Pese a que no hay imagen sin la presencia de la luz –y, en cierto sentido, sin que medie una especie de revelación– lo propio e intrínseco de la experiencia de una imagen no es la certeza visual iluminada sino el engaño. La imagen, en realidad, es siempre una trampa de los sentidos, ya sea porque estos sucumben a la tosquedad de sus propios medios o porque la realidad de una imagen es intrínseca y esencialmente inverosímil; mejor dicho, es un objeto inconcebible, irreal. Se puede tener imagen de algo, de lo que sea, siempre que la consideremos como representación pero, en rigor, no puede haber imagen, en sentido estricto (y ontológico) salvo que aceptemos que los fantasmas existen. De hecho la noción de imagen corresponde a una sensibilidad y a una época en la que, en efecto, se tenía por posible la existencia de fantasmas, pero no parece que esta noción pueda seguir vigente en una cultura realista y empiricista como la nuestra, salvo que demos con la prueba ontológica de la posibilidad de los simulacros. No quiero decir que en nuestra época los fantasmas no sean posibles –en alguna medida, como veremos más adelante, son posibles– sino que, si admitimos que existen, entonces no pueden ser imágenes. En suma, que la noción de imagen es un claro anacronismo y tanto más sorprendente cuanto que nuestra cultura contemporánea suele autopresentarse, en el discurso de unos cuantos semiólogos (algunos de ellos) muy reputados, como una “cultura de la imagen”.
El mundo antiguo consideraba del orden de las imágenes todo aquello que tenía la virtud o cualidad de aparecer (phainein). Jean-Pierre Vernant apunta que además del phainein de los phainomena y de los phantasmata, que ilustran y precisan el sentido de phantasia, en la Grecia clásica circulaba el término eikon, que tiene en el siglo IV a C. un valor técnico y designa la imagen representativa en su materialidad. En otras palabras: la representación material de algo. Una estatua, por ejemplo, estaría asociada en la obra de Platón a eikasia y tendría, por tanto, valor de conocimiento. Téngase en cuenta –añade Vernant– que la eikasia ocupa, en la jerarquía de las cuatro formas de conocimiento que distingue Platón en República (noesis, diánoia, pistis, eikasia) el último nivel de la escala. Platón anota que cuando no se puede aprehender el objeto mismo, es decir, cuando no se lo puede conocer de forma directa (eidenai), tal como sucede por ejemplo con los dioses, la eikasia ha de apoyarse sobre todo en aquello que parece susceptible de tener cierta “semejanza” con el objeto. Así pues, se representa al dios porque no se puede tener de él experiencia inmediata, pero la representación, su efigie, no es imagen sino bretas, un doble del dios. Que sea un doble permite que se lo pueda imaginar mejor. Así entendida, en un sentido amplio, la imagen sólo pertenece al dominio de la doxa, por oposición a la episteme (Vernant, Religions, 128) y, por ende, nada cierto procede de ella. Por lo tanto, las efigies de la estatuaria antigua no eran imágenes, lo que explica que se hicieran toda clase de cosas con ellas (además de pintarrajearlas). Barasch da cuenta de infinidad de conductas anómalas con relación a la efigie del dios y ninguna que sea inequívocamente idolátrica: las efigies se lavan y son acicaladas, se las ata para evitar que los dioses abandonen la ciudad; los emperadores se acompañan en su séquito de sus propias imágenes y efigies, se admite que las imágenes forman los sueños (Patroclo y Aquiles en la Iliada; el encuentro de Odiseo y su madre en el Hades) pero no son consagradas –al menos, no hay testimonio de los coetáneos en ese sentido– y no tienen poderes mágicos. Cuando mucho se les reconoce algún movimiento: sonríen, ponen cara de pena y, en algún oráculo, hablan (Cfr. Barasch 1995). Estos ritos de preparación, lavado y consagración de la imagen, parecen haber sido comunes en Egipto, Babilonia y en la Grecia arcaica y servían para darles vida. (Freedberg, Poder, 109.) El eikon antiguo, pues, no es tanto imagen sino doble.
Lo que hoy en día consideramos "imagen" estaba, pues, estrechamente relacionada en el origen con la ilusión sensible y, por lo tanto, alejada de la verdad. Así también deberíamos considerarla hoy en día. tal como lo demuestra la fisiología de la visión: toda imagen es en el fondo una (re)construcción retínica de datos lumínicos que el aparato del ojo lleva al cerebro para su inacabable y constante elaboración. O sea que es un objeto parcial, transitorio, indeterminado y más próximo a la conjetura o al capricho del observador que a la realidad o a cualquier forma de certeza.
En los tiempos modernos encontramos la misma idea de algo que se aparece (phainein) en el scheinen de los idealistas alemanes y, aunque con un ribete neoplatónico, lo mismo está presente en Schein, (resplandor). De donde la imagen es, en alguna medida, lo que, de la huidiza forma del objeto real, resplandece en la experiencia de ella y que el arte se propone (y consigue) hacer ver. Se repite, pues, la idea de que la imagen tiene dos aspectos, uno bueno –hace ver lo que es, lo que hay tal como está allí– y otro malo: enmascara lo real detrás de una ilusión sensible, diferencia que al parecer estaba ya planteada en la filosofía clásica. En un comentario a Sofista, Carchia apunta:
Contra el sofista, por el contrario, queda claro que el ‘no ser es’; esto significa que la apariencia siempre tiene, sin embargo, una referencialidad, lo quiera o no; en el primer caso, se tratará de la buena apariencia de logos que se revela como alétheia; en el segundo caso, se tratará en cambio de la mala apariencia de lo pseudós. No obstante, cabe concluir que tanto logos como alétheia son en cierto modo apariencias, imágenes. En definitiva, la alternativa para el hombre no se plantea entre el original y la imagen, sino entre la imagen buena y la imagen mala. [...] Quien crea poder salirse de la apariencia, de la finitud de lo humano con la ayuda de sus propias fuerzas, se encuentra atrapado en el mundo de la ilusión.(Carchia, Est. antica, 100–101).
De hecho, no hay imagen sin sombra pero el ojo mira hacia el lado de la luz y desmerece o descarta la tiniebla de un objeto como si ésta no formara parte de él. Así pues, en la vida diaria y con relación a muchas circunstancias, esta discriminación entre la cosa y su sombra no tiene mayor importancia, pero en relación con nuestros semejantes, tratar con descuido su sombra puede resultarnos fatal. La sombra sería el lado siniestro y, por lo tanto, el necesario doble que todos llevamos con nosotros.
Asimismo fatal era para los simples mortales mirar de frente a la Gorgona y en el mito lo fue, además, para la propia Medusa cuando, atrapada en la artimaña de Perseo, se precipitó sobre la sombra de éste reflejada sobre las aguas, lo que Perseo aprovechó para atacarla por la espalda y degollarla. Justamente, en el relato de este mito se muestran los dos atributos –el bueno y el malo– de la imagen. Según el primero la imagen es aquello que hace real la existencia del objeto; el segundo indica que la imagen corresponde a la confusión entre la apariencia de lo real y lo real en sí, viejo tema platónico del que la filosofía (y, actualmente, la ciencia) nunca consiguió desprenderse.
En su lectura de Platón, donde se encuentran estas dos dimensiones opuestas de la idea de imagen, Cassirer observa que la teoría platónica no da ningún espacio a la estética o a una ciencia del arte y que el idealismo clásico trabaja para hacer que la idea de forma resulte fecunda para la estética sin por ello disolver el objeto específico de ésta. La filosofía de Platón gira en torno al conflicto entre dos conceptos: eidos y eidolon, figura e imagen, que comparten una misma raíz en tanto que desarrollos del verbo idein, ver. Cada uno de ellos marca una cualidad opuesta del ver:
a) lo pasivo, que consiste en recoger los atributos visuales del objeto exterior
b) lo activo, que consiste en contemplar el objeto a través de un acto intelectual.
Por otro lado, Platón eleva el pensamiento de lo que hay a la esfera de la forma, lo cual implica para Cassirer, que en el ver la forma hay no obstante un sustrato sensible. (Cassirer, Eidos, 38) y que el arte habrá de heredar el conflicto metafísico entre el mundo de las formas puras y el mundo de las imágenes, entre eidos y eidolon. La condena platónica del arte mimético se debe a que el arte (tejné), en lugar de remontar el pensamiento hacia lo incondicionado, va hacia abajo, hacia lo mediatizado y derivado, lo que acaba por dar pábulo a la subjetividad, la doxa y la libertad; y hace que el artista aparezca como un sofista, puesto que también él se complace con las apariencias. Ambos, artista y sofista, son eidolopoeí, operan por mimesis, es decir, por una creación subsidiaria que no trabaja sobre la contemplación de la forma pura –como hace el artesano– sino sobre su copia y sobre el copiar. Cassirer apunta aquí que la tradición posterior habría de sustituir el concepto de idea por el de ideal, para conciliar la imagen del arte con la forma pura. La tesis platónica es que la unidad de lo múltiple no se puede alcanzar por la vía sensible sino solo por la vía inteligible. O sea que las imágenes (eidola) no pueden producir un concepto (como lo bello, lo justo o el bien). Eidolon se parece a una imagen onírica que ha de reconciliarse con la forma pura y tal reconciliación sólo puede venir a través de una figura matemática. Belleza y verdad (Cassirer, Eidos, 44) requieren del concepto transicional de medida. La proporción sería, pues, la mediación entre la forma y la existencia fenoménica.
En suma, los fantasmas no pueden producir nada verdadero, porque ellos mismos no lo son.
Ahora bien, phantasma no es propiamente imagen sino “lo que aparece”, de donde podría tener sentido traducir phantazesthai (phantasia, visión) como “presentación” que nombra indistintamente lo que se nos aparece en sueños o lo que nos sucede en la vigilia. (Ferraris, Imaginación, 12). No habría entonces para los antiguos diferencia estricta entre realidad y sueño por lo que se refiere a la naturaleza de lo que hay. Eidon es “lo visto”, y es condición tanto de la verdad como del engaño. Tanto si se trata de una alucinación o de un fantasma verdadero y es siempre la imagen de algo que ya no está presente y que es preciso recordar. En Grecia la idea de visión conlleva de hecho –lo mismo que en nuestras época– la acción de la memoria. Ver, recordar y fingir (lo mismo que imaginar) son lo mismo, de ahí el llamado "efecto Rashomon".
Ferraris se extiende sobre los sentidos de la phantasia griega. Observa que ha sido traducida de tres modos: como visio, imaginatio, (Cicerón, Auro Gellio, Quintiliano, Agustín, Celio Aureliano, Boecio), como ilusión o extravagancia (Quintiliano) y como ostentación (en la Patrística) (Ferraris, Imaginación, 13); y que más tarde, en la época moderna, la imaginación se asocia con la fantasía: la primera pone el hombre y el caballo; la segunda pone el centauro. Como toda imagen es signo de sí misma y, a la vez, anticipación de algo que habrá de aparecer y que se confirma cuando la deseada confirmación no tiene lugar estamos ante la presencia de un objeto imaginario. Ferraris advierte la dificultad de establecer una diferencia entre materia y forma debido a esta circunstancia, o entre sensible (la sensación presente) e inteligible (el reconocimiento de la sensación como el de un caso), razón por la cual no puede hablarse de un pensamiento que no imagine: el alma no piensa sin imágenes y, sin embargo, no podemos tener una imagen del alma como no sea la representación del alma por la mirada en el espejo, o cuando Sócrates afirma que vemos la psyché de los demás en sus ojos.
Ahora bien, las imágenes que se piensan no son phantasmata. En suma: que solo estamos en condiciones de “pensar la imagen” cuando la referimos a alguna condición fantasmal o cuando el arte se hace capaz de producir un objeto nuevo que antes no existía; es decir, cuando la técnica trasciende el límite de la reproducción mimética, lo que tiene lugar durante el Barroco y después, cuando el arte consigue generar un simulacro. Ante un trompe l’oeil: ¿qué diferencia se puede establecer entre una representación mimética y un simulacro? El simulacro no es, como piensa Baudrillard, la mimesis completa que revela el mundo como lo siempre representado (Baudrillard, Seducción, 62). El estatus del simulacro trasciende la condición de imagen puesto que el simulacro no es imagen sino, como el mismo Baudrillard sugiere (Cfr. Baudrillard, Échange,175–188) un tipo de ilusión o ficción pura. Por consiguiente, hay una diferencia de fondo entre el reconocimiento que opera en la imagen y la ilusión simple y la que tiene lugar delante del simulacro. Salvo que admitamos que hay un reconocimiento por mediación del simulacro, lo que sería la aportación del Barroco.
El simulacro es la consumación del engaño de los sentidos, mientras que el programa de la imagen (o de la representación) persigue alcanzar la fidelidad en la semejanza, desde un punto de vista mimético. Ese programa queda definitivamente superado cuando el Barroco concibe el trompe l’oeil. Pero, paradójicamente, solo cuando son posibles este tipo de simulacros (fantasmas) llegamos a una idea consistente de imagen.
El Barroco introduce un problema teórico con relación a la mimesis. Cuando damos con un trompe l’œil: ¿qué diferencia podemos establecer entre una representación mimética y un simulacro? El estatus del simulacro trasciende la condición de la imagen, es su grado cero. (Marin, De la réprésentation, 303.) porque el mismo simulacro no es imagen.
Según Charpentrat, esto se debe a que el trompe-l’œil plantea una oposición entre mimesis e ilusión, representación y simulacro. A través del simulacro, una imagen que no representa nada, el Barroco consigue un tipo de reflexividad inédita, la que se necesita para trascender los límites de la experiencia cuando se reproduce a veces elípticamente el acto de crear. La imagen no es icono, ni ídolo, ni sustituto, sino puro signo y para ello, ha de tomar prestado algo del icono (la figuración, pero hipertrofiada) y algo que está implícito en la abstracción. ¿Qué? La pauta que se sugiere al contemplador: “Te estoy engañando”; o, explícitamente, de manera desfachatada: “Esto es falso”. No es tanto “No creas en lo que te dicen los sentidos” sino más bien un “Mira bien, presta atención: ya no puedes fiarte de la razón”. El Barroco no solo no quiere decir la verdad sino que sugiere que es absurdo proponerse alcanzarla. Igual que en la pintura skiagráfica, ultrarrealista, se trata de trascender el imperativo de representar algo, se trata de poner algo nuevo en el mundo. Así pues, en el trompe-l’œil no hay reconocimiento, como sucedía en el eidolon antiguo, aquel doble que sin embargo oficiaba como su modelo, sino ilusión pura y absoluta.
¿Cuándo comienza el devenir simulacro de la representación? Cuando se inventa la perspectiva. La perspectiva permite reconocer que un objeto tiene tres dimensiones pero no las tres dimensiones que se dan de forma inmediata. Este efecto generalizado se consigue en el simulacro, que da lugar a una presencia opaca. Lo falso en las pinturas de Gaulli, en Pozzo o en Cortone no está presente como ausente. Está presente sin más, es un rastro definitivo. De ahí que Charpentrat afirme que el trompe-l’œil es una investigación sobre una naturaleza diferente, un tipo nuevo de ilusión, como la de un espectro, que no se propone la ilusión por medio del engaño sino producir estupefacción.
El simulacro nos hace ver algo acerca de nuestra posición como contempladores, no nos trae la cosa ausente, como el eidolon antiguo. En primer lugar, el simulacro vuelve sobre sí mismo, no es admirable sino asombroso porque, si bien en la imitación se guarda distancia respecto del modelo, el simulacro lo sustituye totalmente. Es una copia final que hace desaparecer el modelo.
Por un instante entre saber y visión, prospecto y aspecto, en una fascinada supresión de la mirada, nos hace ver la superficie del espejo, el vidrio de la ventana, la transparencia de la pantalla. (Marin, De la réprésentation, 310.)
Si es aparición, entonces es un espectro que realiza la inversión final. Por una parte, recupera la noción de imagen en una época en la que se supone que ya no creemos en los fantasmas y, por otra parte, nos convierte en imágenes: otras tantas recreaciones de la Medusa. Podría pensarse que esto es justamente lo moderno pero la repetida presencia del Gorgoneión
en los objetos y los monumentos antiguos lo desmiente. El Gorgoneión se reproduce no sólo en los escudos sino en los frontones de los templos, en los cielorrasos, acróteras y antefijos, en tejidos, joyas, sellos, monedas, en el pie de los espejos, en los fondos de los jarrones y las copas, como recuerdo del sol negro, que es la muerte.
En su prodigiosa dimensión, el eikón, la imagen-reflejo de Medusa, está todavía cercana al eídolon, al doble (imagen del sueño enviada por los dioses, espectro de los difuntos, aparición fantasmagórica) que establece un puente entre nuestro mundo y el más allá, convirtiendo en visible lo invisible, la imagen de la Gorgona reúne los caracteres de la presencia sobrenatural, inquietante, maléfica y el de la falsa apariencia engañosa, la del artificio ilusionista destinado a mantener cautiva la vista. (Vernant, Individuo, 123–4)
Medusa está fuera del espejo, como deidad funesta; pero también está dentro de él, como imagen (doble) que distrae, ilusiona y al mismo tiempo permite sustraerse a la ilusión y hace pensar en una experiencia de la verdad mucho más plausible y tangible de lo que en realidad es.
Barcelona, diciembre de 2012
Notas
1. En realidad, todo el mito gira en torno a la visión y la imagen. Téngase en cuenta que los ojos de Medusa son letales para quien los mira directamente.
2. Cfr. Charpentrat, P. “Le trompe l’oeil”, en Nouvelle Revue de Psychanalyse, 4, 1971, pp. 160-168.
3. Dicho al pasar: tenemos un interesante ejercicio de reflexividad, explícitamente dedicado a representar el acto de la creación en la película El sol del membrillo de Víctor Erice (Madrid: 1992).
4. De ahí que Baudrillard afirme que la fotografía haga desaparecer lo real. Cfr. L'Échange, op. cit.
Referencias bibliográficas
Barasch, Moshe. Icon: Studies in the History of an Idea, Nueva York: New York University Press, 1995.
Baudrillard, Jean. De la seducción. Traducción de Elena Benarroch. Madrid: Cátedra, 1981.
———. L’Échange impossible. París: Galilée, 1999.
Carchia, Gianni. L’estetica antica. Roma-Bari: Laterza, 1999.
Cassirer, Ernst. “Eidos et Eidolon: le problème du beau et de l’art dans les dialogues de Platon.” Traducción de Christian Berner, 1992.
Charpentrat, P. “Le trompe l’oeil”, en Nouvelle Revue de Psychanalyse, 4, 1971, pp. 160-168.
Ferraris, Maurizio. La Imaginación. Traducción de Francisco Campillo García. Madrid: Machado Libros-La Balsa de la Medusa, 1999.
Freedberg, David. El poder de las imágenes: Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta. Traducción de Purificación Jiménez y Jerónima Bonafé. Madrid: Cátedra, 1989.
Marin, Louis. De la représentation. Preparado por Daniel Arasse, et al. Hautes Études. París: Editions du Seuil-Gallimard, 1994.
Vernant, Jean-Pierre. El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia. Traducción de Javier Palacio. Barcelona: Paidós, 2001.
———. Religions, histories, raisons. París: Máspero/La Découverte, 1979.