La academia y la escuela han desarrollado una relación compleja y tensionada en la producción de saber; la disparidad y la jerarquía han marcado la historia del vínculo entre sus actores: investigadores(as) académicos(as) y profesores(as). Se trata esta relación de una práctica que implica, con frecuencia, la intervención de la academia sobre la escuela desde arriba y desde el lugar de los expertos, para producir conocimientos que retornarán a ella para ser consumidos y aplicados por los no expertos: los y las docentes.
En este sentido sostenemos que “la academia ha traicionado un propósito y un sentido fundamental de su ser: constituirse en un lugar de encuentro y diálogo de saberes, fiel a su tradición humanística y social y a su compromiso político, desconociendo así el derecho político y epistemológico de los profesores a hablar de educación” (Núñez, Elbaz).
Frente a esta cuestión nos preguntamos, ¿de que se trata -genuina y legítimamente- el papel y quehacer de académicas(os) frente al saber de los y las docentes, forjado en sus vivencias, analizar, descomponer y producir categorías y así hacer inteligibles dichas vivencias, o bien colaborar con los y las docentes en la elaboración de saber de experiencia, para co-participar de la experiencia de saber de aquellos(as)?