David Casacuberta
Cada hombre, un artista
El objetivo de este texto es doble. O dicho más académicamente, contiene dos tesis:
1. A la hora de definir el arte digital, la tecnología es mucho me- nos importante de lo que podría parecer a primera vista.
2. Además de ser un modelo estético, la creación colectiva es, sobre todo un posicionamiento ético en relación a la función de internet en el desarrollo y distribución de la cultura.
Los dos objetivos están interrelacionados, ya que el segundo punto es un buen argumento a favor del primero. Y a su vez, el primero permite comprender mejor al segundo: frente a una lectura excesivamente tecnológica de algunos críticos y analistas, la fuerte tendencia -compatible con otras, claro está- del arte y la cultura digitales por la creación colectiva no se debe a ninguna imposición tecnológica sino resultado de una interacción más compleja donde hay que incluir también a los artistas, el público y también el tejido empresarial. En este juego a cuatro bandas la tecnología juega siempre el papel menos fundamental, siendo más bien un mediador de hacia donde los otros tres vértices del cuadrado quieren ir. La creación colectiva quiere deformar ese cuadrado perfecto y hacer que el ángulo donde está el público pese mucho más, evitando tanto el «arte elitista» como la cultura como mera excusa para montar negocios.
Defender nuestra primera tesis (la poca importancia de la tecnología en el desarrollo del arte digital) puede intuirse a partir de ejemplos de la historia de la tecnología. En primer lugar, veremos que creadores y promotores de un sistema tecnológico no tienen por qué imponer cuál será el uso final de la tecnología. Aquí es muy significativa la historia del teléfono. Su inventor, Graham Bell, imaginó su aparato como un precursor del actual e-learning: su modelo de negocio presentaba al teléfono como un sistema para recibir conferencias y clases cómodamente en tu casa: hasta imaginó que podrían escucharse conciertos a través de él. Sin embargo, los usuarios se lo apropiaron y lo utilizaron para sus propios fines, la comunicación transpersonal.
Ya entrando más en el espacio de la tecnología cultural, es significativo observar cómo aunque el inventor tenga claro el uso, si no hay una serie de prácticas culturales detrás que ayuden al desarrollo, el invento final puede acabar teniendo un uso muy diferente al original. Lev Theremin, el inventor del aparato musical que lleva su nombre, había imaginado ya una cultura digital en los años veinte, no demasiado diferente a la que tenemos en la actualidad, pero su aparato acabó teniendo un uso mucho más simplón, para hacer efectos en películas de serie B o de relleno curioso en una canción pop como el conocido Good Vibrations de los Beach Boys.
Finalmente, se necesita una evolución para que los artistas se den cuenta de que pueden hacer cosas más interesantes con esas tecnologías culturales que las que se habían propuesto inicialmente. Un ejemplo perfecto es la historia del sintetizador. Walter Carlos ayuda a Robert Moog a desarrollar un primer prototipo de sintetizador más fácil de usar por un músico. Hablamos de una persona interesada por la música experimental y que había trabajado con Stockhausen. Sin embargo, cuando se pone a hacer música con este revolucionario aparato ni se le ocurre hacer un arte igualmente revolucionario, sino que se pone a interpretar (ejecutar en el sentido más genuino del término) música de Bach. Sólo los años permitieron que los músicos se dieran cuenta de que el sintetizador era mucho más que un piano que podía hacer ruiditos raros.
Podemos ver así la importancia de un tejido cultural en el que hay una serie de artistas empeñados a hacer algo desde unos de- terminados parámetros, modelos y paradigmas estéticos y éticos y una tecnología que facilita esos usos en el ámbito cultural. Uno ya puede tener la gran tecnología recién salida del laboratorio; sin un entorno de significaciones que dé sentido a esa tecnología, su uso será muy diferente. Sin una serie de artistas que insuflaron sus principios éticos y estéticos al arte contemporáneo, el arte y la cultura digital actual ser parecerían más a los theremines haciendo sonidos espaciales en las películas de Ed Wood o al Switch on Bach de Walter Carlos. Un colectivo artístico clave fue sin duda Fluxus.
Que nadie se espante, no voy a entrar a historiografiar a esos artistas. Por no hacer, ni los voy a listar. Ya existen textos especializados –que recomiendo leer- para conocer al colectivo. Simplemente quiero mencionar los principios básicos que guiaban a ese colectivo y que tanto ha marcado la cultura digital actual.
Una primera premisa clave fluxiana es la tirar el manual de instrucciones y jugar con las tecnologías de forma diferente. Un buen ejemplo es Yasunao Tone, que fascinado ante la idea de que la lectura digital de la música al ser un acto binario podía hacer que los errores de lectura transformaran totalmente la música (en el modelo analógico los errores son escalados, en el mundo digital es un salto de 0 a 1) no paró hasta conseguir que un reproductor leyera CDs totalmente rayados de mil formas posibles.
La otra premisa vital es el activismo, la idea de que el arte tiene una función política. Y una de esas funciones es precisamente democratizar el arte, conseguir, según el famoso dictum de Beuys, que cada hombre sea un artista. Y ello nos lleva, de forma natural, a la idea de creación colectiva. Fluxus ya imaginaban performances, instalaciones, conciertos, etc en los que la pieza se creaba de forma colectiva, con la participación clave del público. Sin público no había realmente obra. Y lo hicieron unas cuantas décadas antes de la aparición de internet. Y si una serie de artistas en los noventa se lanzan a explorar esa línea de entender el arte no es meramente porque la tecnología digital facilita estos ejercicios de creación colectiva. Más bien, es la influencia –a veces directa, a veces por doble exposición- de Fluxus sobre una serie de artistas que ya tenían su cabeza amueblada con los elementos básicos del activismo.
De hecho, si uno sigue la historia del activismo electrónico, ve cómo la tecnología que al principio tenía un papel más significativo como novedad va perdiendo su fuerza como elemento cohesionador, convirtiéndose en un mero catalizador que no of- rece casi perspectivas estéticas de interpretación. Un colectivo como Etoy (www.etoy.com) a mediados de los noventa buscaba la estética ciberpunk y tomaba más el activismo como una excusa para justificar bromas pesadas resultado de jugar con las nuevas tecnologías. Nada que ver con posicionamientos como los de Daniel García-Andújar (http://irational.org/TTTP/), que ha ido eliminando los juegos tecnológicos y la tecnoestética para hacer proyectos de matiz claramente social, donde lo único que se busca en la tecnología es funcionalidad para facilitar el diálogo y la construcción social.
No estoy diciendo que las obras de Daniel no tengan un elemento estético. Todo lo contrario: gracias a él la estética del activismo ha madurado, abandonando las referencias adheridas históricamente a la ciencia-ficción o las bromas de nerds para cosificar el espíritu de Fluxus cada vez mejor.
El lector o lectora prevenidos habrán notado que hay un vértice del cuadrilátero del que no hemos dicho nada: el tejido empresarial. Su influencia es clara. Muchas veces es positiva, pero otras tantas puede resultar también muy negativa. Si volvemos a la historia de la tecnología nos encontraremos con el vídeo. De tres posibles formatos, VHS, Betamax y 2000, acabó ganando el que claramente era el peor formato de los tres. Y de hecho, durante la lucha, el primero en caer fue el 2000 que, curiosamente, era el mejor formato de los tres. ¿La razón? Un buen lobby de multinacionales.
En estos momentos se está definiendo una nueva cultura, una cultura del remix, en el que los creadores construyen sus obras a partir de fragmentos de otras creaciones, desmontándolas y remodelándolas en función de sus intereses. Se trata de una cultura en definición: el agua nos debe llegar ahora a la altura de la rodilla, y delante nuestro hay un mar de posibilidades que nos espera. Sin embargo, el vértice empresarial se siente muy cómodo en el modelo anterior, y está aterrado ante la posibilidad de una nueva cultura en la que ya no se sepa mover. Lawrence Lessig lo ha expresado en una excelente metáfora: para él, la industria discográfica o del cine es como unos carniceros que se han especializado en pillar un bicho cualquiera y despedazarlo para aprovechar su carne de la mejor forma posible. Un día ven un caballo de carreras y automáticamente, piensan en la mejor forma de aprovecharlo es despedazarlo para aprovechar mejor su carne, sin caer en cuenta de que hay cosas mucho mejores que hacer con un caballo de carreras.
De ahí la importancia de Creative Commons (www.creativecommons.org) y su búsqueda de licencias alternativas que faciliten la cultura del remix. Pero sobre todo, la importancia de esta nueva forma de entender la cultura digital que es la creación colectiva. La creación colectiva es claramente un nuevo paradigma estético a la hora de entender la función del artista en el mundo, pero también es un paradigma ético que nos plantea otra forma de entender la función del creador en relación a la sociedad y de cómo la información ha de circular de la forma más libre posible. Encarnado en iniciativas como Creative Commons o la licencia aire incondicional de Platoniq (www.platoniq.net), también se convierte en un nuevo paradigma económico que plantea otras formas en que los artistas se relacionan con su material y obtienen los beneficios económicos de otra manera. Pero sobre todo, la creación colectiva es un paradigma cultural. Estamos planteando una cultura del remix: una nueva forma de escribir en la que no utilizamos exclusivamente palabras sino también imágenes, sonidos, dibujos, vídeo, etc. El gran obstáculo es buena parte del tejido empresarial que sigue viviendo del mundo de la propiedad intelectual. Hay que enseñar a los carniceros a convertirse en remezcladores, o si no que cierren las carnicerías de una vez y nos dejen hacer la nuestra.