiere un inesperado dramatismo a la hora de comprender qué quiere decir Alicia cuando afirma en Through the Looking Glass:
Y, un poco más adelante:
Lo que Alicia parece observar es que ser parte (pertenecer a) de un sueño de otro no es lo mismo que ser (estar en) un sueño propio, protagonizarlo o simplemente soñar. De algún modo se sugiere que uno no es el mismo en ambas condiciones y que, en todo caso, lo preferible es que todos –eso, ellos y nosotros– seamos parte del mismo sueño que llamamos mundo.
Pero si bien Carroll pone la condición en el marco de su problema, no establece a ciencia cierta cuál es la diferencia de los estados. Más aún, todo se complica, puesto que Alicia sugiere que uno puede pertenecer al sueño del otro en la misma medida en que el otro es soñado por uno. Parece claro que pensar el mundo como si fuese el sueño de uno no tiene nada que traumático, incluso puede ser divertido como el sueño de Alicia. Lo malo es que, si uno se representa como parte del mundo, como un objeto más, no cabe si no admitir que se puede ser parte del sueño de otro y, eso, como bien advierte Alicia, es inaceptable. Uno puede admitir que es de todas formas, en una u otra condición, pero no que está de la misma manera. Aquí, la española distinción entre “ser” y “estar” que la lengua inglesa no reconoce, adquiere una importancia decisiva, no para seguir siendo sino para reconocerse en lo que se es en verdad.
(¿Qué somos? Vaya pregunta.)
Lo cierto es que no podemos establecerlo; solo cabe una solución teatral que salve la ontología mínima que guardamos oculta y se requiere para no caer en la desesperación, un Deus ex machina: pensar nuestra propia existencia como un sueño divino.
De todas formas, si dejamos a un lado los problemas ontológicos, observamos que la preocupación de Alicia (“no me gustaría pertenecer al sueño de otro”) no está motivada en una genuina condición ontológica sino en una limitación del inglés, puesto que “formar parte” (belong to) en inglés solo puede ser comprendido como ser, nunca como “estar”.
Ahora bien, hagamos como el gato, como si no hubiéramos reparado en la diferencia existenciaria. Hay veces en que sí deseamos formar parte del sueño del otro e incluso penamos y lloramos por no estar allí y daríamos cualquier cosa porque ese sueño (el sueño de pertenecer al sueño del otro) se cumpliera, pero eso solo nos ocurre cuando ya no somos niños.
(Oh, qué vertiginoso.)
Madrid, noviembre de 2013.
NOTAS
1 Tractatus logico-philosophicus, § 5.6.
2 Sobre la naturaleza especial de lo que llámase ficción hemos estudiado un tedioso tratado de Jean-Marie Schaeffer. Vid. la bibliografía más abajo. Schaeffer describe con detalle la índole de una estafa instrumentada con una ficción literaria, a propósito de un personaje llamado Marbot cuya “realidad” se logró por medios y procedimientos exclusivamente literarios. Ref
3 Obsérvese que “estamos” adquiere aquí una importancia inusitada, porque no es lo mismo “estar borracho” que “ser borracho”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Lewis Carroll. Alice’s Adventures in Wonderland and Through the Looking Glass and What Alice Found There, introd. de Hugh Haughton, ilus. James Tenniel (Londres: Penguin, 1998).
Ferdinand de Saussure. Curso de lingüística general, ed. Albert Sechehaye, Charles Bally, y Albert Riedlinger, trad. Mauro Armiño (Madrid: Akal, 2002). Emilio Solanet. Pelajes criollos, Buenos Aires: Letemendia, 2001. Ludwig Wittgenstein. Tractatus logico-philosophicus, trad. Enrique Tierno Galván (Madrid: Alianza, 1980).