Scripta Nova |
Juan Luis Suárez de Vivero
Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla
vivero@us.es
Juan Carlos Rodríguez Mateos
Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla
juancarlos@us.es
David Florido del Corral
Departamento de Antropología Social de la Universidad de Sevilla
dflorido@us.es
La gobernanza en la pesca: de lo ecológico a lo ético, de lo local a lo global (Resumen)
Partimos de la necesidad de realizar, desde una perspectiva crítica, una reflexión acerca de las posibilidades y limitaciones de la aplicación del concepto de la gobernanza como paradigma de gestión en la pesca, a un nivel global. Partiendo de la situación de crisis, ecológica e institucional, que afronta en la actualidad la pesca, se exponen los diferentes sentidos aplicables al término gobernanza en el ámbito marítimo para, a continuación, realizar un recorrido político-institucional que muestra que el ámbito oceánico ha sido pionero en desarrollar un enfoque próximo a este modelo. Queremos subrayar las claves de un debate político y ético acerca de las diferentes dimensiones implicadas en la realidad pesquera, discutiendo los aspectos más prácticos, políticos, de este debate, en un contexto caracterizado por el debilitamiento del Estado a favor de la mercantilización como proceso institucional dominante.
Palabras clave: gobernanza del océano, gobernanza de la pesca, justicia social, estado, mercantilización.Abstract
Today is necessary a reflection upon the opportunities and challenges of the application at global level of the governance paradigm to fisheries, in a global frame where both ecological and institutional crises demand a holistic approach. First, it is explained the different meanings of ‘governance’ concept, addressing the institutional and political process of governance pattern in ocean issues. On the other hand, it is showed the political and ethical dimensions of the debate, emphasizing key concerns such as participation, democracy, social justice and cultural recognition –understood as a whole, within a context characterised by reducing the State to its minimum expression and by encouraging its replacement by new actors, such as the market and other social agencies.
Key words: ocean governance, fisheries governance, social justice, state, mercantilization.El ámbito de la pesca es especialmente idóneo para abordar temas como la justicia social y la gobernanza, puesto que son numerosos los actores implicados directa (pescadores, cofradías y asociaciones de armadores, empresas transformadoras y comercializadoras, Administraciones encargadas de la política pesquera) e indirectamente (consumidores, grupos ecologistas, científicos, medios de comunicación, etc.), y dado que el equilibrio entre protección de derechos socioeconómicos individuales, el derecho al desarrollo de las comunidades litorales y la salvaguarda de derechos ambientales es enormemente complejo. Recordemos que hoy es patente la polémica entre el mantenimiento de una política social, que es vista por los pescadores afectados como urgente necesidad y como “derecho a corto plazo”, y el planteamiento de una gestión pesquera más asociada a la protección ecológica, que es percibida como un derecho global a largo plazo (Commission of the European Communities, 2001; Suárez de Vivero, 2002). La intrínseca variedad de la industria pesquera, en términos de escala, tecnología, riqueza de formas socio-económicas y expresiones culturales, se adecua a la polisemia del término gobernanza como modelo de gestión. De este modo, la complejidad de la problemática requiere repensar las formas tradicionales de hacer política oceánica y pesquera.
En el mismo sentido, también parece necesario un cambio importante de modelo de Economía Política, que incluya consideraciones y criterios tanto ecológicos como socio-culturales. Para analizar tal situación partimos de una perspectiva contextualista de análisis (Van Ginkel, 1999) y de un concepto pluridimensional de los hechos económicos, tal y como los define la Economía Política en el ámbito del pensamiento socio-antropológico (Roseberry, 1988). Tal mirada se podría resumir del siguiente modo: los hechos económicos deben ser estudiados en relación con aspectos políticos –tramas de relaciones de poder y sistemas de gestión–, con sistemas axiológicos e ideológicos –desde qué se entiende por riqueza a qué papel deben jugar los diferentes actores institucionales en la conformación de la economía política–, y con las tramas socio-laborales y de intercambio –procesos de trabajo, formas de redistribución del producto, formas de comercialización y de financiación–. El hecho económico es resultado de este complejo conjunto de interacciones, cuya tupida red lo estructura. Y, además, esta red funciona a diversos niveles, desde los más globales –las dinámicas de comercio internacional o los diseños de política económica de gran alcance, verbigracia–, a los más locales –tradiciones locales de gestión, producción, intercambio y consumo, modos de organización del trabajo, constelaciones políticas locales y regionales, etc.– (García & Charles, 2008). Por otra parte, este texto también pretende ser sensible a las lecturas de la economía que buscan los vínculos entre la actividad racionalizadora de la actividad crematística con la dimensión moral, institucional y social de la misma (Sen, 1997; Pena López y Sánchez Santos, 2007).
Partimos de la idea de que las viejas estructuras organizativas parecen haberse quedado obsoletas y hasta cierto punto deslegitimadas al permanecer estrechamente asociadas a las instituciones del Estado, y más concretamente a su proceder centralista. Estas instituciones, que durante una amplia etapa histórica se habían visto respaldadas por un amplio consenso social –especialmente en la época de auge del Estado del bienestar (Navarro, 1987 y 2000) –, están experimentando hoy diversas críticas, siendo, en algunos casos, sustituidas por nuevos actores (Grasa y Ulied, 2000: 13-26). De este modo, redes comerciales y financieras, junto con otras “redes innovadoras” (grupos científicos o de intercambio tecnológico, redes de protección ambiental, grupos de apoyo a iniciativas de paz, etc.), desde una perspectiva generalmente fluida, van suplantando a las viejas estructuras de poder. Todas estas transformaciones están haciendo surgir nuevos paradigmas de intervención política, entre los que el de la gobernanza se ha convertido en el más importante y en el más acabado desde un punto de vista teórico.
Es un hecho que la industria pesquera, aun siendo un sector productivo esencial en la explotación del océano y uno de los de mayor tradición histórica, debe competir cada vez con un mayor número de usos, situación que ha exigido unas nuevas reglas de juego para el gobierno de lo oceánico. Este dominio, en la medida en que se ha mantenido, parcialmente, como el último dominio de lo común (más allá de la soberanía del Estado), ha sido quizá uno de los primeros laboratorios de la gobernabilidad global. De hecho, desde la III Conferencia de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (en adelante CNUDM) se puede hablar del desarrollo de una primera aproximación a la gobernanza del océano y, dentro de este contexto, a la gobernanza de la pesca. Hay que tener en cuenta, además, que muchas de las cuestiones específicas de la pesca están a su vez ligadas a problemas y retos de carácter más general (desequilibrio población-recursos, degradación ambiental, pobreza y subdesarrollo, desequilibrios comerciales a gran escala), que por su alcance planetario han ido impulsando la idea de gobernabilidad global asociada a su vez a la necesidad de cambios en las estructuras de poder (descentralización y mayor participación) que afectan a la propia institución del Estado. Las formas de poder que éste ha ido generando, no sólo parecen quedar obsoletas frente a estos grandes retos, sino que incluso están siendo cada vez más deslegitimadas.
Ahora bien, admitiendo que el Estado y su aparato organizativo ha dejado de ser el único protagonista político y que los nuevos agentes sociales, políticos y económicos han de ser tenidos en cuenta al analizar la praxis y las concepciones políticas en la contemporaneidad, es también imprescindible discriminar la gobernanza como propuesta teórica del liberalismo económico y político (Estado mínimo), de aquélla como proceso político característico de las relaciones de poder en el cambio de siglo, cuyas reglas han de ser definidas y cuyos agentes deben ser identificados, con los objetivos, más políticos y éticos que meramente técnicos, de conseguir una mayor justicia social y sostenibilidad social, económica y ecológica de la pesca y los pescadores.
Los grandes desafíos que deben afrontarse para una gestión razonable del medio marino y sus recursos han impulsado la búsqueda de nuevas fórmulas, donde los aspectos sociales, políticos y ambientales estén más presentes que en las perspectivas de gestión anteriores. Por esa razón, el denominado paradigma de la gobernanza se ha ido convirtiendo en uno de los enfoques analíticos y propositivos quizá más útiles y atractivos, debido a su capacidad de abarcar la totalidad de instituciones y relaciones implicadas en el proceso de gobierno (Pierre y Peters, 2000:1). Este paradigma tiene raíces teóricas muy variadas –economía institucional, relaciones internacionales, estudios sobre organización, teorías del desarrollo, ciencia política, gestión pública–, con lo que se ha convertido en tiempos recientes en un término multifuncional y multidireccional, aplicado en distintos ámbitos (Natera, 2004: 4-5): el ámbito de la gestión pública (en conexión con el paradigma de la Nueva Gestión Pública), el del análisis de políticas públicas (policy networks), el de la economía política, el de la gestión empresarial (corporate governance), el de las relaciones internacionales, el de la estrategia de las organizaciones internacionales (“buena gobernanza”[1]), el de la política urbana (gobernanza local, participación ciudadana) y el de la Unión Europea (gobernanza multinivel). En líneas generales, la gobernanza vendría a ser un sistema de gobernabilidad más flexible, menos dirigido desde instancias jerárquicas y en el que se incorporan –o se deben incorporar– actores desde diferentes ámbitos (administración en niveles inferiores, sociedad civil, medios de comunicación, científicos o empresas) (Martinelli, 2004), y para el que se han de definir nuevas reglas de juego. Estas reglas afectan tanto a la distribución del poder como a los mecanismos de regulación y control en el establecimiento de medidas. Por último, en este sistema de gobernabilidad deben tener cabida diversos objetivos y finalidades que sirvan como común denominador de los actores involucrados (Kooiman, 2003). Esta propuesta pretende adaptarse mejor al contexto de la actual sociedad postmoderna –cuyas características clave son diversidad, dinamismo y complejidad–, para el que se requiere dar respuestas más plurales y que impliquen a una más amplia gama de actores. Así, puede darse a veces una acción de gobierno compartida entre actores (co-gobernanza) y otras veces acciones con un carácter más marcadamente intervencionista –por parte del Estado– y jerárquico (gobernanza jerárquica) (Kooiman, 2000; 2003: 3-10).
La complejidad, variedad y dinamismo del medio oceánico han provocado que el concepto de gobernanza resulte idóneo tanto en el análisis de dicho medio como en la formulación de propuestas para su gestión. El concepto de gobernanza parece adecuarse más a los actuales enfoques epistemológicos de análisis oceánico y pesquero, a las necesidades de ordenación de una realidad física y socioeconómica compleja y a la consecución de determinadas metas, es decir, un concepto consistente con la etapa posmoderna (Vallega, 2001). Podemos definir la gobernanza oceánica como un conjunto de reglas, prácticas e instituciones que interactúan a todos los niveles para proporcionar equidad y sostenibilidad en la asignación y gestión de los recursos y espacios oceánicos (Mann Borgese, Bailet, 2001), es decir, un peculiar sistema de “gobierno” en el que tendrían cabida reglas formales e informales, antiguas y nuevas estructuras de poder (instituciones estatales y otros actores sociales: ONGs ambientalistas, empresas de explotación de recursos marinos, trabajadores del mar,…), eficiencia y equidad en la gestión de los recursos, y mecanismos de resolución de conflictos en cuanto al acceso al océano, especialmente teniendo en cuenta que los problemas son más agudos en un ámbito en el que los actores son interdependientes (Friedheim, 1999: 748). Estamos, pues, ante un proceso de gestión/ordenación integrada de las actividades socioeconómicas marinas, de protección y restauración del medio ambiente marino, y de mantenimiento de la calidad de vida de las poblaciones humanas que dependen de este ámbito para su supervivencia. En otras palabras: una forma de gestión que tiene como meta el desarrollo oceánico sostenible[2].
En el ámbito marino y, en concreto, en el área de la gestión pesquera, tanto la acepción de gobernanza como “nuevo modelo de gestión”, como las acepciones “gobernanza global/internacional” y “buen gobierno” están muy presentes. Veamos estos significados o usos de la gobernanza como herramienta de gestión y/o como filosofía política, cuando la aplicamos al ámbito oceánico.
Gobernanza como orden internacional: gobernanza global
La dimensión de globalidad adquiere su más pleno sentido en lo que a los océanos se refiere, tanto desde el punto de vista físico-natural (movilidad y fluidez de la masa oceánica a nivel planetario y su propia función reguladora global), como desde la perspectiva jurídico-política (la mayor parte de las aguas oceánicas están sujetas al régimen de la alta mar o de la denominada ‘zona’, esto es, son de acceso y uso libre y constituyen patrimonio común de la humanidad, si bien ya se aprecian indicios para su regularización y control político y económico por parte de los Estados, como señalaremos a continuación).
Por tanto, lo oceánico, incluida la pesca, se caracteriza hoy por la existencia de problemas y conflictos de naturaleza global, no compartimentables, y a los que al conjunto de la comunidad internacional le resulta imposible sustraerse. De ahí la necesidad de abordar acciones orientadas a resolver, mitigar y prevenir problemas y conflictos por parte, no solamente de los Estados, sino del resto de actores de las relaciones internacionales. Todos han de acudir a procedimientos e instrumentos adecuados para su aplicación a un territorio integrado por jurisdicciones nacionales y por espacios fuera de la jurisdicción nacional (alta mar y zona), ofreciendo así uno de los rasgos de la gobernanza como orden internacional: la ausencia de una autoridad central y, al mismo tiempo, una fuerte interacción entre actores públicos (nacionales y transnacionales) y privados (mercados, ONGs).
En el plano internacional, las cuatro últimas décadas se han caracterizado por el surgimiento de una serie de iniciativas y acciones de carácter internacional orientadas a crear un “nuevo orden oceánico” (Suárez de Vivero, 1985) y, en el ámbito estricto de la pesca, a afrontar la demanda creciente de productos pesqueros y la correlativa presión sobre los recursos. Los Estados (en un periodo de profunda transformación de la comunidad internacional por el proceso de descolonización), las instituciones internacionales y las organizaciones regionales de pesca han ido tejiendo una red de iniciativas (instrumentos jurídicos e instituciones) sobre las cuales se ha alzado el edificio de la gobernanza de los océanos y, de forma particular, de la pesca.
Gobernanza como nueva forma de gestión pública
En este caso se diferencia entre gobierno y gobernanza, representando el primero el sentido “intervencionista” del Estado y la segunda un mayor protagonismo de los distintos agentes sociales. En el ámbito de la pesca, implica mayor participación de todos los componentes del sector (y de toda la cadena pesquera) y más capacidad en la toma de decisiones por parte de diversos agentes sociales, usuarios, etc., y ello a diversos niveles (local, regional) –el denominado stakeholder approach (Mikalsen & Jentoft, 2001). Es decir, la política oceánica integra un número más amplio de agentes, con distintas racionalidades y objetivos, cuyas perspectivas deberían ser tenidas en cuenta en la gestión. Del mismo modo, la óptica política pesquera se desplaza desde las actividades extractivas, sobre las que había recaído gran parte de la actividad reguladora del Estado, hacia el denominado fisheries chain, complejo bucle de la actividad pesquera que incluye un amplio espectro de agentes vinculados a la actividad más allá del sector extractivo. Definir las reglas para gobernar bajo la nueva filosofía, y con la participación de todos los actores afectados, debe ser tarea imprescindible para aplicar el nuevo modelo de gestión pública (Kooiman et al., 2005).
Gobernanza como “buena gobernanza”
Esta acepción se corresponde con la declaración explícita de principios como la representación, legitimidad, justicia, ética...y los nuevos valores/principios relacionados con el medio ambiente (ética ambiental): precaución, responsabilidad, reparto justo y equitativo de los recursos genéticos o soberanía alimentaria. Estamos ante principios de los que ya se hace eco la FAO en su discurso institucional (FAO, 2005), y que pone de manifiesto la reintroducción de nuevos modelos de intervención política que huyen de la presunta asepsia valorativa de las filosofías tecnocráticas y economicistas de gran parte del siglo XX.
Estos tres conceptos de gobernanza están, bien subyacentes, bien explícitos, en las distintas proposiciones e iniciativas de carácter internacional de organismos tales como Naciones Unidas, FAO, Banco Mundial (World Bank, 1989), OCDE o la Unión Europea (Comisión de las Comunidades Europeas, 2001). En todas esas iniciativas y documentos se trata de dar una nueva orientación a la ordenación pesquera como consecuencia de la crisis biológica e institucional que viene afrontando ésta en las últimas décadas (Crean & Symes, 1996).
Modernamente, los pilares institucionales de la gobernanza del océano se han configurado en torno a: i) la III Conferencia de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (CNUDM) –convocada en 1970, iniciada en 1973, aprobado el texto en 1982 y en vigor desde 1994–, con sus precedentes (I y II Conferencias); ii) la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo y Medio Ambiente de 1992 (UNCED) y, en concreto, la Agenda 21 con el capítulo 17 dedicado a los océanos y las zonas costeras.
La CNUDM en particular se puede interpretar como la fase final de la tradición marítima de la Edad Moderna, en la que lo oceánico se concibe como una cuestión de la “comunidad internacional” regida por el principio del mare liberum e inspirada –antes de la reforma de la Parte XI y el Acuerdo sobre especies transzonales y altamente migratorias– en la acción pública como elemento equilibrador de las desigualdades entre Estados; o dicho de otro modo, se entiende la zona como patrimonio común de la humanidad y se establecen órganos como la Autoridad y la Empresa. Pero la CNUDM dio paso, al mismo tiempo, al nacionalismo marítimo con la consagración de las jurisdicciones ampliadas y el consiguiente retroceso de los espacios comunes (la alta mar y los fondos marinos), dando pie a su vez a la emergencia de las primeras leyes nacionales (Canada´s Oceans Act, 1997 y U.S. Ocean Act, 2001). Con las leyes nacionales surge una nueva generación de políticas públicas caracterizadas por el reconocimiento de una acción integrada y omnicomprensiva de lo oceánico que permita gestionar los usos múltiples y sus interacciones, al tiempo que se incorporan principios consagrados en Río-92, tales como el de sostenibilidad, la ordenación basada en ecosistemas…, que incluyan también la acción humana y el principio de precaución.
Las políticas marinas post-CNUDM/UNCED incorporan y propugnan los conceptos de gobernanza como nueva gestión pública y como “buena gobernanza”: un Estado menos dirigista y un mayor protagonismo de los distintos agentes sociales (principio de la representación, colaboración y legitimidad) y, particularmente, los nuevos valores/principios de la ética ambiental claramente presentes en las dos leyes citadas de Canadá y USA, y que han sido asumidos por FAO (FAO, 2005). El nacionalismo marítimo, impulsado como mecanismo de salvaguarda de los recursos en las aguas adyacentes de los países en desarrollo o periféricos, resulta ser la vía por la cual los países industrializados fundan las nuevas políticas marinas destinadas a ejercer su liderazgo global y el argumento para oponerse al internacionalismo marítimo tímidamente surgido de la era postcolonial.
Paralelamente, la noción de gobernanza como orden internacional preocupado por las desigualdades sociales y económicas de la comunidad internacional es desplazada a fines del siglo XX por una férrea ética ambiental que introduce nuevos derechos de propiedad y una nueva redistribución de los recursos a partir de principios de apropiación privada, con criterios empresariales, que ya está empezando a transformar a algunas comunidades de pescadores en meros arrendatarios de grandes señores del mar, en lo que se ha dado en llamar por algunos autores la re-feudalización de áreas costeras (Eythorsson, 1996; Pálsson & Hegalson, 1996), lo que pone en entredicho la consecución de objetivos definidos a partir de criterios de justicia social, que inicialmente formaban parte del nuevo sistema de intervención.
En definitiva, el inicio del nuevo milenio alumbra así un panorama confuso y complejo en la relación entre lo público y lo privado y entre el nacionalismo y el internacionalismo, nociones contradictoriamente presentes en la nueva gobernanza del océano.
La aspiración a una acción global coordinada con el fin de afrontar los grandes problemas de la pesca mundial está estrechamente vinculada a la creación de FAO como una de las agencias especializadas dentro del sistema de Naciones Unidas y a su vez, dentro de FAO, a la del Comité de Pesca (COFI) en 1965. Pueden distinguirse cuatro grandes dominios (cuadro 1) dentro de los cuales se han venido desarrollando, en las cuatro últimas décadas, las distintas iniciativas y las instituciones correspondientes encargadas de la puesta en práctica de la gobernanza de la pesca: i) el nuevo orden oceánico; ii) la sostenibilidad; iii) la producción de productos pesqueros con vistas a las necesidades alimentarias; iv) las comunidades pesqueras.
La CNUDM de 1982 constituye, como se ha indicado, el hito más relevante en la evolución de las políticas marinas a nivel internacional, ocupando la pesca un lugar central en la creación de las nuevas reglas de acceso a los recursos y –por primera vez– la obligación respecto a su conservación y ordenación. La CNUDM desarrolla un conjunto de disposiciones relacionadas con la gobernanza de la pesca[3] en las que subyace el principio de equidad entre Estados en cuestiones que poseen un acusado sentido comunitario dentro de la sociedad internacional.
En esta fase temprana de la emergencia de la gobernanza de la pesca se puede detectar una aspiración, promovida desde los propios Estados, a reforzar esta institución. Esta actitud en parte se expresa por la transformación de la sociedad internacional tras la finalización de la II Guerra Mundial, a resultas del inicio del proceso descolonizador. Así, en el nuevo contexto, el fuerte peso adquirido por los países periféricos del sistema mundial (de los 150 participantes en la III CNUDM, 110 pertenecían al Grupo de los 77[4]) parecía orientar el nuevo marco regulador hacia posiciones dominadas por el interés común. En particular, se pretendía facilitar el acceso indiscriminado de todos los Estados al mar, planteamientos que en las siguientes décadas evoluciona hacia posiciones menos solidarias, hasta el punto de que se modifica el texto de la Convención sobre el Derecho del Mar en beneficio de los Estados y grupos empresariales poseedores de los recursos económicos y tecnológicos (Suárez de Vivero, 2001).
Nuevo orden oceánico |
Sostenibilidad |
Abastecimiento alimentario |
Comunidades pesqueras |
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Temas |
- Programa ZEEa |
- Capacidad pesquera |
- Capturas incidentales |
- Estrategias de desarrollo y gestión |
Instrumentos |
- Acuerdo para promover la conformidadd |
- CNUMADf |
- CCPR (FAO)g |
- CCPR (FAO)g |
Instituciones |
- RFBj |
- Naciones Unidas |
- OMCk |
- FAO |
Principios |
- Libre acceso al alta mar |
- Protección y conservación de recursos comunes |
- Justicia social |
- Derecho al desarrollo |
Fuente: Elaboración propia a partir de Swan, J. y Satia, B.P., 1998; Lugten, G.L., 1999. a Zona Económica Exclusiva. |
MCV |
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Capturas incidentales/Descartes |
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Comercio |
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Registro de buques pesqueros |
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ZEE |
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Seguridad alimentaria |
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Insularidad* |
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Desarrollo/gestión |
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Redes de deriva |
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Sostenibilidad |
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Capacidad pesquera |
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Subsidios |
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ITQ´s |
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Papel de la mujer |
1960 |
1970 |
1980 |
1990 |
2000 |
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Fuente: Elaboración propia a partir de Swan, J. y Satia, B.P. (1999); Lugten, G.L., (1999). |
Junto con la seguridad alimentaria, el Programa Zona Económica Exclusiva, puesto en marcha por el COFI para asistir a los Estados en desarrollo al objeto de la ordenación de sus zonas de pesca ampliadas, era un claro ejemplo de la mentalidad que guiaba este tipo de acción internacional en la década de los años sesenta. Las crecientes demandas de una población en constante crecimiento, junto con el desarrollo tecnológico, generan una fuerte presión sobre los recursos, que mostraban claros indicios de estancamiento y declive a finales de los años setenta. Ello provoca que éste pase a convertirse en uno de los temas prioritarios en la siguiente década, con la formulación del paradigma de la sostenibilidad. El agravamiento de esta situación al acercarse el final de la centuria endurece las medidas de conservación que, junto con el colapso de poblaciones de alto valor comercial, empiezan a poner en grave riesgo la supervivencia de las comunidades dependientes de la pesca. Este proceso se desarrolla paralelamente con una evolución hacia posiciones ideológicas dominadas por el neoliberalismo, la erosión del Estado de bienestar, el desprestigio del intervencionismo público y la fuerte competencia entre distintos agentes de la economía crecientemente globalizada.
En el nuevo marco internacional emergente se manifiesta el retroceso de las políticas sociales (reducción drástica del esfuerzo pesquero con la consiguiente caída del empleo y la eliminación de subsidios) y las transformaciones en los derechos de propiedad, con la aparición de nuevos sistemas de asignación de derechos individuales y mercantilizables sobre recursos pesqueros (las Cuotas Individuales Transferibles o ITQ´s). Al mismo tiempo, la gobernanza de la pesca se hace más heterogénea con la activación de nuevos principios de toda índole, desde los estrictamente biológicos hasta los culturales: principio de precaución, de equidad inter e intrageneracional, comercio justo, igualdad de géneros o protección de minorías étnicas.
Sin embargo, los Estados dependientes y periféricos carecen del impulso suficiente para contrarrestar su desestructuración, con la consiguiente pérdida de peso político en la sociedad internacional y el avance de posiciones insolidarias. La nueva dinámica ha ido difuminando iniciativas como la Estrategia para la Ordenación de la Pesca y el Desarrollo (1984), que incluía materias de intenso contenido social –pesca artesanal, pesca rural, comunidades agrícolas, contribución de la pesca a la economía nacional y a los objetivos sociales y de nutrición, ayuda financiera, etc. (Swan & Satia, 1998)–, planeamientos y objetivos que volvieron a ser formulados en el Código de Conducta de Pesca Responsable de FAO de 1995.
No son ajenas a este proceso las dificultades que encuentran para su implantación y ampliación los instrumentos de acción internacional (cuadros 1 y 2). Así, se produjo un apreciable deterioro y merma de prestigio de las Naciones Unidas y de las instituciones internacionales (particularmente del sistema de Naciones Unidas) y de los instrumentos surgidos en su seno (CNUDM, UNCED), destinados a construir el edificio de la gobernanza global y, dentro de ella, de la pesca.
Las organizaciones regionales de pesca han sido en este sentido uno de los instrumentos clave de la gobernanza pesquera. Su origen se remonta a los inicios del siglo XX –ICES se creó en 1902–, existiendo en la actualidad más de treinta, nueve de las cuales dependen de FAO. Casi la mitad de ellas se han creado tras la adopción de la CNUDM en 1982 (Swan, 2000). Los Regional Fisheries Bodies (RFB) se crean a partir de la Carta de Naciones Unidas para cumplir con el objetivo de la cooperación como instrumento para reducir las desigualdades (Lugten, 1999). En la medida en que la Carta de Naciones Unidas pone el énfasis en el papel del Estado para tratar de resolver problemas globales como la pesca, las RFB se constituyen esencialmente como organizaciones gubernamentales, no políticas, para así garantizar su imparcialidad (Marashi, 1996). Sus prioridades tras la Segunda Guerra Mundial (1951-1982) poseen un tinte fundamentalmente social, como la contribución de la pesca a la seguridad alimentaria o ayudas al desarrollo de las Zonas Económicas Exclusivas de los países dependientes[5]. Se trataba de un contexto, todavía, de crecimiento y optimismo de la pesca mundial. Más recientemente, se ha producido una revisión crítica de las RFB (1997, 1999, 2000), de modo que las prioridades han adquirido una orientación más “técnica”, emergiendo cuestiones de evidente interés y gravedad (sobrepesca, sobrecapacidad, descartes, by-catch, comercio...), pero difuminándose, en aras de la urgencia y gravedad de tales problemas, la dimensión social y los requerimientos de los países en desarrollo. Y ello a pesar de que su situación en muchos aspectos ha empeorado con respecto al período 1951-1982.
Como parte de este proceso de revisión de las RFB se ha impulsado la participación de la industria y las ONGs, delegando responsabilidades de ordenación tanto al sector privado como a las organizaciones nacionales e internacionales de carácter no gubernamental (Swan, 2000). Por otro lado, la crisis que afecta a la mayoría de las RFB dependientes de FAO (nueve de entre más de treinta) debido a las dificultades financieras del sistema de Naciones Unidas puede conducir a su conversión en órganos independientes (Marashi, 1996) financiados por los propios miembros, con el riesgo de que en las regiones dependientes la retirada de FAO impediría mantener la cooperación entre los Estados.
La complejidad, los cambios y los numerosos problemas del sistema mundial actual, entre los que se encuentra la propia crisis pesquera actual –sobreexplotación, conflictos con otros usos del mar, el desempleo en el sector, etc.– han provocado incertidumbres y nuevas necesidades. Entre estas necesidades se sitúa, precisamente, el abordar los modos en los que el poder, en sus diversas manifestaciones, se estructura y se redistribuye (Myers, 1992: 48-49, 66-67). Así, y a nivel internacional, se va imponiendo el horizonte de una gobernabilidad global que encare los problemas mundiales, ya sean éstos económicos, ecológicos, políticos o sociales (Mayntz, 1999: 3-21). Este esfuerzo político tiene como resortes discursivos la sustentabilidad, el “buen gobierno” y la participación ciudadana (Comisión de las Comunidades Europeas, 2001). Paralelamente, a nivel más local, la apuesta va más dirigida hacia mayores dosis de descentralización del poder y hacia una gestión mucho más próxima a los actores sociales implicados (los pescadores en nuestro caso, pero también otros colectivos interesados en la cuestión pesquera).
Podemos recoger todos estos argumentos e ideas fuerzas del nuevo discurso político bajo la etiqueta de gobernanza. Pero, ¿en qué consiste la llamada gobernanza y qué objetivos y principios la caracterizan, especialmente cuando aplicamos esta teoría a la gestión pesquera? El término gobernanza se emplea, ya en los años 80, como expresión de poder político o gobierno pero sin mencionarlo de forma abierta (Vidal-Beneyto, 2002), dando primacía a los aspectos económicos e introduciendo instrumentos y estrategias propias del mercado, difuminando la frontera entre lo público y lo privado –dando mayor protagonismo a los actores políticos no estatales– y, sobre todo, negando la necesidad de un centro político rector (Rosenau y Czempiel, 1992; Rhodes, 1996; Vallès, 2000: 407-418). Su principal problema –y aquí debemos ser críticos– es que presenta el grave riesgo de identificarse con las tesis del “Estado mínimo”, en el sentido del pensamiento liberal que hemos apuntado. Es como si se pretendiese implantar una negación de la “política”, sustituyéndola por unas redes de interacción e intervención muy difusas, de estructura enormemente flexible y donde la responsabilidad de los distintos actores no está bien precisada (Vallès, 2000: 407-418).
Asistimos, pues, a una “posmodernidad desgobernada”, consistente en una amplia libertad de mercado, que coadyuva a eliminar esas políticas tradicionales, en una redefinición del papel del Estado y de las estructuras de poder asociadas a él, en un desmantelamiento de las instituciones y las políticas de corte social y en una desinstitucionalización que da paso a regulaciones flexibles, muchas veces a-democráticas, propias de una época de economía globalizada (Martínez y Vega, 2001: 9-16). Esta tendencia de desplazamiento de las capacidades de decisión e intervención desde el Estado hacia los mecanismos de mercado, algo muy patente en los modelos de gestión pesquera en Occidente durante los años 80 y 90 (Apostle et al., 1998: 3-20), parece conjugarse mal con el concepto de justicia social tal y como demostraremos en el siguiente apartado[6].
Entendemos la gobernanza como un discurso caracterizado por un juego de participación más abierto y por la búsqueda del equilibrio entre los distintos actores sociales y entre los sectores público y privado[7] (Kooiman, 1999: 67-92), de modo que se apoyaría en tres grandes componentes: el Estado, la Sociedad Civil (o comunidad) y el Mercado (Apostle et al., 1998: 3-20) y en principios clave como el compromiso social, la participación pública, la transparencia informativa, la descentralización administrativa, la integración y la perspectiva holística de los problemas pesqueros. La tríada Estado-Sociedad Civil-Mercado permite realizar más fácilmente un diagnóstico de la situación política y socioeconómica del sector y aportar propuestas más racionales de intervención sobre la crisis pesquera, partiendo de la premisa de que es preciso un equilibrio entre los tres y evitando el predominio de alguno de ellos.
Así, el sesgo hacia el mercado sólo provoca que consideremos las pesquerías como meros sistemas económicos cuyos elementos (recursos pesqueros, mano de obra, embarcaciones,...) son susceptibles de privatización y mercantilización para la consecución de objetivos de eficacia en la asignación de capital, mientras que el peso excesivo hacia la sociedad civil podría derivar en localismos y en el riesgo de una perspectiva centrípeta respecto del resto de actores e instituciones afectados y los intereses que representan. Finalmente, el sesgo hacia el Estado supondría el mantenimiento de una filosofía de control burocrático que, a veces, no es lo suficientemente sensible a los problemas sociales, económicos y ambientales concretos que padece una comunidad litoral dependiente de la pesca (Apostle et al., 1998: 3-20). El trinomio propuesto, en suma, debe recordar a quienes deciden sobre la política pesquera que se requiere un mayor equilibrio entre distintos objetivos contrapuestos (algo muy frecuente en un ámbito que, como el litoral, experimenta distintos usos y aprovechamientos económicos, sociales y culturales), entre la búsqueda de la eficiencia económica del sector y el planteamiento de una mayor justicia social, y entre ésta y la conservación de los recursos pesqueros y de los ecosistemas marinos.
Lógicamente, siempre ha habido una participación de los tres elementos en la gestión pesquera, aunque, por supuesto, con un cierto predominio de alguno de ellos. Todo depende del espacio geográfico y de la coyuntura histórica en que nos situemos[8]. De este modo, la pesca ha ido evolucionando desde sistemas donde las formas locales de gestión eran predominantes, con las organizaciones de pescadores como agentes más destacados, hasta momentos en los que, a causa del prestigio que adquirieron la planificación estatal y lo público y con un predominio de un modelo fordista/taylorista de producción y de organización del trabajo, el peso de la gestión recaía, claramente, en el Estado y sus instituciones. El estatalismo se fundamentó en que los espacios marinos y los recursos pesqueros eran patrimonio de titularidad pública, en que las nuevas tecnologías favorecían la expansión territorial de las flotas –lo que tenía también una clara dimensión política– y, finalmente, en que el Estado podía desarrollar un conjunto de medidas de protección social para el pescador (ayudas, subsidios, instituciones de protección como el Instituto Social de la Marina para el caso español, etc.). Este modelo ha estado vigente hasta su puesta en crisis, a partir de los años ochenta, en las sociedades ‘occidentales’. A pesar de ello, el Estado sigue siendo, para muchos autores, un actor clave y casi dominante en la gobernanza (Peters, 1998). Este proceso estuvo acompañado por la participación creciente de expertos, en un modelo ciertamente tecnocrático y diseñado de arriba abajo, y a él se incorporaban ciertos mecanismos y reglas de mercado –existía, realmente, un predominio del “eje Estado-mercado” (Apostle et al., 1998: 3-20)–. Más recientemente, el retroceso de la intervención estatal ha dejado el paso franco a la lógica del capitalismo posfordista y al empleo de mecanismos de acuerdo y decisión mucho más flexibles, muchas veces controlados por ciertos lobbies empresariales, donde los criterios de mercado, en este caso de circulación de productos pesqueros a escala global y de asignación de derechos de acceso, aparecen como elementos que estructuran la toma de decisiones (Florido, 2004).
Si tomamos el término “poder” en su acepción de “energía capaz de conseguir que la conducta de los demás se adapte a la propia voluntad” (Molina, 1998: 93-94) hay un hecho evidente: no es necesario ejercer un poder de facto para lograr unos objetivos estratégicos; tan sólo ejerciendo presión e “influencia” (económica y/o, y/o social, y/o simbólica y/o mediática) un fuerte grupo de interés puede inclinar de su lado la balanza. Así, las grandes corporaciones empresariales del sector pesquero europeo pueden llegar a condicionar sobremanera las iniciativas de organismos formalmente políticos, como las organizaciones internacionales o la propia Comisión Europea. Llegados a este punto, deberíamos preguntarnos: ¿es este sistema de toma de decisiones, abierto y multipolar, la auténtica gobernanza que se propone en los modelos teóricos y en numerosos documentos oficiales (Comisión de las Comunidades Europeas, 2001), o bien se trata sencillamente de un cierto trasvase de poder desde las instancias públicas hacia el mercado? ¿Asistimos a lo que se denomina “negación de la política” o a una supeditación de ésta a los designios del mercado (politica ancilla oeconomiae)? De este modo, las doctrinas neoliberales contactan inopinadamente con las de mayor participación social y fortalecimiento de la participación cívica, de modo que propuestas de flexibilización política pueden terminan por erosionar la legitimidad del Estado Social. Se trata de un nuevo contexto, en el que se ha recuperado, reiventándola, la noción de “comunidad” (De Marinis, 2005), como nuevo espacio de sensibilidad social y de quehacer político, en los márgenes del Estado, aunque con el control de los organismos burocráticos de éste y con sus recursos financieros.
Ante esta situación se debería evitar interpretar la racionalización político-financiera y la invocación a la participación social en términos neoliberales (lo que tendría como consecuencia la desviación de servicios que han sido públicos hacia entidades privadas), al mismo tiempo que la imposición de un nuevo enfoque de filosofía política que promovería una deriva hacia la mercantilización de objetivos y medios. La reformulación del papel del Estado, entendemos, habría fracasado si se entiende como privatización encubierta mediante argumentos que hablan del equilibrio entre Estado/Mercado/Sociedad, y que supone un giro cualitativo importante respecto de la política tradicional en el ramo, basada en el concepto de bien público. Por el contrario, en el específico ámbito de la política de pesca, la reactivación de la “comunidad” se ha interpretado en el sentido de reforzamiento de la perspectiva local –la perspectiva local como ámbito clave en la gestión que ha de ser recuperado (McKay & Jentoft, 1998; Jentonft, 2000)– y como factor de “empoderamiento” (empowerment) de los colectivos de pescadores y de sus racionalidades e instituciones representativas (Jentoft, 2005).
El sistema de red política (Vallès, 2000: 389-391), caracterizado en Europa por un elevado número de participantes (responsables políticos de la Comisión, burócratas de Bruselas, grupos de interés económico, trabajadores, expertos, etc.) y de relaciones multilaterales –formales e informales– entre ellos, está dando lugar a un peculiar estilo político en el que aparecen organismos de diálogo y concertación. Se trata de un proceso político que ya ha sido definido en el ámbito pesquero como el tránsito hacia un stakeholder approach, en el sentido de que el enfoque que se impone pretende incorporar las perspectivas y relaciones entre una amplia gama de actores, más allá de los tradicionalmente afectados por la política pesquera (Mikalsen & Jentoft, 2001), lo que puede generar efectos paradójicos en el sentido de un debilitamiento de los pescadores en el nuevo entramado político (Suárez de Vivero, Rodríguez y Florido, 2008). Esta nueva realidad de la inclusión de más y más heterogéneos actores en los procesos políticos y económicos de la pesca proyecta una evidente sombra sobre las cuestiones políticas y de justicia social que aquí planteamos, en tanto que implica la multiplicidad de perspectivas e intereses que hay que coordinar a través de un nuevo sistema político, animado por una renovada filosofía en la aplicación del poder y la administración.
Puede valer como ejemplo, a nivel europeo, el Comité Consultivo Pesquero, con representantes de las asociaciones pesqueras y de empresarios de la pesca de distintos países y en el que grandes corporaciones y grupos de interés van ganando terreno a los tradicionales agentes de poder. De este modo, las estructuras de poder “clásicas”, como los ministerios y agencias con competencias en materia pesquera, se ven complementadas –desde luego no de un modo coordinado– por nuevas estructuras/entidades de poder tales como las empresas, las asociaciones profesionales/sindicales y los grupos de comunicación. Se crean arenas públicas en las que intervienen nuevos actores, como organizaciones ecologistas, de consumidores, medios de comunicación o propiamente científicas.
Si nos centramos en el referente europeo, la cesión parcial de poder no ha significado auténtica descentralización, puesto que las decisiones últimas siguen estando altamente concentradas en la Comisión Europea y dado que las organizaciones representativas del sector siguen demandando mayor grado de participación, como se ha puesto de manifiesto en la reforma de la Política Comunitaria de Pesca de 2002. La gobernanza de la pesca en la UE está prácticamente sesgada hacia una cesión parcial de “poder” al mercado y al lobbying de las grandes empresas, pero quedan pendientes cuestiones como la cesión de capacidades de decisión e implementación a los niveles administrativos inferiores (descentralización) y a las organizaciones que representan a las comunidades pesqueras (participación). La norma es que las comunidades litorales, igual que los gobiernos locales, no disfrutan de capacidad política en materia pesquera, sino que están supeditadas a las decisiones verticales (sistema top-down) emanadas ahora de Bruselas.
Así pues, se requiere definir de una manera más clara cuál es el papel que debe desempeñar cada uno de los agentes sociales y desarrollar, de una vez por todas, un modelo próximo al definido como co-management, en el que existan una más fluida y racional cooperación sector público/sector privado y una plena participación de los pescadores y sus más directos representantes (cofradías, asociaciones de armadores, sindicatos, gobiernos locales) (Schans, 2001: 7-26; Kooiman et al., 2005), no sólo en la aplicación de directrices estatales y supranacionales, sino también en el manejo de recursos financieros y, sobre todo, en la toma de decisiones que afecten a las comunidades dependientes de la pesca. Es decir, hablamos de un proceso de “devolución” (transferencia de competencias con connotaciones políticas) y no de mera desconcentración administrativa.
Ciertamente, faltan participación, transparencia y descentralización en la toma de decisiones (elementos clave para una plena integración de la sociedad civil en el modelo) y sobra influencia del mercado, pero todavía nos queda plantear algún otro interrogante: ¿es realmente positiva la descentralización y la cesión de competencias políticas a los entes locales y, sobre todo, a las organizaciones de la sociedad civil? ¿Es deseable esa participación social, teniendo en cuenta que, a veces, no se conocen bien esas asociaciones representativas ni si existe una auténtica democracia en el seno de tales corporaciones? Hay autores que consideran que una dinámica de ese tipo podría favorecer exclusivamente a élites locales y a sus estrategias de reproducción social y de mantenimiento en el poder (Vries, 2000: 193-224). Es razonable pensar que hay corporaciones locales no muy democráticas, pero es preciso decir también en favor de la sociedad civil que hay otras, sin embargo, muy representativas y con una amplia experiencia en la consecución de objetivos sociales y económicos del sector. Y ahí debería residir la clave de una verdadera gobernanza, en la potenciación del tejido asociativo más democrático, activando estrategias de participación del pescador y del resto de agentes sociales implicados, teniendo en cuenta un verdadero equilibrio de fuerzas entre ellos. Sólo de este modo se podría conseguir una justicia social más completa.
La justicia social se convierte en un ámbito central, tanto a nivel discursivo como práctico y aplicado, al plantearse la necesidad de incorporar el enfoque de la gobernanza como nuevo sistema de gobernabilidad. Y lo es porque en su campo interseccionan aspectos que son económicos, políticos, culturales, éticos y medioambientales:
a) Desde el punto de vista económico, un enfoque de gobernanza que tenga en cuenta la justicia social como criterio definitivo debe tener en cuenta las tensiones generadas por procesos de amplio alcance como la liberalización de flujos comerciales de producciones pesqueras, la incorporación de nuevas tecnologías a gran parte de los segmentos de flota (incluyendo los artesanales), las dinámicas de especialización productiva, la extensión de sistemas de acuicultura (particularmente en territorios dependientes y periféricos) que terminan afectando a los ecosistemas locales y a los sistemas socio-económicos y culturales del lugar, etc. Se trata de tensiones que son a un tiempo sociales (pérdida de nichos laborales, empeoramiento de las condiciones de trabajo, nuevas desigualdades), ambientales (desequilibrio creciente entre flotas y recursos, alteración grave de ecosistemas litorales…) y económicas (sobrecapitalización de flotas, disminución progresiva de la rentabilidad de la actividad, debilitamiento de la posición de los pescadores en las cadenas de comercialización, cada vez más extensas y jerárquicamente integradas).
b) Desde el punto de vista político, la gobernanza implica una redefinición de las reglas de la gestión, habida cuenta del debilitamiento del Estado y de la incorporación de nuevos agentes sociales. Nuestro enfoque enlaza con el de aquellos autores que entienden que la democracia y la participación política conforman condiciones imprescindibles para el planteamiento de un enfoque de justicia social en este ámbito (Hernes, Jentoft & Mikalsen, 2005). Esta tarea es particularmente urgente en un momento en que parecen ser los agentes del mercado los que logran posiciones de predominio tanto a nivel político como económico.
c) Desde el punto de vista medioambiental, un enfoque de la gobernanza tal y como lo entendemos aquí debe partir de la base de la sostenibilidad de los ecosistemas como prioridad que sirva de guía de todo el plan de procedimientos y actuaciones. Tal perspectiva incorpora necesariamente el enfoque ecosistémico integrado, que incluye, no sólo variables físicas, sino también socio-económicas, de modo que logre enlazar la diversidad biológica y la socio-cultural.
d) Y, en fin, desde el punto de vista específicamente socio-cultural, el enfoque de la gobernanza implica una batalla por el reconocimiento cultural de comunidades de pescadores, aquéllas que se comprometen por la sostenibilidad de sus prácticas extractivas. Un planteamiento de este tipo es una apuesta por el reconocimiento del “lugar en el mundo” de esos colectivos y comunidades (Leff, 2002). Un lugar, no sólo en el sentido físico y político-institucional, sino también una posición en el entramado económico tendente a la globalización de algunos de los factores productivos.
Es decir, nuestro concepto de gobernanza encaja con diversos objetivos que guían el proyecto de reconstrucción de la gestión de la pesca a nivel global y con una perspectiva multidimensional basada en criterios de justicia social y ética: soberanía alimentaria de comunidades pesqueras en territorios periféricos; desaparición de la deuda ecológica de los territorios del Sur respecto a los del Norte; reconocimiento de derechos culturales –de las denominadas ‘comunidades indígenas’, pero no sólo[9]–; comercio justo y reequilibrio de rentas económicas en el nuevo sistema de intercambios; democratización en los procesos de decisión; reconocimiento de sistemas cognoscitivos no basados en el modelo mecanicista y de matematización planificadora de la naturaleza (que es el que ha conducido a su sobreexplotación[10]); o defensa política de pesquerías artesanales –siempre y cuando no reproduzcan dinámicas de insostenibilidad–. Todos estos objetivos deben dar respuesta a las tensiones específicas de la actividad pesquera en el escenario actual: intensificación productiva como resultado de la globalización económica, con efectos perniciosos en los sistemas ecológicos; fortalecimiento de la toma de decisiones en instancias políticas y empresariales de carácter transnacional; desplazamiento territorial, político y económico de comunidades de pescadores; o liberalización de la actividad extractiva, que permite la aparición de nuevas estrategias productivas que dependen de empresas sin ningún control institucional –sino que responden simplemente a criterios de rentabilidad económica inmediata.
¿Qué concepción de justicia social sería más idónea para aplicar este enfoque holista, muldimensional, de gobernanza? Podemos concebir la justicia social como el atributo de un sistema social donde se establece algún mecanismo de reciprocidad y generalización de flujos, más o menos universalizada, en mayor o menor grado institucionalizada, que tenga como objetivo explícito la equidad. El debate político se ha centrado en la naturaleza de esos “flujos” –ya sea ésta de bienes primarios (Rawls, 1971), o de recursos de cualquier tipo (Dworkin, 2000)–, de modo que se produzca algún tipo de circulación de bienes de grupos sociales más “aventajados” hacia otros más “desfavorecidos”, para así lograr equilibrios y reconducir dinámicas de desigualdad y estratificación en recursos políticos, económicos, informacionales, cognoscitivos, etc.
Por nuestra parte, entendemos más apropiado ampliar la discusión también a las relaciones entre colectivos e instituciones –Mercado, Estado, Tercer Sector, si nos situamos en el siglo XX–, calibrando cuáles son las más adecuadas para lograr ese objetivo de equidad. En todo caso, una noción más amplia de justicia ha de incluir, necesariamente, objetos de transacción como los derechos políticos básicos, la eliminación de prácticas de exclusión, o el reconocimiento social y cultural[11]. Así se completa el trípode que, desde nuestro punto de vista, ha de sustentar un concepto exhaustivo de justicia social: distribución equitativa de recursos, participación democrática y reconocimiento cultural.
Es decir, que se requiere un reforzamiento de los contenidos de la ciudadanía, a partir de procesos como la vigorización de la participación política[12]. Es más, la propia evolución del modelo de Estado Social muestra que la consecución de efectos redistributivos en cuanto a derechos sociales y económicos tiene su base en una consecución previa de derechos que se pueden etiquetar de “civiles” o políticos. Esta concepción de justicia social es la que se viene fomentado desde la activación del debate sobre la gobernanza y la gobernabilidad, y que particularmente ha afectado a la economía política pesquera (Kooiman et al., 2005).
Se trata de un planteamiento más comunitarista que estrictamente individualista, más relacional que sustantivo. De hecho, uno de los elementos centrales de la concepción liberal de justicia –valga la teoría rawlsiana– ha sido que las instituciones han de garantizar que los sujetos han de desarrollar un “plan de vida” autónomo. De ahí que las condiciones que hacen viable o inviable un sector productivo en un territorio determinado deben convertirse en una preocupación política de primer orden en el modelo de gobernanza que proponemos, y no puede esperarse que sean las presuntas ‘leyes del mercado’ las que concurran libremente para hacer emerger un sistema productivo equilibrado desde el punto de vista económico, ecológico, social y cultural. Sólo de este modo se podría aplicar un enfoque que logre articular Estado, Mercado y Sociedad, que han de dejar de ser entendidos como ámbitos separados. Del mismo modo, se trata de una concepción que rompa con el modo convencional de entender de modo enfrentado la eficacia (se presupone económica, en términos de rentabilidad, atributo que suele asociarse al Mercado) a la equidad (presunto objetivo del Estado en su actuación redistributiva). Así se supera el concepto más tradicional de “justicia distributiva”[13], la que afecta a la difusión social (tomando como unidad de referencia al individuo) de atributos sociales, cargas, deberes, reconocimientos y privilegios de muy diferente índole, según el contexto histórico y cultural. Por el contrario, en una aproximación relacional hay que tener en cuenta las vinculaciones existentes entre comunidades, las transacciones económicas, los flujos de poder y las posiciones de cada colectivo en la estructura global. Esto supone, al mismo tiempo, reclamar la máxima responsabilidad a los agentes sociales, o a sus representantes, en el disfrute de sus derechos. Aquéllos han de acatar y reproducir las reglas que públicamente se establezcan como criterio de distribución y disfrute de éstos.
Paralelamente, un concepto de justicia social que incorpora una dimensión cultural entiende la cultura como un sistema, incluyendo dispositivos de valores y cosmovisiones relacionados con procesos productivos y relaciones de poder. Un enfoque de este tipo puede llevarse a cabo a través de conceptos de la Antropología y la Sociología como el de “cultura productiva”, que entiende que determinados sistemas de producción incluyen prácticas y valores, cosmovisiones que afectan al conjunto de la experiencia vital de los sujetos, más allá de sus espacios productivos: en su organización doméstica, en sus ámbitos de socialización, en sus plataformas de gestión colectiva, etc. (Palenzuela, 1995). De este modo, la actividad productiva deja de entenderse exclusivamente como actividad económica. Sólo así nos daremos cuenta de la marginalización, también cultural, que está recayendo sobre colectivos de pescadores del “primer mundo”, donde esta actividad tiene una centralidad socioeconómica y cultural clave. Pues, como afirma Symes, se está poniendo en juego la identidad social de estos colectivos: “deprived of his customary rights, denied the status and prestige due to his professional Knowledge, skills and experience, and sidelined in the management process, has lost his confidence in his own identity and value systems” (Symes, 1996: 9).
Esta apuesta, del todo política, no implica una defensa incondicional de los derechos históricos de los pescadores a ejercer su actividad. Es decir, hay que evitar lo que Barman (2002) califica deriva ‘multicomunitarista’, en el sentido de apuesta por el reconocimiento de las diferencias culturales de comunidades –entendidas como totalidades culturales-económicas-sociales-políticas-territoriales– de modo excluyente. Una perspectiva de ese tipo es incompatible con el enfoque de la gobernanza, que insiste en una mirada y procedimiento transversal de inclusividad entre agencias y perspectivas, pues en el mundo contemporáneo cada ‘comunidad’ no es una entidad genuina y esencial en el concierto global, complejo contexto que se caracteriza precisamente por la pluralidad de voces, perspectivas y niveles territoriales y sectoriales.
Más bien, se trata de que a la hora de definir la política económica ésta ha de ser enriquecida con otros criterios que no son simplemente los de eficiencia crematística. O mejor, que en el cálculo de la eficiencia se incorporen criterios ecológicos, culturales y de equidad social, sin los cuales no es pensable la sostenbilidad. Por tanto, cualquier posibilidad de incorporar la justicia social a un modelo de gobernanza debe partir de la base de que los derechos sociales son a la par políticos, económicos y culturales y que los principios de distribución equitativa no pueden quedarse, en su formulación más raquítica, en garantizar necesidades de renta mínimas.
En este sentido, la gobernanza como planteamiento político debería buscar la puesta en relación de racionalidades económicas y culturales diferentes: la de los burócratas y gestores; la de los agentes sociales e institucionales involucrados en el sistema económico de la pesca, desde sus diferentes posiciones; las de otras agencias externas al sistema pesquero, para así converger en una concepción dialógica y plural de los principios de equidad redistributiva y de definición de cuáles han de ser los derechos y obligaciones de las distintas partes (Walzer, 1995; Hernes, Jentoft & Mikalsen, 2005). En esta definición todas las voces han de tener peso específico y deben aportar su perspectiva al debate público. Esto implica, de nuevo, abandonar la metodología individualista extrema de todo el pensamiento liberal y dar cabida a posiciones que apuntan a una definición pública de diferentes objetivos e intereses entre los distintos actores sociales implicados (Kooiman et al., 2005), avanzar desde un enfoque basado exclusivamente en la rentabilidad económica (shareholder approach) a otro que tiene en consideración, no sólo más dimensiones diferentes a la estrictamente económica, sino la pluralidad de actores y perspectivas (y en diversos niveles) que convergen en el campo pesquero (stakeholder approach) (Mikalsen & Jentoft, 2008). Dentro de este planteamiento, parece que el papel del Estado, aunque sea como árbitro y garante de los necesarios equilibrios entre las distintas posiciones, debe quedar fortalecido. Ello supondría desarrollar fundamentalmente la segunda y tercera de las acepciones del concepto gobernanza a las que hemos hecho referencia, y abandonar la fundamentación exclusivamente economicista y tecnocrática que impera en la definición de la política económica en la actualidad.
La globalización económica ha tenido como uno de sus efectos el debilitamiento del modelo político vigente en las democracias parlamentarias, el Estado del Bienestar (Beck, 1998). Por esta vía, los fines redistributivos, objeto teórico del modelo keynesiano, están siendo hoy severamente discutidos. De hecho, todo el ataque ideológico radicalmente liberal contra este concepto se canaliza a través de la puesta en cuestión del papel del Estado en la economía y en la sociedad[14]. La visión dominante del pensamiento liberal entiende que la distancia que separa al Estado del Mercado es la misma que enfrenta eficacia (atributo del Mercado) a equidad (presunto objetivo del Estado en su intervención social)[15].
Nos interesa destacar que esta filosofía se está extendiendo, también, a la definición de la política económica, que siempre es social y ambiental. En general, la justicia social ha desaparecido de los documentos que fundamentan la política europea –en contraposición con el esfuerzo institucional expresado por FAO en el documento citado–. En su defecto, la cohesión social y territorial aparece en los tratados constitutivos de la UE en sus sucesivas formulaciones. Centrándonos en el referente europeo, la metodología utilizada en el proceder de la UE se fundamenta en la aportación de fondos económicos, las ayudas estructurales, que permitan la activación social y económica en los territorios “menos favorecidos”, a fin de que las distancias macroeconómicas entre territorios y grupos sociales se vayan diluyendo procesualmente.
Este modus operandi encaja con características de la gestión pesquera que calibramos inadecuadas: la reducción de lo económico a su dimensión contable, la imposibilidad de nutrir los procesos de toma de decisión con una perspectiva más participacionista, y el unilateralismo en el debate público. Así, el libramiento de ayudas supone la aplicación de una concepción unidireccional, de arriba abajo, del quehacer político, de modo que los perceptores han de aceptar de antemano los objetivos sociales y económicos de los agentes burocráticos que diseñan los programas de ayudas. Así es como se han llevado a cabo los procesos de reconversión de algunos sectores productivos, y entre ellos el pesquero. Pero además, cuando las ayudas se reciben por parte de las empresas pesqueras, pueden culminar en dinámicas de sobrecapitalización de flotas y nuevas tensiones ecológicas, incluso en los segmentos menos intensivos. Por tanto, cuestionamos la aplicación de ayudas, tanto para los trabajadores como para las empresas, cuando se hace de ellas un uso sistemático por parte de instituciones planificadoras, pues entendemos que este proceder no respeta las condiciones de equidad y justicia en los términos socioeconómicos, ecológicos, políticos y culturales a los que nos referíamos.
Hay otros elementos de la política pesquera que tienen relación directa con criterios de justicia y que se han convertido en elementos destacados del nuevo discurso de la gobernanza pesquera, dentro y fuera de la UE: de un lado, la cooperación a favor de Estados “en vías de desarrollo”; de otro, la liberalización comercial y la alimentación. Respecto a la primera cuestión, habría que preguntarse si las medidas políticas de traslación de esfuerzo productivo pesquero hacia los territorios no plenamente industrializados en un contexto de liberalización comercial garantizan la sostenibilidad económica y ecológica de la actividad pesquera en esas nuevas regiones: las dinámicas de intensificación, industrialización y especialización –tanto en flotas como en localidades costeras–, que son activadas por una política de fomento indiscriminada, pueden resultar ser de vía muerta, como se ha demostrado en el caso de la industria pesquera española (Florido, 2002; Sinde Cantorna, Diéguez Castrillón & Gueimonde Canto, 2007). La sostenibilidad ecológica que se pregona en la nueva política pesquera tampoco es posible en este modelo. Si se pretende que la actividad pesquera sea un factor de autonomía socioeconómica y política de territorios dependientes, es fundamental un nuevo modo de integración de las producciones pesqueras en los mercados regionales y transregionales respectivos.
Esta idea implica una nueva ordenación de la política comercial. Hasta este momento, toda la acción de regulación y producción legislativa se ha venido centrando en el sector extractivo. La ausencia de un enfoque legislativo (y de control), que afecte también a las prácticas de comercialización es una necesidad insatisfecha en el actual diseño político (González Laxe, 1999), si se pretenden conseguir objetivos de justicia social. De ahí que desde FAO se haya propuesto la aplicación de medidas para la consecución de un ‘comercio responsable’ pesquero a nivel mundial, con medidas como estrategias de trazabilidad, fortalecimiento de las medidas de buena gestión en territorios productores, o aplicación del eco-etiquetado. Los resultados económicos de la progresiva liberalización comercial en los mercados pesqueros son inequívocos: espectacular incremento del valor de los productos comercializados[16], descenso de precios en mercados de primera venta, integración de canales de comercialización en estructuras verticales, pérdida de autonomía económica de operadores a pequeña escala, injusticia manifiesta en el proceso de formación de precios… Y algunos de los procesos de internacionalización política, como los que se basan en la aplicación de ayudas con objetivos de reestructuración industrial, concluyen en dinámicas de sobrecapitalización e incremento del esfuerzo pesquero de los segmentos de flota que permanecen en la actividad, al mismo tiempo que se destruye buena parte del tejido productivo, social y cultural de los colectivos que son expulsados. A resultas de ellos, el desequilibrio en la balanza inputs/outputs de las empresas extractivas, en la actualidad, pone en peligro la reproducción económica, sociocultural y ecológica de la actividad pesquera, y ello es resultado de las dinámicas económicas –entre las que destacamos la vertiente comercial– a gran escala. Una política que tenga entre sus objetivos la equidad no puede pasar por alto esta cuestión, y menos si los mercados con mayor demanda atraen, en un contexto de liberalización comercial, cada vez más producciones de terceros países, dependientes y periféricos en el sistema de economía política mundial. Cualquier política pesquera que no sea integral, y alcance también a los procesos de dependencia comercial, tecnológica y financiera, está condenada al fracaso e impulsa dinámicas económicas de sobreexplotación de recursos y de fuerza de trabajo.
En este marco, habría que reconsiderar el papel otorgado a los criterios biológicos en el diseño de la actual política pesquera, cada vez más preponderantes (Sánchez Lamelas, 1999). Los requisitos ecológicos deben formar parte de la política pesquera dada la situación crítica de algunos stocks pesqueros, situación crítica que se extiende a diferentes zonas del planeta, como ponen de manifiesto los distintos informes técnicos de FAO[17]. Es habitual que las exigencias medioambientales se utilicen como condiciones límite para justificar las medidas socio-económicas de tipo restrictivo en relación a la pesca. Sin embargo, entendemos más productivo un enfoque que no oponga consideraciones sociales/medioambientales, sino que es fundamental integrar la dimensión comercial y la medioambiental, haciendo económicamente sostenibles las pesquerías que respeten los stocks de biomasa reproductora mínima para garantizar la reproducción de las poblaciones. En caso contrario, el enfoque ecológico se instrumentaliza para favorecer nuevas dinámicas productivas y comerciales a escala mundial, trasladando el problema de la relación flota/recursos a otros territorios y propiciando la extraversión económica (pesquera) de esos nuevos espacios que nutren el crecimiento del mercado pesquero a escala global.
Este aspecto enlaza con el último de los puntos que pretendemos mencionar: el de la seguridad alimentaria. Los loables propósitos de organismos internacionales para complementar las aportaciones proteínicas en poblaciones deficitarias a través de la producción pesquera casan mal con las dinámicas político-económicas que incentivan crecientemente la exportación de producciones pesqueras hacia mercados de alta demanda. El crecimiento de las operaciones comerciales apuntado puede redundar en un incremento de ganancias netas de los territorios productores, pero estas riquezas no tienen por qué redundar en las poblaciones de pescadores. Aquí se están comprometiendo los criterios de redistribución equitativa más elementales en el circuito producción/consumo de los países periféricos productores. Paralelamente, en los territorios que concentran la demanda de productos pesqueros la cuestión alimentaria tampoco parece mucho mejor. Por una parte, se produce una progresiva sustitución de producción fresca por preparados y congelados, un incremento de aportaciones de la producción acuícola (nutrida en gran medida por especies más baratas, alimentadas con piensos artificiales y tratadas con productos farmacológicos de gran impacto ambiental y socio-económico en sus ecosistemas), dinámicas todas ellas que comprometen los objetivos de salud, higiene y diversidad de aportes que deben guiar cualquier política de alimentación.
En otro sentido, las dinámicas comerciales apuntadas están generando demandas segmentadas donde antes había un mercado más homogéneo: un mercado de alta calidad de producción fresca para paladares y bolsillos más exigentes –que explica que haya pesquerías rentables aún en un entorno de crisis pesquera en general–, y otro de producción de peor calidad –nutrido cada vez más por importaciones, producción acuícola y por subproductos y manufacturados–. Sin embargo, los precios finales de la práctica totalidad de las producciones han aumentado, coincidiendo con la intensificación de la liberalización a escala global.
Si el concepto de gobernanza implica una mayor intensidad en la participación de sujetos, agentes o colectivos sociales en los procesos políticos, la vinculación de la gobernanza con un concepto más amplio de justicia social es evidente, situándonos así en la senda de las sucesivas transformaciones que la idea de justicia social ha ido experimentando con cierta intensidad desde el siglo XIX, y que dieron paso al gran cambio del Estado liberal al Estado Social.
En la actualidad cabe albergar serias dudas sobre la relación gobernanza-justicia social y la interdependencia de ambos, a medida que se ensancha el dominio político y se va incluyendo una extrema variedad de agentes, instituciones y fórmulas participativas. En el plano de la gobernanza de la pesca que aquí se ha analizado, aparecen indicios de una deriva hacia un proceso de re-institucionalización. Este proceso viene caracterizado por la emergencia de redes de interacción e intervención difusas, donde la libertad de mercado coadyuva a eliminar formas de proceder más dirigistas para suplantarlas por otras, que no dejan de ser insatisfactorias en cuanto que siguen fluyendo desde arriba (a partir de los intereses económicos de las grandes corporaciones industriales y comerciales) hacia abajo y al margen de cualquier control político.
Se trata de formas que, además, no siguen los principios de redistribución que habían caracterizado el modelo político precedente, sino que se constituyen a partir de una noción abstracta contable de eficiencia en el mercado y a partir de la racionalidad mercantil individual como principio rector. Los colectivos que se han dedicado a la actividad pesquera, sus formas de relación con los ecosistemas marítimos –de los que forman parte– y sus posibilidades de reproducción cultural pueden estar siendo seriamente amenazadas por el giro en las formas de hacer la política pesquera en particular y la oceánica y marítima en general. Proponemos que la gobernanza tiene que ser algo más que un conjunto de herramientas técnicas para resolver los acuciantes problemas de la pesca en la actualidad. Más bien ha de convertirse en un enfoque, una forma de percibir de modo interrelacionado las complejas dimensiones que se superponen en la materia denominada pesca: lo medioambiental, lo social, lo económico, lo político y lo ético, desde el nivel más global al más local, a través de las complejas redes que estructuran este espacio.
Los ecosistemas pesqueros son flexibles y multidimensionales y la gobernanza lo suficientemente versátil para dar cuenta de las transacciones que se producen entre todos esos ámbitos (de lo económico a lo ecológico, de lo ético y lo cultural a lo político) y a diferentes escalas (de lo global a lo local). Hemos visto que el ámbito pesquero, en el más amplio contexto marino, ha sido pionero en la conformación de estructuras institucionales acordes, siquiera sea tangencialmente, con los principios de la gobernanza. Sin embargo, esta dinámica de innovación no garantiza en absoluto, como se ha argumentado, la consecución de los objetivos de justicia social desde una perspectiva compleja que entienda ésta en términos de distribución equitativa de recursos –de todo tipo– y responsabilidades, de participación política y de reconocimiento social, político y cultural en la densa trama de la gobernanza pesquera global.
En definitiva, podemos afirmar por tanto que, al menos en el ámbito del diseño político, estamos ante un nuevo horizonte en el que se preconiza la búsqueda de una nueva racionalidad política y económica, en la que los derechos individuales de propiedad, el valor de mercado de las transacciones entre sociedad y naturaleza, el beneficio económico entendido como crecimiento constante de capital y el control cognoscitivo del entorno expresado en ecuaciones simples según principios matemáticos universales no son las únicas herramientas de apropiación de la naturaleza –en nuestro caso, el entorno oceánico y sus recursos pesqueros[18]. Es decir, que en el paradigma del homo oeconomicus también debería haber cabida para los homines ethici (Pena López y Sánchez Santos, 2007: 83). Por el contrario, llama la atención que las recomendaciones políticas, resaltadas desde que se viene desarrollando el discurso de la gobernanza en los organismos internacionales, insisten en el respeto y protección de derechos –de explotación, de usos territoriales, de participación política…– de “comunidades” sociales que ligan su identidad cultural a prácticas económicas y de aprovechamiento de recursos naturales muy definidas. Lo podemos apreciar en el Código de Pesca Responsable de la FAO, en documentos de este organismo que decide incorporar abiertamente aspectos éticos en la aplicación de la política de la pesca (FAO, 2005) o en las nuevas formulaciones del patrimonio cultural inmaterial por parte de la UNESCO, que insisten en la salvaguardia de este tipo de producción cultural, que está indisolublemente ligada a procesos materiales y productivos (UNESCO, 2003).
[1] Este planteamiento de la “buena gobernanza” (good governance) ha sido propuesto por instituciones como Naciones Unidas, el FMI o el Banco Mundial (World Bank, 1989) con un nuevo objetivo de reforma en los países del Tercer Mundo desde presupuestos claramente normativos.
[2] Vid. Mann Borgese, Saigal (1996), Hanson (1998) y Miles (1999), entre otros. Para un completo estudio del derecho internacional y las instituciones en la gestión oceánica sostenible vid. Kimball (2001); para una perspectiva ecosistémica de la gobernanza oceánica vid. Juda, Hennessey (2001).
[3] La pesca en la CNUDM es abordada a través de los siguientes aspectos relacionados con la gestión, control y ordenación: i) recursos que tradicionalmente han estado bajo el régimen de libre acceso; ii) recursos que se mueven entre Estados; iii) alta mar; iv) cooperación entre los miembros de la comunidad internacional; v) necesidad de proteger y conservar: vi) unificación de medidas de control, vigilancia, esfuerzo y capturas (Lugten, 1999).
[4] El llamado Grupo de los 77 (hoy con 133 miembros) surgió en 1964 con la firma de la "Declaración conjunta de los 77 países" tras la primera sesión de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD). Siendo la principal agrupación de Estados en desarrollo dentro del sistema de Naciones Unidas, sus principales objetivos son la articulación de intereses económicos de este colectivo de países, la cooperación económica y técnica, y la conformación de un frente común de negociación en el seno de distintos organismos internacionales.
[5] Etapas en la creación de organizaciones regionales de la pesca:
Primera etapa: Pre-CNUDM (1902-1950). Las RFB tienen una función eminentemente científica.
Segunda etapa: Periodo de negociación CNUDM (1951-1982)
Tercera etapa: Post-CNUDM (1982-actualidad). Se crean catorce RFB (Lugten, 1999).
[6] Para un análisis de la justicia social desde la Geografía vid. Smith (1994) y Harvey (1996).
[7] Un análisis sobre las organizaciones públicas, las estructuras de la gobernanza y los escenarios de decisión lo encontramos en Hult & Walcott (1989).
[8] Para analizar esta evolución de la política pesquera en España, aplicada a Andalucía, véase Florido del Corral (2002, 2004).
[9] Si bien el análisis sociológico ha entendido este último proceso, el del reconocimiento cultural de grupos sociales en relación a minorías o grupos étnicos fundamentalmente –además de a la mujeres, por parte del pensamiento feminista–, a nosotros este enfoque nos parece insatisfactorio. Su aplicación es resultado de un muy menguado y estrecho concepto de cultura. Para la cuestión de los derechos de las minorías étnicas en el marco de globalización de la pesca en la actualidad, ver Suárez de Vivero, Rodríguez y Florido (2005).
[10] Pensamos en la existencia de una correlación entre el modelo burocrático y tecnocrático que concibió, diseñó y realizó el crecimiento económico en materia pesquera en las décadas centrales del siglo pasado, en su doble vertiente de tecnologización y capitalización, y el paradigma bioeconómico que surgió en esos años con el concepto fundamental de ‘máximo rendimiento sostenible'. Ambos conformaron un contexto de Economía Política de amplio alcance en el que coincidieron objetivos productivistas de maximización y políticos de territorialización de aguas oceánicas. Por tanto, el Estado apoyó la capitalización de las pesquerías para consolidar la soberanía estatal en un marco de alta concurrencia internacional, y en este proceso el papel del conocimiento científico-técnico, con su expresión en el paradigma bioeconómico, supuso un resorte cognoscitivo de primer orden.
[11] En un sentido similar se pronuncia Walsh (1997), quien diferencia tres niveles en la distribución equitativa: basal sphere (necesidades mínimas), eudaimonian sphere and sphere of subjectivity, éstas últimas haciendo referencia a la posibilidad de que los sujetos desarrollen trabajos, formación, puedan establecer objetivos realizables en sus trayectos vitales con autonomía, etc.
[12] Es decir, que una sociedad “justa”, en nuestro horizonte político-económico e ideológico actual, implica una concepción de ciudadanía de ancha base, que entienda ésta como “la posesión de ciertos derechos, así como la obligación de cumplir ciertos deberes en una sociedad específica; pertenencia a una comunidad política determinada [...]; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de esa comunidad a partir de la participación” (García y Lukes, 1999: 1).
[13] Poco o nada hablaremos de la justicia retributiva (la que se dedica a subsanar errores en las transacciones y relaciones entre sujetos) y la commutativa (que dimana del libre intercambio entre sujetos, que es la que proclama el liberalismo). Cf. Walsh (1997).
[14] Una sucinta definición de esta postura puede leerse en el artículo del teólogo católico Michael Novak, titulado “Definiendo la justicia social”, accesible en la web http://www.neoliberalismo.com
[15] Una tercera vía, propuesta desde el mismo liberalismo económico sería la de conciliar equidad y eficacia, como producto más acabado de una propuesta igualitarista en un sistema de Mercado.
[16] El valor del comercio internacional de pescado se incrementó desde los 15500 millones de dólares en 1980 a los 71000 millones en 2004, según FAO.
[17] Especialmente problemático es el caso del Atlántico Norte, analizado por Pauly & MacLean (2003), con datos y análisis históricos ciertamente preocupantes.
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