REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98 Vol. X, núm. 218 (31), 1 de agosto de 2006 |
LA CIUDAD CON OJOS DE
AUTORIDAD.
EL PLAN DE REFORMA DE
SANTIAGO DEL INTENDENTE JOSÉ MIGUEL DE LA BARRA 1843-1849.
Rodrigo
Hidalgo Dattwyler
Rafael Sánchez Acuña
Palabras Clave: Reforma urbana, siglo XIX, historia urbana.
The city with authority eyes. The plan of reform of Santiago of the Intendant Jose Miguel de la Barra 1843-1849. (Abstract)
The analyzed main actions are that undertook Jose Miguel of Barra like Intendant of Santiago between 1843 and 1849, emphasizing nonsingle in their material works but that in the projections that its work in the future reforms had which they will be executed in the capital of Chile during second half of century XIX.
Key words: urban reformation,
century XIX, urban history
Para la historiografía y geografía urbana tradicional durante el siglo decimonónico se vivió una especie de oscurantismo en planificación urbana hasta que la luz de Benjamín Vicuña Mackenna se hizo presente con la investidura de Intendente de Santiago entre los años 1872 y 1875. Su actuar ha sido objeto de numerosos elogios y alabanzas, sacralizándola como un punto de ruptura entre un período de inactividad, de retoques y parsimoniosa labor administrativa que se extiende desde la emancipación nacional; y otro, que se inicia con el actuar del gran “tribuno” que se caracterizará por transformaciones de gran magnificencia y de elevadas inversiones monetarias[1].
Sin desmerecer las cualidades y labores indudables realizadas Vicuña Mackenna, es necesario hacer un alto en esta glorificación y comenzar a observar que no es el único que demostró una gran capacidad creativa y combativa de los problemas urbanos que pasó por el gobierno provincial. Muchos de sus antecesores también divisaron las necesidades de la capital e idearon, en la medida de sus atribuciones, recursos y conocimientos teóricos- técnicos, soluciones a estos problemas.
Uno de ellos fue José Miguel de la Barra quién ocupó el cargo de Intendente de Santiago en la década de 1840, período en el cual lleva a cabo una serie de cambios en esta urbe que intentaba romper con su pasado colonial de ciudad de calles estrechas y oscuras, de escasa higienización y paupérrimo estado material. De la Barra, miembro de la elite intelectual chilena, ve en la posibilidad de su cargo aplicar en la capital de la naciente república los nuevos aires de higienismo que irrumpen en Europa (que conoció en su estadía como plenipotenciario), la idea del progreso ilimitado y darle a la ciudad un aspecto palpable de la modernidad.
Su intervención es necesaria ponerla en relieve, no solo por las obras que acomete sino por su capacidad para afrontar los problemas estructurales que tenía la administración de la intendencia, asociados a las escasas rentas de la provincia, la enmarañada labor administrativa, la excesiva extensión territorial de su jurisdicción, y la “prolongación del antiguo estilo colonial” social y cultural de austeridad, junto a la escasa ostentación material de la cual era partícipe.
El
trabajo que presentamos tiene como finalidad conocer y analizar la obra
de José Miguel de la Barra como Intendente de Santiago, enfatizando
no solo en sus obras materiales sino que en las proyecciones que tuvo su
accionar en los futuros emprendimientos de reforma que se ejecutaron en
la capital de Chile durante la segunda mitad del siglo XIX y como esas
intervenciones comienzan a sustentar la bases de las reformas urbanas que
se impulsaron en las décadas siguientes..
Un incansable servidor público
José Miguel León
de la Barra y López (figura 1), nació en Santiago el 20 de
septiembre de 1799[2].
Desciende de una familia de origen andaluz que llega a Chile a principios
del siglo XVII[3],
sus padres fueron don Juan Francisco León de la Barra y Loaisa[4]
y doña María Mercedes López y Guerrero-Villaseñor[5].
Contrajo matrimonio en Francia con doña Athenais Pereira de Lira
y Carrión de Acevedo con la cual tuvo cinco hijos: Isabel, Maipina,
Manuel, Miguel y José Tomás. Ocupó una serie de cargos
y servicios públicos desde temprana edad; es así como el
5 de abril de 1818 participa en la batalla de Maipú con el cargo
de Alférez del Regimiento N° 1 de las milicias de caballería
patriotas. El 9 de octubre de 1822 fue nombrado secretario del Vicealmirante
del Perú y el 20 de marzo de 1823 de la legación peruana
en las Provincias de la Plata[6].
Con tan sólo veinticuatro años se convirtió en uno
de los primeros diplomáticos que el gobierno chileno tuvo en Europa,
pues en 1824 fue nombrado Secretario de la primera legación de Chile
en Londres a cargo de don Mariano Egaña[7],
y en 1829 Cónsul General de Chile en Londres y París, donde
buscó el reconocimiento de nuestra independencia y estuvo a cargo
de los asuntos de índole mercantil y de otros intereses chilenos[8],
cuyo cargo desempeñó hasta 1835, regresando al país
al termino de éste.
También ocupó una serie de cargos parlamentarios, el 9 de agosto de 1823, a pesar de carecer de la edad requerida, fue electo en clase de propietario interino como Diputado por Osorno, Diputado suplente por San Felipe entre 1840-43; Diputado propietario por Santiago entre 1843-46, donde fue elegido secretario de la Cámara el 5 de junio de 1843 y participó de la Comisión de Educación y Beneficencia; y Diputado por Chillán entre 1846-49 y formó parte de las comisiones de Gobierno y Relaciones Exteriores y de Educación y Beneficencia[12].
De la Barra fue activo participante en la creación de la Universidad de Chile y es así como el 21 de julio de 1843 fue designado Decano fundador de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, de la cual también formaban parte Andrés Bello, Carlos Bello, Mariano Egaña, Antonio García Reyes y José Victorino Lastarria, entre otros[13]. El cargo de Decano duraba 2 años y de la Barra fue renombrado el 12 de agosto de 1845, el 7 de agosto de 1847 y el 9 de agosto de 1849, que desempeñó hasta su muerte en 1851[14], siendo reemplazado el 30 de abril de 1851 por don Ventura Blanco Encalada. A la facultad “fuera de su función docente, le correspondía estimular a las letras, las artes y la historiografía”[15], de este modo ella debía vigilar las escuelas primarias, dirigir la naturaleza de los estudios y del régimen escolar y proponer al gobierno las medidas necesarias para organizar y hacer progresar la enseñanza pública. Para lograr estos objetivos bajo la administración del señor de la Barra se propone una reforma ortográfica que consistía en la supresión de las letras mudas y determinar cuales serían las letras del alfabeto, una reorganización de la instrucción primaria, se hizo la redacción, traducción y revisión de los libros que utilizaría la enseñanza pública, se reestructuraron las asignaturas que debían aprobar los estudiantes en los diferentes niveles educativos y se creó un sistema de premiación a los preceptores que impartiesen una enseñanza de excelencia.
Una característica distintiva de José Miguel de la Barra fue el ímpetu y dedicación que empleaba en cumplir las funciones que les eran encomendadas, y el cargo de Decano no fue la excepción. Tuvo un especial interés en el mejoramiento de la educación pública, especialmente de la clase menesterosa y no tuvo reparos en ser él mismo, a pesar de que podía delegar esta actividad, quien visitase las escuelas del departamento de Santiago, para conocer la realidad educacional y premiar a los preceptores más dedicados a su labor[16]. De la Barra mantiene una esperanza de mejoramiento de la educación pública y sobre todo de una mayor equidad entre los diferentes tipos de educación que se imparten en la República.
En 1849 se le confió
el cargo de Director de la Oficina de Estadística, al aceptar la
dirección pidió que ésta fuera reorganizada con grandes
facultades y estuviese compuesta por un competente número de empleados.
Además buscó que esta oficina guardara los documentos de
la administración pública, mediante la creación de
un Archivo General. Pero “nada de esto se podía hacer sino por medio
de una ley. El mismo don Miguel de la Barra se encargó de preparar
el proyecto del caso”[17].
En diciembre de 1850 se publica el Repertorio Nacional, texto extenso
de casi 300 páginas que resumía todo lo acontecido en Chile
hasta ese momento, había que tener todos los “datos, noticias y
estados que bajo cualquier aspecto pueda ser conveniente que vean la luz
pública”[18].
Este documento contenía un listado de todos los gobernantes de Chile
desde 1541, una biografía de Pedro de Valdivia, censos y dinámica
de la población, patentes comerciales de Santiago y Valparaíso,
entre otros aspectos. De la Barra como Director señalaba en la introducción
del texto, los objetivos y debilidades de la compilación:
De todos los cargos que José Miguel de la Barra ocupó quizás el que más obras dejó fue su labor de Intendente de la Provincia de Santiago entre los años 1843 y 1849. Desde un comienzo tuvo la imagen de ciudad que él deseaba construir, una urbe moderna, limpia e higienizada, capaz de entregar los servicios básicos de una manera adecuada, eficiente y segura para la población, en definitiva una ciudad digna de ser capital de un país independiente y próspero[20].
“ponerse al frente de los vecinos que de algún tiempo a esta parte trabajaban por mejorar la policía de población, excitarlos con su ejemplo, proporcionarles datos y recursos para llenar su laudable propósito, promover y alentar las empresas de utilidad pública que estaban en embrión y echar las bases de muy saludables reformas. Su administración, empero, ha sido demasiado rápida para que haya podido lograrse ninguna de ellas: ha sido como un relámpago que no brilla sino para hacer mas patente la obscuridad de la noche. Quisiéramos, pues, que continuase adelante el impulso que él ha dado a los negocios para que el espíritu de actividad que se ha despertado en los vecinos, no desmayase por falta de calor en las autoridades, ni transcurriese inútilmente un tiempo precioso que debe estar medido por los pasos que se den en el camino del progreso”[23].
Es decir, José Miguel
de la Barra “trató de animar todo lo que dormía bajo la sombra
de la autoridad de la provincia”. Su incesante labor de servicio público
se verá drásticamente interrumpida como consecuencia de su
inesperada muerte acaecida el 19 de marzo de 1851. Llegaba a su fin la
vida de tan ilustre miembro de la sociedad chilena que había ocupado
con humildad, sencillez y notable dedicación los más diversos
cargos. El rector de la Universidad de Chile, don Andrés Bello señaló
que el señor de la Barra merecía los más altos elogios,
pues sus méritos los dejó explícitos en:
El estado de la provincia de Santiago al asumir de la Barra como Intendente
Si bien ya habían transcurrido más de treinta años desde el Cabildo abierto de 1810, Santiago aún evidenciaba la imagen de una ciudad colonial, con fuertes retrasos en administración, vialidad, servicios, seguridad e higiene. Esta situación no se correspondía con los aires de progreso que recorrían los ambientes de la naciente República. De la Barra, que había estado en las principales capitales del viejo mundo, había sido testigo de los nuevos cánones de urbanismo que existían y de la necesidad que tenía nuestra capital de seguir el mismo camino. Sin embargo, se encontró al momento de iniciar su labor con una Intendencia con paupérrimas fuentes de ingresos[27], problemas de competencia entre los organismos estatales, pobreza de los vecinos y por sobre todo, “la resistencia que la mayor parte de éste se oponía a muchas mejoras, por bien inspiradas que fuesen”[28].
Desde el punto de vista de la división político administrativo, la provincia de Santiago a mediados del siglo decimonónico estaba formada por los departamentos de Santiago, Victoria, Rancagua y Melipilla[29]. Convirtiéndose en la principal provincia del país no sólo por su gran población, sino por ser el núcleo que concentró tempranamente las principales funciones administrativas, económicas e industriales en relación al resto de la nación[30]. La población de Santiago fue sufriendo un constante aumento desde los primeros años de vida republicana, incentivado por el ordenamiento político, social y económico que experimentó el país a partir de la promulgación de la Constitución de 1833. Es así como en 1830 los vecinos de Santiago llegaban a las 65.665, catorce años más tarde se empinaban por sobre los 85.795 habitantes y en 1850 ascendían a las 95.795 personas.
Cuadro 1
Población de la
Provincia de Santiago en 1850
Departamento
|
Cabecera
de Departamento
|
Subdelegación
|
Dist.
|
Población
|
Santiago
|
Santiago
|
1
|
5
|
6.832
|
2
|
9
|
s/i
|
||
3
|
8
|
9.238
|
||
4
|
9
|
5.134
|
||
5
|
9
|
5.415
|
||
6
|
5
|
10.642
|
||
Yungay
|
7
|
s/i
|
||
8
|
5
|
9.168
|
||
9
|
9
|
4.721
|
||
Rosario
|
5
|
6.982
|
||
Ñuñoa
|
11
|
s/i
|
||
Mapocho
|
8
|
5.075
|
||
Renca
|
5
|
3.791
|
||
Huechuraba
|
8
|
4.697
|
||
Colina
|
6
|
s/i
|
||
Lampa
|
6
|
6.034
|
||
Caleo
|
4
|
5.813
|
||
Chacabuco
|
5
|
1.959
|
||
19
|
4
|
4.871
|
||
Chuchunco
|
5
|
3.919
|
||
Quilicura
|
4
|
1.504
|
||
Total |
95.795
|
|||
Victoria |
San
Bernardo
|
San
Bernardo
|
7
|
2.276
|
Aguada
|
4
|
1.402
|
||
V.
de Maipo
|
4
|
1.846
|
||
Malloco
|
4
|
2.255
|
||
Peñaflor
|
4
|
s/i
|
||
Talagante
|
3
|
3.862
|
||
Isla
de Maipo
|
5
|
s/i
|
||
Calera
|
5
|
1.862
|
||
Tango
|
3
|
1.439
|
||
Tres
Acequias
|
4
|
996
|
||
Cerro
Negro
|
4
|
406
|
||
Bajos
de Mena
|
5
|
445
|
||
Granja
|
3
|
1.252
|
||
Peral
|
3
|
s/i
|
||
Canal
de Maipo
|
4
|
s/i
|
||
San
José
|
5
|
2.708
|
||
Total
|
20.822
|
|||
Melipilla |
Melipilla
|
Melipilla
|
16
|
7.549
|
Sn.
Fco. Del Monte
|
5
|
3.264
|
||
Curacaví
|
5
|
5.026
|
||
Cartagena
|
5
|
3.602
|
||
Cuncúmen
|
5
|
4.517
|
||
Total
|
23.958
|
|||
Rancagua
|
Rancagua
|
Santa
Cruz
|
3
|
3.533
|
Santa
Cruz
|
2
|
s/i
|
||
Hijuelas
|
3
|
2.796
|
||
Chacras
|
3
|
3.922
|
||
Codegua
|
6
|
s/i
|
||
Maipú
|
3
|
7.580
|
||
Aculeo
|
4
|
s/i
|
||
Linderos
|
3
|
6.085
|
||
Hospital
|
4
|
7.221
|
||
Chocalan
|
5
|
9.019
|
||
San
Pedro
|
5
|
s/i
|
||
Loica
|
3
|
5.383
|
||
Caren
|
3
|
2.177
|
||
Alhué
|
3
|
s/i
|
||
San
Jerónimo
|
2
|
6.705
|
||
Peumo
|
5
|
s/i
|
||
Coltauco
|
3
|
5.541
|
||
Doñigüe
|
4
|
6.177
|
||
Total
|
66.859
|
|||
Total General de la Provincia |
207.434
|
s/i: sin información
Fuente: Repertorio
Nacional formado por la Oficina de Estadística, 1850.
Como
se puede apreciar en el cuadro 1, el departamento de Santiago era el predominante
en la provincia con 95.795 habitantes. La elevada población que
existe en esta provincia (207.434) no se condice con los bajos índices
de calidad de vida sobre todo en el aspecto de salubridad, como lo demuestran
las altas cifras de mortalidad; según el Repertorio Nacional
de 1850, en el año 1848 el total de nacidos en la provincia ascendía
a 9.558 y el número de menores de un año fallecidos llegó
a 6.343. Cifras que se agravaban si se toman sólo las de Santiago
donde el total de nacidos era de 5890 y los fallecidos 3.638[31].
Su labor como Intendente de Santiago y su plan de reforma
José Miguel de la
Barra en una memoria presentada al Supremo Gobierno en el año 1846
sobre los trabajos realizados por la Intendencia bajo su mandato, se refiere
a las dos causas que “han impedido” la extensión de los trabajos.
La primera de ellas, es “el cúmulo de atenciones del momento, peculiares
de este departamento, y que con la organización actual de la oficina,
son suficientes para ocupar a la Intendencia xclusivamente”[32];
la segunda nace asociada a la anterior, debido a que este gran número
de actividades “han impedido hacer la visita a la provincia y adquirir
el conocimiento práctico de las necesidades de cada localidad, y
de las mejoras que en ellas podía efectuarse”[33].
Por otro lado, los fondos con los cuales contaba para realizar los adelantos que requería eran muy escasos y debían ser repartidos en el extenso territorio de la provincia[35]. La Municipalidad de Santiago para el año 1842 tenía un presupuesto de 61,710 pesos medio real, para 1844 se incrementó a 68,059 medio real, en 1847 fue aprobado el presupuesto de 100,327 tres cuatros real y para 1851 llegaba a 152, 476 pesos. Como se puede apreciar estas cifras eran “absolutamente insignificantes para satisfacer todos los gastos que imponía la administración local”[36]. El Nº2 cuadro muestra los principales ingresos del cabildo.
Año
|
Año
|
|
Rubro
|
1842
|
1844
|
Carnes
Muertas
|
23,000
|
23,025.5
|
Nevería
|
15,150
|
15,150
|
Plaza
de abastos
|
11,300
|
11,300
|
Peletería
|
4,800
|
4,800
|
Potrero
de San José
|
1,300
|
1,300
|
Lotería
Pública
|
1,600
|
1,600
|
El Intendente tenía una plausible intención de realizar viajes por la provincia, resaltando lo “dispuesto y próximo” que había estado, pero que siempre se vio obligado a diferirlo para circunstancias más favorables, las cuales no se dieron porque “los apuros se han reproducido; o más exacto, nunca han dado tregua”[37].
A pesar de las trabas que se encontraban en esta provincia, de la Barra realizó una gran cantidad de obras, que buscaban dar una forma más moderna a la ciudad de Santiago (figura 2), donde el progreso que vivía la República no llegara a un solo estamento social, como ocurrió bajo el gobierno provincial de don Benjamín Vicuña Mackenna, el cual buscó hacer de Santiago una réplica del ambiente europeo, siguiendo el ejemplo de París donde “bandas de obreros con picotas y palas se abaten sobre las edificaciones viejas y nauseabundas de las viejas calles del centro, en callejuelas estrechas y tortuosas, para abrir los nuevos boulevares, espaciosos, rectos y con vista espectacular, diseñados por Haussmann para satisfacer el espíritu de grandeza que mana del progreso y del triunfo burgués”[38].
Las
intervenciones llevadas adelante por de la Barra en su período como
Intendente involucraron diversos aspectos, que fueron desde actuaciones
sociales y culturales, que pueden ser vistas como verdaderas medidas de
control social, a través de la regulación de las loterías
y casas de apuesta, hasta realizaciones urbanas propiamente tales. Estas
últimas para efectos de su explicación la hemos dividido,
a partir de la propuesta de Horacio Capel, en aquellas que oficiaron en
los problemas de la ciudad – que se derivan de la fuerte concentración
de hombres, actividades y edificios que se dan superficies limitadas- y
en los problemas en la ciudad –que nos son específicamente urbanos,
sino de la sociedad-[39].
Figura 2
Santiago de Chile en
la década de 1850.
Vista hacia el poniente
desde el cerro Santa Lucía
Fuente: Memoria Chilena, DIBAM
Problemas en la ciudad
En 1840 Santiago tenía una clara predominancia en el sistema de ciudades de la República; esta macrocefalia derivó en una constante migración desde zonas rurales cercanas, especialmente de sectores del bajo pueblo, situación que exigía a la ciudad rápidas soluciones de educación, trabajo y viviendas. Sin embargo, este fenómeno sobrepasaba los recursos y la capacidad de reacción de las autoridades, lo que llevaba a que estas personas buscaran su habitación en Ranchos de materiales ligeros y de dudosas condiciones higiénicas; y, su sustento en el robo, el alcoholismo y la violencia.
Estos problemas hacían de Santiago, en palabras del propio de la Barra
“depósito principal de todos los malhechores y vagos de la república, porque es donde se encuentran un campo más vasto para sus crímenes, más guaridas de ocultación y más arbitrios de subsistencia en el ocio; así es que la vagancia, la relajación de las costumbres o inmoralidad, la embriaguez, el juego, la estafa y la falsificación, son los vicios y delitos más comunes de la clase ínfima y media de esta población”[40].
Para hacer frente a estas contrariedades de la Barra plantea soluciones que abarcan la reforma de la policía, el control de las habitaciones malsanas y el alumbrado público, acciones que lleva adelante con medidas administrativas y con un bajo nivel de inversión.
a. Reforma a la Policía
Esta realidad superaba en mucho al organismo encargado de la seguridad de Santiago, la cual estaba organizada en una Compañía de Vigilantes (guardianes de día) de 89 soldados y cuatro compañías de serenos (guardianes de noche) con 153 miembros. Los vigilantes tenían cuatro comisarios que eran los jefes de las cuatro escuadras en que se divide el cuerpo más tres ayudantes, por su escaso número “no pueden ni prevenir desórdenes ni reprimir las faltas”. De la Barra señalaba su funcionamiento de la siguiente manera:
“cada vigilante vive en su casa y sólo concurre a la comisaría para que se le designe el punto que a de guardar en cada día [...] no hay ni ocasión ni tiempo para instruirlos en sus deberes [...] también esta fuera de duda, que es imposible exigir de un individuo constante vigilancia en una centinela de doce o catorce horas. Tienen en este tiempo necesidades de vida que satisfacer[...] para ello se introducen en algún lugar, bodegas o picantería del lugar”[41].
La compañía de serenos tenía que cumplir con su función de resguardo del orden y la seguridad cada noche del año vigilando, lo cual:
“es imposible que la constitución más robusta y privilegiada, pueda resistir a una vigilia permanente [...] es físicamente imposible para un sereno permanecer vigilante por diez o doce horas, que es el tiempo de su guardia en cada noche, sin interrupción ni descanso. En las noches tenebrosas del invierno, en aquellas de un aguacero desecho no pueden importar la intemperie; se refugian por necesidad al lugar que primero se les presenta que es casi siempre una taberna [...] para corresponder a la hospitalidad que se les da tienen que tolerar los vicios y desordenes”[42].
Los deseos de la Intendencia de perseguir y reprimir los delitos, se veían entorpecidos no solo por escasos medios monetarios, sino también por la propia actitud de la policía de seguridad, que se caracterizaba por ser violenta, abusiva y descontrolada. Todo esto hacía que existieran con mucha frecuencia en los hospitales “personas heridas por los vigilantes o serenos”, situación que “para la represión de esas faltas y de estos delitos, no bastaban fuertes castigos, condenaciones a presidio, ni destituciones; el mal seguía, y con él se arraigaba más y más la prevención que el pueblo, la guardia nacional y hasta la milicia veterana tenían contra la policía”[43].
Ante esta realidad de la Barra pensaba que lo más adecuado era realizar una reforma que aumentara el número de miembros y dejara claramente establecidos el tiempo que cada guardia cumpliría con su deber; dicho cuerpo llevaría por nombre Dragones de Policía y estaría constituido por:
“dos escuadrones, cada escuadrón de dos compañías y cada compañía de cuatro escuadras[...] con este cuerpo que contaría de 450 plazas se hará el servicio diurno y nocturno de la ciudad, por medio de cuatro turnos o centinelas de seis horas cada uno”[44].
Esta reforma no solo terminaría con los vicios ya señalados, sino que “podrá prevenirse y descubrirse aquellos que han causado la ruina de muchas familias, y que han introducido la alarma que ha obligado a muchos capitalistas, a retirar de la circulación infantes capitales, con ruina de los honrados industriales que necesitan de capitales ajenos para dar ensanche a sus especulaciones, y con menos cabo por consiguiente de la riqueza pública”[45].
En 1845 el Intendente le señalaba a la Municipalidad, que era quien estaba a cargo de los gastos de los guardias, que lo más recomendable era tener dos turnos de vigilantes de 110 soldados cada uno, situación que significaría a la Municipalidad un desembolso de 16.900 pesos[46]. El cuerpo de vigilantes fue acuartelado y además se procedió a moralizarlo, disciplinarlo e instruirlo en sus deberes y obligaciones de policía y con los civiles. Se designó como comandante del Cuerpo de Serenos a Manuel Lastra, quien impuso un riguroso control a los vicios y una férrea disciplina, con esto se logró conseguir un servicio confiable y sistemático.
Para el Intendente su gobierno no se reducía al espacio interior de la ciudad de Santiago, sino que comprendía una región mucho más extensa. No descuidó reformar el pésimo estado en que se encontraba la “Policía de las subdelegaciones rurales”, la cual se veía impotente de controlar el bandidaje en los fundos, debido a que “los subdelegados e inspectores no tenían medios de perseguir delincuentes, y un ladrón o un asesino contaba de cierto con su impunidad; y la impunidad de unos era estimulo para los crímenes de otros”[47].
Las escuálidas arcas de la Intendencia no permitían aumentar la dotación de este servicio, además que los vecinos no estaban dispuestos a dar una contribución para subsanar el déficit. Por esta razón, en un primer momento se concibió la idea de establecer “Celadores de Policía Rural”, los que serían personas eximidas de su servicio de la guardia cívica a cambio de ser nombrados celadores. El plan se ensayó en las subdelegaciones de Renca y Chuchunco, en las cuales obtuvo resultados satisfactorios. Sin embargo, la innovación no dejó de tener críticos, sobre todo de parte de los jefes de los escuadrones de la caballería cívica, quienes lo veían como un ataque contra su estamento. El gobierno tomo atención a este asunto y se estableció finalmente la Policía Rural. Para lograr una buena fraternidad entre ésta y la Guardia Cívica de Caballería, se crearon dos escuadrones de caballería en las subdelegaciones de San Pedro, Caren y Alhué. El sistema funcionaba de la siguiente manera:
“Cuatro soldados con el nombre de celadores de policía rural es la dotación de cada subdelegado e inspector de la provincia. En cada subdelegación se estableció un turno de patrulla por todo el territorio que ella comprende y que se hace por el Inspector N°1 al mando de sus celadores, y así sucesivamente por el N°2, etc.; y en las subdelegaciones muy extensas se establecieron dos patrullas. La regularidad de este servicio está asegurado por los bienes que de el reportan los mismos que lo ejecutan; y para evitar la indebida exención del servicio militar a los celadores, se renuevan cada seis meses sus nombramientos”[48].
El nuevo cuerpo de policía rural dio mayor seguridad a los campos y una reducción en el bandidaje, especialmente el cuatrero. Para de la Barra la reforma a la policía urbana de Santiago no llegaría a dar sus frutos, sin tener presente una especie de sistema previsional para los soldados que sufren accidentes o mueren en horas de servicios, pues la inseguridad de su futuro y de las familias deja:
“a estos hombres sin estimulo alguno que los aliente a mejorar su comportamiento. Sin esperanzas para el porvenir, miran su permanencia en el cuerpo, no más que como un medio de servir a sus necesidades del momento, mientras se les presenta otro, que con menos compromiso les dé igual resultado”[49].
El proyecto contaba con la creación de un Fondo para premios y pensiones del cuerpo de Vigilantes, el cual se financiaría con los descuentos de los sueldos de soldados, sargentos y cabos que se ausentaran por enfermedades vergonzosas o venéreas u otras, por “pena legítimamente impuesta a los individuos del cuerpo: por deserción, por licencia temporal sin sueldo o con la mitad de él, por muerte a intestato y sin sucesión legal”[50].
Los descuentos de los sueldos no se aplicarían en caso de enfermedad causada por cumplimiento del deber como heridas o contusiones. Los fondos recaudados tendrían como destino:
1° A la recompensa de las acciones de valor, energía y otras eminentes o distinguidas.2° A los que se inhabilitaren en el servicio y por causa de él.3° A las viudas e hijos de los buenos servidores.
Aparte de los vicios que encubrían estas viviendas, éstas eran un foco de “origen y propagación de ciertas enfermedades”, debido a que mostraban una “aglomeración de personas en habitaciones estrechas y sin ventilación, en donde encerrado un número considerable de ellas durante la noche en todas estaciones, después de haber hecho en el día todos los menesteres de la vida, permanecían así por muchas horas, respirando un aire infecto y sobrecargado de exhalaciones pútridas, capaces de alterar la constitución más robusta y de destruir una salud a toda prueba”[57]. Muchas de las habitaciones de alquiler que se encontraban en el interior de la ciudad, pertenecían a propietarios pudientes, quienes aparentemente no tendrían inconvenientes en cumplir la ordenanza municipal que exigía que todas los cuartos de alquiler debían tener ventilación. La extirpación de las rancherías no dejó indiferentes a los afectados los cuales buscaron por medio de misivas, la suspensión o retraso de las ordenanzas. Un caso ejemplar es el siguiente:
Producto de la gran cantidad de población que se conglomeraba en Santiago, ya a mediados del siglo XIX era evidente la necesidad de solucionar conflictos de uso del suelo, así como de la relación de ellos con las características naturales del emplazamiento donde se insertaba dicha ciudad.
a. Inundaciones
Este mal lo venía sufriendo la ciudad de Santiago hacía bastante tiempo, el que:
“que cundiendo con asombrosa rapidez, amenaza sumergir muy próximamente en una calamidad inevitable y espantosa todos los campos y aún la población misma de la capital que ya empieza a sufrir sus efectos destructores: tal es el de las infiltraciones o aguas procedentes de ellos, que inundan nuestras campañas, reduciendo a una parte comparativamente pequeña los terrenos cultivables; infectando la atmósfera con la descomposición de las aguas detenidas; obstruyendo las vías de comunicación y haciendo imposible todo trabajo de mejora o reparación de ellos”[60].
Este problema que afectaba sobre todo a los fundos que rodeaban a la capital se veía incrementado debido a que cada dueño trabajaba por si mismo, sin haber un organismo que los reuniera y comunicara. El profundo interés que el Intendente de la Barra mostraba por la agricultura del país lo llevó tomar cartas en este asunto de gran peligro para la ciudad. Sin embargo, deja en claro que:
“nada puede hacerse por los medios ordinarios, ni aún por los más extraordinarios y constantes esfuerzos, para contener el mal que sufren las campañas y caminos, o para apartar la serie de calamidades que amagan a esta población y cuyos fatales síntomas empiezan ya a hacerse sentir. Solo medidas generales y compulsorias que no están al alcance ni en las facultades de la Intendencia podrán remediar tan espantosos males. Estas medidas, para las cuales se necesitaría la sanción legislativa, consistirían, en concepto de la Intendencia en la adopción del principio general, de que nadie puede sacar o mantener canal alguno de regadío, bien sea que proceda de ríos o vertientes, si un desagüe correspondiente y que tenga su curso natural o artificial hacía un río o canal que desagüe a su vez en el río”[61].
Realizó
un reglamento que apuntaba a la construcción de canales de desagües,
limpieza obligatoria de los canales y que dichos cauces fueran costeados
por todos los propietarios beneficiados por ellos. También ideó
un sistema de grandes canales que atravesaran el valle de Santiago para
evitar las inundaciones de la ciudad y de los campos, que pueden
detallarse en los siguientes:
1° El Zanjón de la Aguada en todo su curso desde el cordón de cerros de Macul, hasta su caída en el Mapocho cerca del cordón de cerros de Pudahuel, para todo el llano de Maipo, y sin cuyo canal o zanjón bastante profundo y expedito, no puede salvarse esta población por el lado del sur y sus terrenos adyacentes, hasta el mismo zanjón.2° Un canal al poniente, que giraría desde el zanjón de la Aguada hasta el Mapocho, aprovechando las barrancas del lado de las lomas, para todos los terrenos comprendidos entre la ciudad y las mismas lomas.3° Un canal todo artificial, que giraría desde el mismo zanjón de la Aguada en su parte alta hasta el Mapocho, por el lado del oriente, recibiendo las sobrantes de las subdelegaciones de Ñuñoa y el Rosario.4° Un canal al Norte que gire desde la cadena de cerros del Salto, atravesando las subdelegaciones de Huechuraba y Renca para caer en el Zanjón de las Cruces, y desaguando por consiguiente además de las tierras inundadas de ambas subdelegaciones, las lagunas del Salto, Ruiz y Campino[62].
En julio de 1844 se buscó
poner fin a estos mataderos particulares, con la creación de dos
Mataderos Públicos, ante lo cual algunos propietarios que buscaban
lucrar con este negocio, pidieron consideraciones y cierta flexibilidad
en la autoridad:
Finalmente, los planos de
los Mataderos públicos fueron aprobados el 13 de abril de 1847,
éstos fueron diseñados por el Ingeniero Civil don José
Pérez y se encontrarían en dos cuadras de tierra que donaría
la Municipalidad, vecinas al zanjón de la Aguada entre las calles
de San Diego y Santa Rosa. El costo de la construcción llegaba a
los cien mil trescientos veinte y siete pesos cinco y tres cuartos reales.
Las autoridades de la década de 1840 a diferencia de afrancesada de los años setenta, no eligieron “ailanthus, nogal negro, pimiento, variedades de encinas y álamos” ni tampoco “robles americanos, ceibos enanos, el árbol de las tres esquinas y el ciprés calvo”[73], tampoco se eligieron los alérgicos Plátanos Orientales, sino que el Intendente de la Barra, señalaba al Alcalde de la Municipalidad que:
“se quiere preferir las de árboles indígenas al álamo, sería muy conveniente que usted tan interesado en dar la mayor extensión posible a estas plantas, tomar las medidas conducentes para abonar, ya fuese de la hacienda de la Daza, o de otro inmediato, cuantas plantas se pudiese de dichos árboles prefiriendo siempre los de molle, maitén, peumo y caucho, que no creo difícil de conseguir hasta el completo de lo que se necesita”[74].
La necesidad de plantar árboles fue una idea constante de José Miguel de la Barra, el cual se encargó de transmitirlo al municipio, sobre todo porque es un “medio reconocido de salubridad y ornato y cuya necesidad se hace más incipiente, a medida que se van ensanchando los límites de la ciudad”[75]. Por otro lado, era común que los vecinos prestaran ayuda en las plantaciones, sobre todo los “subdelegados o vecinos del norte del Mapocho”, empeñosa cooperación que también es evidente en los “subdelegados y vecinos de los barrios al sur de la Cañada y Yungai”. Sin embargo, esto no era posible encontrar en el Tajamar o lado oriental de la ciudad, ni tampoco en el centro de la ciudad.
No sólo se trataba de ampliar las alamedas, sino también, crear plazas, como la de la Independencia, en la cual:
“sin perjuicio del espacio conveniente para el tráfico, podrían plantarse calles de árboles en los cuatro costados y un jardín central de arbustos y plantas, sirviendo a la vez de paseo y de mercado de flores y frutas, por carecer estos objetos de lugar destinados a su expendio, y ocupar actualmente las estrechas plazuelas de las iglesias, en perjuicio del decoro del culto y del aseo y policía que solo es practicable en un mercado especial”[76].
En la misiva de 1847, de la Barra ahondaba en sus razones para rechazar la utilización de árboles como el álamo, debido a que éste:
“crece con dificultad, vive aniquilado y mezquino, y se destruye o consume en breve tiempo: dejo sin mención especial su monotonía y falta de copa: frondosidad, su tristísimo estado en el invierno, su debilidad contra los temporales y otras circunstancias que le hacen inadaptable para un paseo; y solo me detendré en un inconveniente mayor todavía en mi concepto; tales el de las dañosas raíces de este árbol, que destruyen las acequias, puentes y demás objetos de comodidad u ornamento, y sobre todo que hacen imposible la asistencia de otros árboles en el terreno invadido por ellos y aún la replantación de nuevos álamos en lugar de los que destruyen el tiempo y otros accidentes.
Con tales inconvenientes que ha dado a conocer una constante experiencia, no queda otro recuerdo, que el de la destrucción gradual de los árboles y extirpación de sus raíces, a fin de sustituirlos por otros árboles que llenen mejor el objeto y que presenten menos inconvenientes”[77].
La plantación de árboles en los distintos barrios significó la utilización de más de 1000 árboles entre 1844 y 1847, muchos más de los que contiene el Parque Forestal y semejante a los que tendría el Cerro Santa Lucía a fines del siglo XIX. Estos son antecedentes que permiten dimensionar labor del Intendente de la Barra, quien a pesar de tener las limitaciones presupuestarias que hemos señalado llevó adelante una intenso trabajo en dimensiones tan relevantes como el arbolado urbano, dejando con ello un importante testimonio de su acción en el paisaje de la ciudad y en la calidad de vida de sus habitantes.
d. Desperdicios y desechos
Desde los tiempos de la colonia en la ciudad existía una red de acequias urbanas que tenían sus bocatomas en el río Mapocho y que se subdividían en más pequeñas, conformando un sistema “complejo, pero a la vez tan útil y eficiente”[78]. Ellas permitían obtener agua para el consumo, para regar los jardines y refrescar las calles. Así también, la eliminación de la basura y de los desechos orgánicos que producían las personas iban a dar directamente a las acequias que pasaban por las letrinas de cada predio, situación que se agravó a medida que Santiago se convertía en un foco cada vez más atrayente para la población.
La Intendencia teniendo en cuenta este problema trató de llevar adelante un plan de salubridad que se complementaba a los emprendidos con la plantación de árboles y el control de las inundaciones de los terrenos cercanos a la ciudad. Dicho plan fue diseñado por la Sociedad de Agricultura, de la cual era miembro de la Barra y tenía como objetivo destruir “las causas maléficas e insalubres que en sumo grado deben ocasionar la descomposición atmosférica en esta capital”, lo que se lograría al “impedir la corrupción del agua de las acequias que cruzan de un extremo a otro la ciudad”[79].
Se obligó a la Municipalidad a colocar en las acequias que pasen por la ciudad rejas de fierro, para evitar que se arrojaran desperdicios a ellas, además se instalaron carros de limpieza que debían extraer las inmundicias que los hogares lanzaban a estos cauces y conducirlos sin costo para los particulares a las afueras de la ciudad. También, se regularon las acequias y se construyeron algunos puentes sobre ellas[80].
La vigilancia del cumplimiento de las ordenanzas de salubridad estaba a cargo de un juez de policía urbana, el cual no era capaz de controlar a una ciudad de más de noventa mil habitantes. Por esto, la Intendencia creó dos delegaciones más, a cargo de los barrios del poniente Pedro N. Fontecilla y los del norte de la ciudad Miguel Dávila. Dichas autoridades le dieron gran impulso a nuevos barrios como Yungay, Cañadilla y Recoleta, donde se crearon escuelas y parroquias[81]. También, se promovió la apertura de calles, la rectificación y el empedrado de algunas antiguas, a lo que se sumó la plantación de árboles en algunas vías.
El juez de policía que ya existía quedó a cargo de los barrios del centro y sur de la capital, en los cuales emprendió el empedrado de 40 cuadras, 20 cuadras de vereda de loza y 31 acequias de cal y ladrillo tapadas de loza[82].
A pesar de las obras conseguidas en el ámbito de la salubridad, de la Barra se queja de los escasos recursos con que cuenta el juzgado de policía para poder emprender obras de mayor envergadura y de la poca preocupación que muestran los vecinos más acomodados por financiarlas, además que las ordenanzas no han logrado “cambiar sus hábitos, ni formará costumbres de aseo sino después de muchos años y en fuerza de medidas parciales y constantes de parte de la policía”[83].
e. Alumbrado Público
El viejo sistema de alumbrado público que ostentaba Santiago en los años cuarenta consistía básicamente que “cada dueño de casa estaba obligado a encender en la puerta de calle, dentro de un farol, una vela de sebo que duraba de ordinario hasta las diez o las once de la noche, pasada cuya hora la ciudad quedaba completamente a oscuras”[84], con este problema “ni la policía podía descubrir en ellas a los malhechores que acechaban una casa para robar o para asesinar a sus moradores”[85].
Esta deficiencia es la que José Miguel de la Barra intentó modificar por medio de una contrata entre la Municipalidad y una empresa formada por don José Vicente Larraín y don Enrique Domingo Torres, en la cual éstos se obligaban construir 284 faroles para el sistema de alumbrado público de Santiago colgándolos en ganchos de fierro salientes tres varas por lo menos de la esquina de cada manzana[86]. La Municipalidad pagaría 4 pesos cuatro reales por cada farol al mes, durante 8 años al término de los cuales los faroles serían de propiedad municipal.
Los vecinos ya no tendrían que alumbrar el frente de sus casas, sino que contribuirían con un pequeño pago, y
“atendiendo a que esta utilidad común refluye especialmente sobre la clase menos acomodada de la ciudad, por cuanto se le exonera del gasto a que por las disposiciones vigentes hasta ahora, estaba obligado para mantener el alumbrado de imperfecto que se a usado, debiendo en la sucesión contribuir solo con una moderada y proporcionada parte al costo del establecimiento y sostenimiento del nuevo sistema”[87].
El pago diferenciado buscaba que también los sectores más alejados del centro de la ciudad y que muchas veces coincidía con los lugares de residencia de la clase menos pudiente contaran con alumbrado público para su mayor seguridad.
Con
este sistema los “faroles estarán encendidos al tiempo de oscurecer,
tanto en las noches completamente oscuras, como en aquellas en cuyas primeras
horas hubiese luna, y seguirán alumbrado todo el tiempo que durase
la oscuridad, con una luz clara y permanente”[88],
todo esto significó un progreso importante para la ciudad, siendo
reemplazado en 1857 por el sistema que funcionaba con gas; sin embargo,
el nuevo alumbrado no careció de problemas ni de dificultades, cartas
fechadas el 21 de mayo y el 11 de agosto de 1845 evidenciaban reclamos
de los vecinos y preocupación del Intendente, ya que el alumbrado
“no llena su objeto y son generales las quejas del vecindario a este respecto”,
quedando en ciertas circunstancias “en la completa oscuridad en que se
deja a toda esta extensa población las noches oscurecidas por los
nublados y que se suponen alumbrados por la luna”, por este motivo no duda
en escribir, con cierto pesar, “debe confesarse que la ciudad a perdido,
lejos de ganar, por el nuevo alumbrado público, respecto del sistema
antiguo” por eso mismo incita a la Municipalidad “a tomarlo en consideración
trayendo a la vista la contrata y determinando si, por los términos
de su redacción, a podido darse lugar a que ella haya sido interpretada
de un modo tan contrario, en mi opinión, al espíritu que
precedió a su formación. De todos modos el cuerpo municipal
se encuentra en el deber de hacer cesar el grave mal presente, y con él
las justas y fundadas quejas del pueblo”.
Control social y moralización del pueblo
Uno de los objetivos que siempre buscó de la Barra en los cargos de servicio público que le fueron encomendados, fue educar y moralizar al pueblo mejorando sus condiciones de educación, recreación y vivienda; para esto, el Intendente señalaba en la Memoria de 1846, el haber utilizado “cuantos medios me son conocidos y han estado a mi alcance”.
En Santiago, desde 1838 existía bajo la vigilancia y control municipal una lotería pública cuyos recursos eran destinados al sostenimiento del hospicio de indigentes de la capital. Sin embargo, a la sombra de ésta, comenzó la aparición de rifas y loterías clandestinas que ofrecían “engañosamente mayores utilidades” que atraían a las personas en desmedro de la lotería pública y por consiguiente con graves perjuicios económicos para el sustentador de esto, la municipalidad.
Por otro lado, en esos años una práctica común era el presidio ambulante o presidio de los carros, el cual era “un conjunto de jaulas rodantes que, arrastradas por caballos, exponían a los presidiarios a un infamante espectáculo colectivo y a las veleidades del clima”[89], el cual tenía muchos críticos como Andrés Bello y Domingo Sarmiento, y cuya práctica tampoco era compartida por de la Barra.
Estos dos hechos llevan a que en una carta fechada el 6 de agosto de 1844, donde el intendente pidió al gobierno tomar atención en el asunto, pues “convencido de la necesidad y conveniencia de abolir dos instituciones, que lejos de llenar su objeto, contribuyen poderosamente a fomentar la inmoralidad en el pueblo”, primero la lotería que “abolida en todas partes por el principio inmoral que lleva consigo” ya no es una necesidad imperiosa porque “el Hospicio de los pobres a que era destinado su producto, se halla en el día en posición de hacer frente a sus primeros gastos con sus entradas naturales”. En segundo lugar, pone la atención en el presidio urbano, el cual es pésimo porque “¿Cómo podrá concebirse en un pueblo cristiano el espectáculo diario e inmoral de hombres medio desnudos arrastrando grillas y pesadas cadenas por nuestras calles y a quien se condena a perder hasta el último resto de pudor y rendimientos?”. En cambio, pide que se ponga rápidamente en práctica el sistema carcelario aprobado el año anterior a su misiva, en el cual estos hombres mejorarían notablemente y “llevarían la condición de reos en aspecto físico y moral [...] si se tuviese a presidio en reclusión constante y se le dedicase a cualquier trabajo manual más o menos productivo”[90].
No sólo buscó suprimir la lotería, pues existían otros juegos de azar como el denominado caras[91]. El cual era accesible para personas de cualquier edad, condición social y económica. La solución se buscó amonestando a los padres, multas y prisiones a los jugadores y persecuciones a estas redes.
También se castigaron las llamadas “casas de agencia”, las cuales no eran más que “verdaderas casas de usura, en que el juego y la disipación encontraban auxilios”92], la Intendencia quiso imponerles multas a los fraudes cometidos, pero debido a la protección constitucional que tenían la industria no pudieron ser aplicadas, ante esto se concibió “la idea de convertirlo en un bien público, precisando, por medio de reglamentos interiores y económicos, a las expresadas casas a seguir el buen camino”[93].
El
primer objetivo se cumplió rápidamente pues el 20 de agosto
del mismo año, fue suprimida todo tipo de loterías en la
ciudad de Santiago. En cuanto al sistema carcelario solo pudo entrar en
práctica a principios de la década de 1850, debido a las
dificultades económicas que dificultaban la construcción
del recinto carcelario.
Cultura y Recreación
La moralización del pueblo y la solución de los problemas que surgían en la ciudad, no fueron suficientes para acabar con la imaginación y perseverancia del Intendente de la Barra para mejorar las condiciones de vida de la población, especialmente la más menesterosa. Ello lo llevó a iniciar una serie de obras que sentaron las bases de futuras acciones que se siguieron en años posteriores en el ámbito de la promoción y difusión de la cultura.
a. Construcción de un Teatro
De la Barra realizó a nombre de la Municipalidad un contrato con don Ruperto Solar y don José Luis Borgoño, los cuales se comprometían a construir un Teatro en un sitio frente la Plaza de Armas; el tiempo para la construcción sería de cuatro años y se les obligaba a dar a perpetuidad dos funciones anuales a favor de la Municipalidad[94].
b. Baños Públicos
El agua que la población de Santiago obtenía para su consumo y para el riego de los campos era sacada del único cauce que atravesaba la ciudad, el río Mapocho. Pero a causa de las elevadas temperaturas de los meses estivales y las costumbres del bajo pueblo, también era ocupado como una zona de baño recreativo. Ante los reclamos de la comunidad sobre este asunto, el Intendente señalaba al Ministro del Interior en 1846 “es imposible impedir el baño en el río y esta ocurrencia ocasiona escándalo y la infección del agua que bebe una gran parte de la población”[95].
Para lograr una solución a ese problema, de la Barra ideo un proyecto que buscaba “abrir los baños del reñidero de gallos para el uso de aquella parte de la población de esta capital que no tiene con que pagar baño en los establecimientos de esta clase”[96]. Desde hace muchos años, “los baños de Apoquindo”, al oriente de la ciudad, eran frecuentados por la clase de mayores ingresos, los cuales eran capaces de pagar la entrada a estos lugares, en los cuales se podía disfrutar de un área de recreación y esparcimiento. Como este lugar estaba vedado a la clase menesterosa, se buscaba con esta medida alternativas más accesibles como la ya señalada. Los “reñideros de gallos” estaban ubicados en el Tajamar cinco cuadras al oriente de la Plaza de Armas por la calle de las Monjitas.
La
creación de unos “baños populares” era una idea sumamente
novedosa, que aún hoy se realiza en la capital, y aparentemente
solucionaría los problemas de higiene del agua que bebe la población,
como también permitiría a los menos adinerados acceder a
balnearios populares. La seguridad en estos sectores, tampoco se dejaría
de lado, ya que “la Intendencia cuidará de la policía del
establecimiento en horas que está abierto para el servicio público”[97].
A modo de conclusión
Aparte de estas obras y emprendimientos realizados, el Intendente de la Barra impulso otra decena de proyectos que fueron desde la fundación de la villa de Buin (al sur de Santiago), pasando por la promoción de sociedades de beneficencia católica para ayudar a vagos, mendigos y marginales, hasta el intento de numeración y nombres de las calles de Santiago. Todos estos emprendimientos dejan claro el espíritu progresista y laborioso que tuvo de la Barra para abordar los problemas de una ciudad que comenzaba a sufrir importantes conflictos espaciales y sociales, ante los cuales era necesario intervenir y diseñar acciones para su solución.
La labor de la Barra no puede reducirse solo a las obras materiales que emprende, las cuales estuvieron limitadas por cuestiones económicas y administrativas, sino que debe destacarse la variedad de vetas que trata de explotar para llevar adelante su intención de llevar a Santiago a convertirse en una ciudad moderna. El ideario de su Intendencia cruza también hacia aspectos sociales y culturales, que lo conducen a preocuparse constantemente por la situación de las clases más desfavorecidas.
De la Barra no concebía a la ciudad aislada del territorio donde se emplazaba, sino que la pensaba inserta en un espacio más amplio, cuyas características físicas y humanas tenían influencia sobre su destino. Ello lo llevó a pensar en fundar ciudades o villas en su área de influencia rural y también a mejorar su accesibilidad respecto del resto del país a través de la construcción de puentes en los ríos que cercanos a ella. El manejo de las aguas y las inundaciones también formaron parte de sus planes, lo que lo llevó a proponer medidas tan relevantes como el control del vertido de desechos a los canales y acequias que llevaban el vital de elemento para riego y consumo humano.
Las transformaciones
de las ciudades acaecidas en Chile la segunda mitad del siglo decimonónico,
no fueron producto exclusivo de la imaginación de algunos importantes
personajes como Benjamín Vicuña Mackenna, sino constituyeron
una corriente continua que tuvo otros entusiastas, pero que, como en el
caso de José Miguel de la Barra, las condiciones económicas,
sociales y culturales, le limitaron considerablemente su accionar. En Chile,
la geografía histórica y la historiografía urbana,
aun tiene mucho por recorrer, sobre todo en el estudio de los fenómenos
y procesos de las ciudades en el siglo XIX, el cual se convierte en un
nicho fecundo para futuras investigaciones.
Notas
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