Textos de la Era de la Perla
Presentación de la Revista DUODA
IRENE MUÑOZ VILADECANS
Revista DUODA 63 Amistad en contraste. El arte de las relaciones intraculturales entre mujeres
El 2 de marzo de 2023 tuvo lugar, en el Seminario de Filosofía de la Facultad de Filosofía, Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona, la presentación del número 63 de la revista “DUODA. Estudios de la Diferencia Sexual” que tiene como tema monográfico “Amistad en contraste. El arte de las relaciones intraculturales entre mujeres” y que recoge las ponencias y los coloquios del XVII Diálogo Magistral y del XXXIII Seminario Público Internacional de Duoda, celebrados los días 13 y 14 de mayo de 2022. Intervinieron, en conversación con las autoras, Irene Muñoz Viladecans, Patricia Torres Cañada e Isabel Ribera Domene.
Podeis ver la presentación en nuestro canal de youtube utilizando este enlace
https://www.youtube.com/watch?v=9L5csKm_pII
Ofrecemos aquí el texto de Irene Muñoz Viladecans
Buenas tardes a todas. Antes de empezar me gustaría expresar mi agradecimiento a Laura por haberme invitado a presentar el número 63 de la revista Duoda, Amistad en contraste. El arte de las relaciones intraculturales entre mujeres, así como darle las gracias por su confianza y su amistad. Igualmente, quisiera agradecer a Isabel y a Gloria su presencia, paciencia y mediación, y a Patricia por acompañarnos mutuamente en el viaje de la lectura de la revista.
Como bien ha dicho Isabel, nací en Vic, una ciudad pequeña del interior de Catalunya que, rodeada de montañas, acoge desde antaño viajeras transeúntes que dan vida a sus antiguas calles. En ellas aprendí la fortuna que es vivir en la abundancia burbujeante que la diferencia ofrece; la belleza que el encuentro entre peregrinas que confluyen en plazas, parques y escuelas genera. Aunque mi partida de ese gentil bullicio empezó el día en que inauguré mi viaje de adultez a Barcelona, es ahora cuando, viviendo en la mutable y energética Berlín, mi verdadero camino de peregrinación ha empezado.
Si bien esta migración nace del goce, de la posibilidad de la elección libre, y que por tanto tiene origen en el placer, esta es también una historia de dificultades. Los primeros meses de mi éxodo trajeron consigo una gran aflicción, y es que, como escribe Giannina, con el desconsuelo de la lejanía del lugar de origen, del dejar atrás la familia y las amigas, advertí un gran desgarro en mi almacorporal: una fractura que solo sentía capaz de reparar mediante la relación de gracia y profundidad con otras mujeres. Esta urgencia, la de tejer vínculos reales y fecundos en un sitio nuevo para mí, donde nadie conoce ni es testigo de tu historia, o de quién eres, venía sin embargo acompañada de un largo período de espera. Debía, como escribe Antonietta, hacerle lugar: permanecer en quietud activa, mientras que en mí, aguardando la visita de dama Amor, se gestaba un trabajo alquímico de transformación; un movimiento de apertura a la alteridad. Un proceso que requería tiempo, de mi confianza en su llegada, y de saberme también recoger en mí misma, sosteniendo consciente la impaciencia inherente en mí. Y solo cuando le cedí lugar para que aconteciera estas amistades, mágicas y mistéricas, llegaron.
Aquí en Berlín, el espacio principal donde se gesta, para mí, la posibilidad de la relación con otras mujeres es la pastelería portuguesa donde trabajo. Allí conocí a Liuba quien, habiendo iniciado también un viaje de migración, aunque muy distinto al mío, llegó a Berlín huyendo de la guerra y de la violencia que los hombres estaban ejerciendo en su país, el que la vio nacer y crecer. El primer día que nos vimos, aunque no pudimos intercambiar más que un par de efímeras e imprecisas palabras, sentí que nuestra conexión fue inmediata. Esta unión la percibía recíproca: enigmática, pero muy real. De mi interior brotaban unas ganas ingenuas de conocerla, de saber qué era de ella, de su historia, de su pasado, y sin embargo, el diálogo entre nosotras no podía tomar lugar. La lengua era, y es aún hoy, una barrera para nuestra relación, para el fluir ágil y tranquilo de nuestro vínculo. Pero aun así, pese a la dificultad, aprendimos a relacionarnos desde otro lugar. Haciendo sitio a lo que cada una traía consigo y, abriendo el corazón a la otra, nos encontramos en la lengua del almacorporal: la que implica poner el cuerpo, el tacto, el mirar y el sentir de las entrañas. Esa lengua donde las miradas, las sonrisas, los abrazos y las caricias expresan aquello que no podemos nombrar. Esa lengua, que no materna pero que también viene de madre, nos abre a la escucha y nos cede el espacio para que el encuentro suceda. Una escucha atenta que, como escribe Beatriu, es también un camino de introspección, de silencio y de transformación. Un dejarse visitar que acompaña, acoge y sana.
De hecho, mientras escribo estas palabras que ahora os leo, Liuba está sentada a mi lado escuchando música y busca mi mano: requiere de mi presencia con un gesto de proximidad que le recuerde que estoy cerca, disponible. Un hallarse en el contacto táctil con la otra. Y aunque no tengo las palabras para explicarle lo que estoy meditando sobre nosotras, lo que significa para mi nuestra amistad, me da su presencia como recordatorio de su estar ahí para mí. Me acompaña por el puro placer de estar juntas. De estarnos la una con la otra, sin más. Compartiendo esa cotidianidad que, como dice Antonietta, aguarda la capacidad mágica de hacer nacer en ella verdaderos lazos de relación profunda.
En la pastelería se engendró también mi amistad con Julia. Esta surgió de repente, cuando tras unos meses de trabajar juntas, desde la quietud tranquila del permanecer abiertas al acontecer, a la posibilidad del encuentro, nuestras sendas se cruzaron. El acercamiento apareció en el instante en el que, dispuestas a la visita de la otra, pulimos las interferencias que hasta entonces se habían erguido como barrera entre nosotras y nos abrimos a la diferencia. Surgió pues cuando la disponibilidad para la otra fue reciproca: cuando el sentir de cada una nos anunció la posibilidad de la relación.
Julia es de Tenerife y aunque, por consiguiente, dispongamos de la agilidad que una lengua compartida nos facilita, es nuestra disparidad la que da medida a nuestra relación. La singularidad de cada una nos da la mesura para vivirnos y existirnos libres respecto a la otra. Es en nuestras diferencias pues, en lo que cada una trae de propio y particular consigo, donde se preserva el dos que hace posible nuestra amistad. Su imagen me hace de espejo: proyecta de sí en mí un reflejo vívido que no limita, sino que, como escribe Laura, acentúa el contraste, genera espacio y espanta la envidia. Ahora, cuando nuestras miradas se cruzan la complicidad germina ágil y fértil, y la mántica llena de jolgorio las estancias de mi ser. El cariño que nos profesamos sale de las entrañas, del sentir profundo que emana de nuestro interior. Desde él somos partícipes de la gloria y de la grandeza de la otra: del centellear místico que el misterio de ser mujer nos aguarda. Pienso, que la amistad profunda entre mujeres, la que nace del amor genuino, tiene mucho que ver con estar cerca del origen: de ese inicio que de madre, la que viene siempre antes, nos da la medida para existirnos.
Asimismo, mi amistad con Julia y nuestro vivirla desde dentro, desde la cultura propia de cada una, esa que se gesta en el seno del sentir del alma, es también para mí un camino de reparación: una senda que, como escribía Laura para la presentación del Seminario, tiene la capacidad de desarticular el orden fálico colonizador. Ese que, infértil, cierra las aguas de Tiamat y que con su espada somete, fragmenta y divide mujeres y territorios. Las amistades en contraste traen consigo tanto la capacidad fecunda de reparar y recomponer las heridas del patriarcado, como la redención, desde el amor, de la armonía simbólica de la madre.
Mi necesidad de echar raíces, de establecer vínculos reales en la nueva ciudad que me acogía, demandaba también un lugar físico donde recogerme: una casa a la que llamar hogar. La búsqueda no fue fácil: el mal del patriarcado se coló en ella en forma de violencia burocrática y de racismo tanto estructural como social, pero al final hallé un sitio donde asentar mi nido. Este, no muy lejos del bullicio del centro, pero suficientemente lejos para estarme cerca de la naturaleza verde, esa que me mantiene conectada a mis orígenes, es un pequeño apartamento en un bloque de pisos de obra nueva. Un espacio vacuo para estrenar al que darle vida desde cero. Su oquedad empezó a llenarse rápido con la llegada de las primeras vecinas que, migrantes como yo, trajeron consigo tanto historias dispares como la voluntad de forjar una verdadera comunidad para acompañarnos mutuamente en el proceso de adaptación a un país que nos era nuevo a todas. Así fue como, una noche fría de diciembre, recién invocadas por la llamada de la Sibila y coincidiendo con la primera nevada del invierno, nos reunimos para celebrar la llegada del frío, encontrándonos unas a otras, en el deseo de convertir ese espacio árido en un hogar cálido.
Allí conocí a Hannah que, con los pies fríos y la nariz roja se me acercó con una taza de Glühwein en las manos. Cediendo espacio al encuentro, nos contamos nuestros caminos, y compartimos entusiasmadas las historias que nos habían traído hasta ese mismo instante. Desde aquella noche empezamos a quedar regularmente para pasear: dábamos la vuelta al lago que hay cerca de casa y compartimos las que fueron mis primeras pequeñas conversaciones en alemán. Los paseos trajeron consigo la proximidad, y de ella nació la amistad que me abrió las puertas de su casa, y a ella, las de la mía. Entrando cada una en el mundo de la otra, los encuentros pasaron de tener lugar en el frío impersonal de la calle, a darse en el seno cálido del hogar donde ahora nos encontramos largas tardes para tomar el té con galletas, cocinar y comer nuestros platos preferidos o jugar a juegos de mesa.
Nuestra amistad, me ha hecho reflexionar sobre la idea de vecindad: sobre las conexiones que se establecen con las personas con quien, por fortuna del destino, compartimos el lugar al que, fuera de la casa de la madre, llamamos hogar. En Hannah encontré no solo una amiga con quien habitar la cotidianidad de compartirnos la morada, sino también un refugio al que acudir en cualquier momento de necesidad. Nos somos y nos damos cobijo: un espacio seguro donde sernos visitadas.
Este éxodo del que os he hecho testiguas, y que he vivido como un viaje de movimiento exterior pero también interior, ha traído consigo la posibilidad de gestar relaciones amorosas de acogida, autoridad y reciprocidad femenina, en las que he descubierto la grandeza exuberante que la disparidad trae en sí. Y aunque cuando los días son grises y largos echo de menos a mis amigas de Barcelona, aquellas con quien puedo serme y estarme en la amorosa armonía que la lengua materna aguarda en sí, los nuevos lazos de amistad en contraste que he podido engendrar desde mi desplazamiento, desde la disparidad, me han llenado de amor y acompañado en los momentos de debilidad y desasosiego, en esos en los que, lejos de casa, me he sentido huérfana de matria.
Como os contaba, gracias a ellas he descubierto que hay otra lengua materna, la que originaria del sentir del almacorporal, y que por tanto viene también de madre, nos da la medida para vivirnos enteras cuidando la disparidad que habita las relaciones de mujeres de distintas culturas. Una lengua común que nos hace de mediadora y que nos permite vivirnos en contraste manteniendo la singularidad que nuestras raíces nos conceden. Raíces de cultura originaria que, misteriosas y poderosas como las de las “madres árbol” de Suzanne Simard, nos conectan y sostienen dispares y clitóricas.
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