Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9796] Nº 181, 8 de noviembre de 1999 |
FILOSOFÍA DESDE LAS CIENCIAS. ECO, KANT Y EL ORNITORRINCO
Hace bastante más de un siglo la filosofía como disciplina fue desahuciada por el "ciencismo". Parecía condenada a quedarse sin ningún contenido propio, pues cuanto en ella hubiera de razonable resultaría totalmente absorbido por una ciencia u otra. Le quedaría, todo lo más, reflexionar sobre éstas en lo que tienen de común ("filosofía de la ciencia"), o sobre cada una de ellas ("filosofía de la física", etc.). Semejante desahucio fue larga y difusamente coreado por gentes muy diversas y lo ha sido de nuevo por algunos renovados enterradores de las esperanzas de la razón, a quienes llamo neo-véteronihilistas por su afán de reinstituir un nihilismo "posmoderno". Según sus negros augurios, la filosofía había de morir por consunción interna.
A lo largo del siglo XX no han faltado, con todo, gentes bien instaladas en dominios científicos que, lejos de sentir hostilidad a la filosofía, se mostraran dispuestas y capaces de filosofar, sin abandonar por ello su terreno propio. Algunos, desde Brouwer o Piaget hasta Chomsky o Penrose, pasando por Rostand, Monod y Jacob, son ya pensadores clásicos de la segunda mitad del siglo. Muy recientemente algunos científicos se han atrevido a extrapolar más allá de los límites oficiales de la ciencia hasta, por ejemplo, proclamar "la gran Síntesis" de la Evolución, según el título de una sonada obra de E. Laszlo (1987).
Por su parte la filosofía se ha resistido a la absorción. La mantuvieron viva no solo los Bergson, Croce, Ortega o Heidegger, sino también otros más "científicos", como Russell o Wittgenstein. Que no se ha autoconsumido seguían probándolo al acabar el siglo Habermas y Quine. Eso sí, el contraste entre pensadores tan dispares (a los que podríamos añadir, citando a voleo, a Carnap, Scheler o Lukács, Dewey o Jaspers, Sartre o Cassirer, Popper...) patentiza el desconcierto reinante en las filas filosóficas y la confusión, nada infrecuente, de filosofía e ideologías.
Qué forma o formas prevalezcan o apunten en el siglo que alborea, cuáles puedan interesar más, no osaré decirlo; opino sin embargo que la función más beneficiosa, quizás la más urgente de la filosofía puede ser la de poner orden, unificar o combinar reflexiones procedentes de los distintos campos de investigación (Edgar Morin viene haciéndolo durante los dos últimos decenios --"saber, sin relacionar lo que sabemos apenas vale para nada"-- en ese dilatado trabajo que él llamó "la Méthode"); intentar dominar lo que en ellos se sabe o se presume y hacerlo desde la acendrada vocación de prologar sin soberbia e impulsar sin dirigismos engreídos el nuevo conjunto de saberes.
Resulta ilusionante encontrarse con esfuerzos de ese tipo y ver que la iniciativa sigue asomando, más seguramente que entre filósofos "colegiados", entre habituales del trabajo científico. Es patente un nuevo afán de retomar el contacto con los clásicos de la filosofía desde las especialidades científicas --a la vez a la luz y desde las sombras de las mismas--, luego de que más antiguos cultivadores de éstas apostaran por dejar cesantes a aquéllos.
En los últimos días han aparecido en campos tan distanciados en la usual parcelación de las ciencias como son la entomología y la lingüística (y curiosamente uno procedente de ésta ostenta en su título un concepto zoológico). "Consilience". La unidad del conocimiento, de E.O. Wilson, se propone "convertir en filosofía tanta ciencia como sea posible", lo cual intenta por supuesto situándose en la suya propia. En Kant y el ornitorrinco, Umberto Eco afronta a partir del esquematismo trascendental kantiano el problema de salvar el hiato entre "la unidad del entendimiento" y "los conceptos empíricos". De este libro voy a ocuparme algo más aquí.
"Kant y el ornitorrinco" es el título, que el libro adopta, de uno de sus ensayos. El tema del mismo, según se anunciaba en la Introducción, es "un problema formidable que ha obsesionado al pensamiento humano desde Platón hasta los cognitivistas actuales." Pero, tan lejos de ceñirse a éste como de encomendarse a la metodología propia de su especialidad, el libro se ha instalado de salida ante su horizonte más abarcante, en busca de apoyatura filosófica. Lo integran "ensayos nacidos de un núcleo de preocupaciones teóricas entrelazadas" que "se remiten el uno al otro" sobre el conjunto de las nuevas investigaciones semióticas; las cuales, según metáfora del autor, forman "una galaxia en expansión", no "un sistema planetario cuyas ecuaciones se puedan dar". Se tratará, pues, de una investigación filosófica que busca ordenar y mejor entender resultados de aquella poco sistemática expansión.
El primero de los ensayos, "Sobre el ser", denuncia que junto a la plétora de buenos estudios sobre sustantivos, adjetivos, verbos de acción e incluso preposiciones y adverbios, "no parece que ningún estudio de semántica haya ofrecido un análisis satisfactorio del verbo ser". Y desde tan genérica observación salta a Aristóteles y su tò on, el ens de la escolástica medieval y su plural entia; y precisa que lo que Aristóteles vio como objeto de una peculair nueva ciencia era algo esencialmente distinto a los diversos tipos de entia ("las cosas que hay", tà ónta); es decir, el on --"lo que es"-- he on -- "en tanto que es"--, no "en tanto que [es] tal [o cual] cosa). O sea, algo que no "es" al modo en que "son" las cosas agrupables en clases (perros o huesos, ciudades o constituciones) propias de sectores diferenciables del saber, sino que "es" en un sentido "trascendental". Dicho en términos de Peirce (quien volvió así a valerse de los consagrados por la Escuela), algo que se piensa con "extensión ilimitada" y corresponde a una "comprensión" (intensión) nula. On, "lo que es", y einai, "ser" (entendido como verbo, no como sustantivo) se hacen intercambiables, como ocurrirá al ens y el esse de los medievales. Ya en Parménides pudo aparecer on como sujeto y predicado de sí mismo (hablando de t´eon el eleata afirmó: esti gar einai).
Por otra parte, a las distintas clases del ser (el ser tal o cual cosa) habría que añadir los distintos modos de ser ("ser" en tal o tal otro sentido). Como el mismo Aristóteles enseñó, on légetai pollachôs, se dice "es" de muchas maneras. A saber, según las categorías (como substancia o como accidente, "es mármol" o "es blanco") o según el acto y la potencia (es mármol o es una estatua de Zeus), etc. En todo este contexto me parece obligado señalar lo bien que Eco combina el saber de lingüista y la fina observación de las dificultades filosóficas, por ejemplo, la anfibología del esse de los medievales, o las interpretaciones clásicas de Aristóteles (acerca de la labor del entendimiento, o en las "lecturas" de las Categorías, desde las de los neoplatónicos hasta las de Peirce o los analíticos).
En su sentido más amplio y libre de prejuicios, dice Eco, ser significa para nosotros algo, "no importa qué", sea lo que sea. Él ve en ese algo el objeto de la semiótica, y "un problema inesquivable", al que llama el problema del terminus a quo de la filosofía del lenguaje (¿qué es ese algo que nos induce a producir signos?), distinto al de su terminus ad quem ("¿a qué mos referimos cuando hablamos?"). La filosofía analítica, comenta y lamenta Eco, no ha problematizado nuestra relación prelingüística con las cosas, aunque Peirce pusiera ahí la base misma de su teoría ("semiótica, cognitiva y metafísica al mismo tiempo"); y aunque Quine reactualizara el problema al remontarse, en Word and Object, a las raíces de la traducción: fijar la atención (mía o ajena) en algo es condición de toda semiosis. Tal planteamiento semiótico sitúa en cambio a Eco en plena ontología. Al presentarnos su Algo repite la pregunta leibniziana, ¿por qué hay ser en lugar de nada?, la retoma y, con la máxima seriedad, nos da "una respuesta que no es un chiste": "porque sí". Hay ser porque podemos plantearnos la pregunta sobre el ser, y eso es anterior a cualquier pregunta y, por tanto a cualquier respuesta y a cualquier definición. Que haya ser es condición de toda pregunta. Pero nada de eso quita --antes al contrario-- que, como Aristóteles, Eco haya de acabar dando por bueno, al investigar sobre el significado de "ser", que la única definición posible de éste sea que "se dice de muchas maneras".
Somos incapaces de pensar el ser antes de organizarlo en el sistema (o en la serie no coordinada) de "los entes", ya que éstos son el modo el que el "ser" nos sale al encuentro. El que las perífrasis de Heidegger que hace aquí Eco no me aporten más luz que las propias fórmulas del alemán, no empece que dé por bien venida la reconciliación del investigador especialista con la filosofía y el oirle cómo se recupera de la perplejidad leibniziana (en un largo excursus que le lleva a Nietzsche, a Feyerabend y al "pensamiento débil") y cómo concluye que "el verdadero problema de toda argumentación `deconstructiva´ del concepto clásico de verdad no es demostrar que el paradigma según el cual razonamos podría ser falaz", sino más bien "cuáles son las garantías que nos autorizan a ensayar uno nuevo".
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El Eco literato, narrador de relatos histórico-fantásticos, anima los centenares de páginas de densa erudición cargada de profusos tecnicismos con otras más ligeras, de fórmulas chispeantes que sintetizan anécdotas, como trailers anunciadores de nuevos ensayos. Citemos algunas:
1) "Marco Polo y el unicornio" alude al esfuerzo del gran viajero por comunicar a sus coetáneos su descubrimiento en Indonesia de lo que hoy llamamos un rinoceronte. Su cultura le proporcionó la noción de unicornio como cuadrúpedo con un cuerno en el morro; pero, a fuer de cronista honrado y minucioso, añade en seguida que el suyo era un "unicornio" bastante extraño, por tal cosa y tal otra, y toda una profusión de detalles. (Aunque, comenta Eco, aún habría quedado más confuso de haber tropezado con un ornitorrinco.)
2) "Moctezuma y los caballos" cuenta cómo transmiten a su emperador la aparición de los caballos llegados con Cortés los primeros aztecas que los vieron (inicialmente como masas móviles que incluían penachos y arneses, y acaso también el jinete de carne y hierros del que eran montura).
3 ) "La historia de Pinco" relata el interrogatorio a un niño de 4-5 años que se las arregla para "explicar" a Eco qué es un pájaro, "para que pueda reconocerlo si casualmente ve uno por ahí" (Eco procedería de una isla desierta en la que no ha visto más animales que peces, perros o vacas). A Pinco, bastante fecundo en improvisaciones hermenéuticas, nunca se le ocurre decir que el pájaro es un "bípedo volador"; utiliza en cambio prototipos, en el sentido de los cognitivistas ("prototipo" = miembro de un conjunto, que se convierte en modelo para reconocer a otros) y tiene muy presente, dice Eco, el de gorrión.
4) "La historia del arcángel Gabriel" arranca de que éste ha de llevar un anuncio a una muchacha hebrea llamada María. Lo que nos parece cosa sencilla (independientemente de lo insólito del anuncio) tiene que ser posibilitado por Dios mismo: los ángeles no hablan, se entienden entre ellos de modo inefable y lo que saben lo ven en visión beatífica; pero, como no son Dios, en ésta no ven todo lo que Dios sabe. Gabriel necesita, pues, que Dios le ponga en condiciones proporcionándole la capacidad de percibir y reconocer objetos, más el conocimiento del arameo y algunas otras imprescindibles nociones culturales.
1), 2) y 3) sirven de apertura al tema de los conceptos empíricos y ponen de relieve la necesidad de referencias, modelos o criterios previos para formarlos; y 4) añade una nueva problemática de fondo. En las tres anécdotas resuena un tema básico de "Kant y el ornitorrinco", la consideración de que el mecanismo categorial kantiano tenía, como el de Aristóteles, "origen puramente verbal"; algo que Eco vuelve a leer en Heidegger (Kant y el problema de la metafísica): "lo intuido es un ente conocido sólo a condición de que cada cual sea capaz de hacerlo inteligible para sí mismo y para otros y de comunicarlo". En términos del propio Eco: cuando la multiplicidad de la intuición se reconduce a la unidad del concepto, los "percipienda" se perciben del modo en que la cultura nos ha enseñado a hablar de ellos.
Al margen de su puesta al servicio de los requerimientos del desarrollo del discurso, esos cuadritos preparan el camino a sucesivos ensayos. Uno de éstos (sobre definiciones de diccionario y descripciones de enciclopedia) cuenta con su propia anécdota-preludio: la identificación de Ayers Rock, curiosa montaña australiana que no es una montaña --más o menos como el ornitorrinco no es un pájaro. El siguiente ("Notas sobre la referencia como contrato") despliega una variedad de fantasía literaria, desde la metáfora "confortante o blasfema" de la mente divina como e-mail, hasta "la otra pierna de Achab", transición hacia el ensayo final, pasando, entre otros, por "El extraño caso del Doctor Jekill y los hermanos Hyde", al que aludiremos más adelante.
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En su primera Crítica Kant dio el nombre de esquema a lo que pensó como proceso de aplicación (por la "imaginación trascendental") de las categorías puras de la comprensión (propias del entendimiento) a la multiplicidad de la intuición (de la cual procedería el conocimiento de "hechos"). En dicho proceso la imaginación se valdría de la forma pura ordenadora de toda experiencia, el tiempo, lo cual permitiría mediar entre datos sensibles y comprensión. Así, por ejemplo, como esquema de la categoría de "substancia" dispondríamos de la permanencia en el tiempo, por debajo y a través de "cambios accidentales". Los esquemas radicados en el tiempo no serían, pues, como las categorías, conceptos puros, pero serían en sí mismos a priori (producto de la "espontaneidad" del entendimiento) a la vez que idóneos para percibir (ordenando) lo dado a la intuición sensible. Pero ¿vale por eso el "esquema" para explicar la formación de los conceptos empíricos?
Eco va a celebrar los aciertos de la teoría kantiana y a resaltar su insuficiencia. Para ello se remonta a la situación heredada por Kant ante el problema del conocimiento, que coincide, piensa el lingüista, con el de cómo asignar nombre a las cosas. Para Platón, Aristóteles y la Escolástica --cualesquiera que fueran las diferencias entre ellos-- las cosas individuales con que nos encontramos nos vienen ya definidas ontológicamente por una "forma universal". Para el empirismo, en cambio, conocemos "cosas" (clases de objetos) mediante la combinación, comparación, coordinación de sensaciones: conocer es poner nombre a la composición. La revolución kantiana habría consistido en asignar al antiguo "entendimiento agente" una función no abstractiva, sino "sintético-productiva" de aquella "forma universal" (universal tanto del lado del sujeto --para todos los que hablamos-- como del lado de lo intuido --para todos los especímenes de una clase o tipo de objeto). Pero Kant, demasiado interesado en convalidar el saber de la mecánica newtoniana, gran logro de la ciencia de su tiempo, desatendió lo que era el problema fundamental de los empiristas, el problema de los conceptos empíricos. Su esquematismo le permitía explicar la posibilidad de juicios (proposiciones) como "el sol calienta la tierra" o "todos los cuerpos pesan", y la validez a la vez empírica y apriórica de ideas como las de substancia/accidente, causa/efecto o necesidad/contingencia; pero no nos aclara por qué, impresionado por algo, decido que ese algo es un árbol o una piedra, o un "grave". Cómo percibo una piedra (o un árbol) "en cuanto tal".
Se trata desde luego en primer lugar de lo que hoy llamamos natural kinds o "géneros naturales", que Kant pudo contemplar en su tiempo en el systema naturae de Linneo (y por los cuales iba a interesarse, al margen del esquematismo trascendental, en su tercera Crítica). Pero, como bien ilustra el diálogo con Pinco, los natural kinds no agotan el campo problemático, que Eco desmenuza en TTCC, CCNN y CCMM (tipos cognitivos, contenidos nucleares, contenidos molares), como instrumentos más remuneradores y menos abstractos que "el concepto", pues éste "significa sólo lo que uno tiene en la cabeza". Un TC es un concepto entendido como producto mental que preside el reconocimiento perceptivo; el CN es --mejor que la definición clásica-- la expresión del concepto así entendido; el CM es "una definición rigurosa y científica del objeto", como la que corresponde al concepto que del caballo tiene el zoólogo, no los aztecas. O Pinco. La historia de éste sólo termina cuando el niño da excesivas muestras de cansancio por la acumulación de preguntas con que es acosado, que incluyen qué son la radio, el pie o la salchicha de Frankfurt.
El enfoque lingüístico de la cuestión --en diálogo con Peirce (el problema de Peirce joven era cómo nuestros conceptos sirven para unificar la multiplicidad de las impresiones sensibles), con filósofos analíticos, con Heidegger-- no aporta soluciones satisfactorias, pero no extingue la confianza de Eco en "un posible neoesquematismo". El caso es que para obtener un concepto empírico debemos ser capaces de producir un juicio perceptivo. La percepción es un acto complejo, una interpretación de los datos sensibles en la que intervienen memoria y cultura, y eso obliga a verla como relativamente "a priori" (por supuesto, en sentido bien diferente al de la Kritik, dada su previa reiterada aposterioridad). Eco se apoya aquí en la "recuperación de Kant" por Popper (Conjectures and Refutations) :"nuestro intelecto no extrae sus leyes de la naturaleza, sino que se las impoone a ésta", "las inventa libremente", pero cuando trata de imponerlas obtiene "diversos grados de éxito", para intentarlo de nuevo cuando la misma naturaleza "se resiste con éxito" al intento anterior. Eco puede ver así sus TTCC como un cierto intermedio entre la "idea general" de Locke y el "esquema" Kantiano.
El tema en que nos venimos demorando es el más central de los "entrelazados" que el libro recoge y el que se relaciona más directamente con su título. Pero cuando el agotamiento de Pinco obliga a abandonar el repaso al conocimiento de los seres reales, Eco prosigue interesándose en objetos futuribles, optativos o imposibles, individuos irrepetibles, personajes de ficción. En "Notas sobre la referencia como contrato" nos habla de "la mente divina como e-mail" y otras posibilidades "debilitadas" de referencia ontológica. Para una teoría firme de la referencia ontológica, individuos bautizados en un determinado momento del espacio-tiempo (Napoleón, Praga o el Po) deberían seguir siendo siempre ese Alguien o Algo; e igualmente las "quididades" --incluso en el supuesto de que nos fueran desconocidas-- serían "constancias de la naturaleza con objetividad propia", independientemente de nuestros actos mentales y del modo en que son reconocidas y organizadas por la cultura. Una ontología así debe presuponer lo que la filosofía teológica entendió como Mente Divina, única capaz de "fijar" la referencia de manera estable. Pero entonces, ¿qué garantiza que todo proferimiento nuevo de un término en una lengua dada se adecúe a la Intencionalidad de aquella Mente? Es ahí donde el autor, aun admitiendo la dificultad de decidir qué quiere decir "adecuarse a la Mente Divina", sugiere como modelo de ésta el fenómeno de la dirección del e-mail, en la que a un "nombre" corresponde una entidad y sólo una, independientemente de nuestras creencias, opiniones y conocimientos léxicos, así como de la forma en que que se apunta hacia ellos. En una ontología menos "fuerte" podríamos disponer de una cierta objetividad de la referencia, una "Mente de la Comunidad" privilegiadamente representada por los "Expertos", según los sectores. Pero eso, sobre no proporcionarnos mayor garantía, tiene el agravante de que, aunque puedan existir Expertos de fiabilidad reconocida para diversos términos de referencia, no es sin duda así en el caso de todos cuantos usamos u oímos usar. Para los problemas de las teorías de la referencia y su complicación con los TTCC nos ofrece Eco "El extraño caso del Dr. Jekyll y los hermanos Hyde", gemelos londinenses exactamente iguales que deciden dar vida a un solo personaje público, el Dr. Jekyll. Para ello comienzan por hacerse médicos y personificar a su creación en días alternos. El enamoramiento de Mary por uno de los dos nos plantea el enigma de a quién se refiere la chica cuando dice, además en días distintos, "ayer estuve con Jekyll", siendo así que ambos hermanos han compartido alternativamente su relación desde que fue establecida por el primero de ellos. La doble referencia, dice Eco, podrá ser para Mary (y para nosotros) muy poco importante, pero eso, evidentemente, no resuelve el problema.
Acabadas las travesuras de los gemelos Hyde, bastante más complicadas de lo que aquí recogemos, el autor se apoya, para seguir adelante, en la pierna inexistente del marinero Achab. Y tras expresar su confianza en que la teoría contractual de la referencia puede resolver el viejo problema de los personajes ficticios, formula desde la misma "la pregunta verdaderamente interesante": ¿por qué podemos referirnos a tales sujetos del mismo modo en que nos referimos a los personajes reales, y nos entendemos perfectamente tanto cuando decimos que Napoleón era el marido de Josefina como cuando decimos que Ulises lo era de Penélope? Los mundos narrativos, nos dice, son "parasitarios", y "una vez aceptado el compromiso que asumimos al leer un relato" (como el referente a Penélope o al marinero Achab), "estamos no sólo autorizados, sino también invitados a sacar inferencias, tanto sobre la base de las peripecias narradas como sobre la base de las supuestas".
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Con independencia del valor noseológico que quepa dar a los esfuerzos de Eco, éstos confirman abundantemente en todo caso el interés que experimenta por la problemática filosófica tradicional y por los nuevos análisis filosóficos. En el ensayo final del libro, sobre iconismo, Eco considera justa la insistente "llamada al orden" por parte de Rossella Fabbrichesi en razón de que la muy plural polémica sobre el tema a finales de los años 70 resultó frustrada "porque la semiótica se negaba a reflexionar filosóficamente". Lo cual le hace renovar su empeño para contrarrestar tal error.
Trabajos así merecen, en correspondencia, la atención del filósofo. Quien no renuncia a atender al horizonte completo de la experiencia y los saberes humanos, quien se siente impelido a reflexionar sobre el conjunto del saber no puede por menos de atender y agradecer las aportaciones que los cultivadores de uno u otro campo le ofrecen "a la vez desde su luz y desde sus zonas oscuras", con los pies bien puestos en el terreno de sus exploraciones habituales. Pero por mucho que el filósofo recuerde y añore (la sienta o no compartida por "científicos") la reflexión sobre el conjunto del saber con la intención de dominarlo, también siente reavivarse en él un temor que no es la más débil de las razones para seguir pensando lejana la superación del desconcierto actual de la filosofía. La vuelta a casa, siquiera sea de visita, de tantos científicos, sucesores enriquecidos de los que un siglo atrás se alejaron de ella o la abandonaron, sugiere en todo caso preguntas distintas, no sé si todas verdaderamente oportunas. ¿Habremos llegado a saber demasiadas cosas --y sin saberlas demasiado bien-- para que resulte posible integrarlas en una panorámica dominable, como las que supieron componer los viejos maestros de la filosofía? ¿Sería más conveniente esperar a que vayan estableciéndose "panorámicas dominables" en los diferentes campos científicos por parte de sus propios cultivadores o sus teóricos, en especial ahora que crece el número de los que reivindican lo que han dado en llamar "ciencia básica", y de quienes se sienten refractarios a las especializaciones reductivistas? ¿Sería preferible renunciar al inveterado empeño filosófico de atención globalizadora a "lo óntico", que puede conducir una vez más a profundos ontologismos de bruma poética o mística?
Pero sin aventurar la respuesta a tales preguntas, entiendo que si mantenemos la resolución de no reincidir en la tentación del sistematismo inapelable, si tomamos modelo en la actitud siempre curiosa, inquisitiva e insatisfecha de los mejores clásicos, en su problematismo abierto y flexible, debemos considerar antifilosóficos y poco racionales el abandono del objetivo de panorámica unificada o su aplazamiento hasta unas calendas graecas en que se "sepa bien" todo cuanto nos interesa (como sujeto colectivo). ¿No será pese a todo útil, además de atractivo, estructurar panorámicas unificadas, aunque por supuesto provisionales, y aunque contengan enquistadas "cajas negras" como las que, en su propio dominio noseológico, confiesan conservar Eco, Wilson, y tantos otros científicos razonables? ¿Acaso no había también "cajas negras" en el "entendimiento agente" aristotélico o en el "esquematismo trascendental" kantiano? y ¿no lo orillaron los propios Aristóteles, en sus investigaciones posteriores, y Kant en su Crítica del juicio teleológico?
Añadamos, por último, que siempre subsiste otra pregunta irrenunciable para el filósofo. ¿Qué relación hay que pensar entre, por una parte, este tipo de esfuerzos, tan adecuados en la casa de la filosofía si damos a ésta lo que Kant llamó su sentido "escolástico", y, por la otra, lo que el propio Kant llamó su sentido "mundano", ése en el que la filosofía aborda la pregunta triple --qué puedo saber, qué debo hacer, qué he de esperar-- y su reducción a una: qué es el hombre?
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