Textos de la Era de la Perla
La violencia de tantos hombres contra las mujeres
LOLA SANTOS. ANA SILVA. MARÍA-MILAGROS RIVERA
El que ha de estar lejos es él: magistrados y maridos
Autoras: Lola Santos Fernández, Ana Silva Cuesta, María-Milagros Rivera Garretas
Nos llega la noticia de un magistrado del tribunal constitucional que está siendo investigado por haber pegado a su mujer quien, según el mismo periódico, salió gritando y pidiendo ayuda a la terraza de su casa de Madrid. Como en otros casos de violencia machista, fueron sus vecinos o vecinas, alertadas por los gritos de la mujer, quienes avisaron a la policía que, tras personarse en el domicilio de la pareja, detuvo al presunto maltratador y se lo llevó a las dependencias policiales, sigue diciendo la noticia.
Descubrimos que el magistrado se llama Fernando Valdés Dal-Ré, y que alguna de nosotras lo conocimos en su etapa de profesor del derecho laboral. Un hombre aparentemente afable, con una trayectoria profesional intachable, progresista, y titular de una escuela de la que provienen mujeres y hombres que han triunfado en lo jurídico. Miembro hasta hoy del tribunal constitucional, máximo órgano de defensa de la Constitución y sus derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la vida y a la integridad física.
El mundo jurídico, enfermo y devastado por la esquizofrenia que recupera la vieja división patriarcal entre privado y público, estalla por lo alto. El Alto tribunal parece albergar en su seno el más alto de todos los delitos: la violencia contra las mujeres, que es violencia contra la vida, contra el sentido de la justicia y contra la apertura a lo otro. Estos, y no otros, deberían ser los principios informadores e inspiradores de un orden de convivencia que reconoce y aprende del orden simbólico de la madre. Lo que hace, sin embargo, el derecho, es darle la espalda y despreciar de manera profunda todas sus implicaciones, como la más elemental que tiene que ver con el cuidado de los cuerpos, la obra de la madre.
La noticia nos remueve, nos toca esa parte nuestra de juristas que se formó dando crédito a normas que nos alejaban de nuestra madre y de su orden de sentido. Crédito que hace tiempo se ha ido desvaneciendo para dejar en nosotras un vacío consistente y atento al sentido de justicia. Y es precisamente ese sentido el que nos dice un día después, cuando los mismos medios de comunicación desmienten torpemente y eliminan precipitadamente la noticia de sus titulares, que la negación de la violencia por parte de la mujer maltratada por un magistrado constitucional no debilita, como pretenden los periodistas, sino que refuerza la verdad de los hechos. Importa mucho también que el relato de los hechos ante la instancia judicial haya cambiado de un día para otro, así como la negativa de la mujer del magistrado a la práctica de la prueba médico-forense sobre su cuerpo. Ante la imposibilidad de saber qué dice el cuerpo y sus cicatrices, la verdad queda entonces suspendida, filtrándose en el aire, elevándose más allá del derecho procesal y de sus oscuros derroteros procedimentales. ¿Qué valor podría tener para nosotras el comunicado del tribunal constitucional apelando a la presunción de inocencia de uno de sus magistrados? Sentimos que es un grito enfermo, desesperado e ineficaz. Un grito que termina de colocar todo en su lugar, dejando despejada la evidencia de que probablemente uno de sus hombres es incapaz de soportar en su vida cotidiana la grandeza femenina.
¿Por qué iba una mujer a creer en la justicia administrada por hombres como el que tiene al lado? ¿En manos de quiénes estamos poniendo las mujeres el cuidado de nuestros cuerpos, de nuestras vidas, de nuestra dignidad? Entendemos que la mujer retirase o no pusiera nunca la denuncia.
¿Cómo iban Antígona o Medea a confiar en su padre, en su hermano o en su marido, hombres que no distinguen entre el bien y el mal? Se trata de una imposibilidad grande que hace enmudecer. Imposibilidad que solo algunas veces se convierte en alivio para la mujer cuando quien juzga al maltratador es otra mujer -una jueza-, una semejanta, que precisamente por serlo y no renunciar a ello trae a la jurisprudencia y a la justicia una gran oportunidad: la de inscribir en sus resoluciones judiciales la diferencia de ser mujer, dando valor y siendo fiel a la genealogía femenina. Una fidelidad que puede explicar que, en el día de hoy Elena Garde, jueza especialista en violencia sobre la mujer que instruye el caso de Fernando Valdés, no haya archivado la causa -a pesar de no contar ni siquiera con la denuncia de la mujer-, apreciando indicios de maltrato físico y elevando su exposición razonada de los hechos al tribunal supremo. Para ella ha sido suficiente el testimonio de uno de los jóvenes que llamó a la guardia civil que, según sus declaraciones, escuchó cómo la mujer del magistrado gritaba y pedía auxilio, porque sabe que la verdad ha quedado elevada, flotando en las alturas, esperando su verdadero lugar. Entendemos que este debería ser un derecho de cualquier mujer, la elección de la jueza para juzgar al presunto maltratador en orden a la comprensión de que los derechos de las mujeres solo pueden serlo si nacen del reconocimiento de la diferencia sexual, o de la inviolabilidad del cuerpo femenino, que es sagrado. Pues de lo contrario ¿qué nos queda a las mujeres si no queremos que nuestra dignidad sufra una doble embestida, primero en las palizas y luego públicamente en los tribunales? ¿Quién tutela la dignidad de las mujeres maltratadas? ¿Y su vida?
Ahora el presunto violento está libre y tememos por la vida de su mujer, que esperamos se haya ido de casa o esté bien acompañada, aunque, como puntualizó una mujer que nos guía en la búsqueda de justicia: el que ha de estar lejos es él. Lejos de ella y lejos de la justicia. Solo así, alejando a los machistas y misóginos de su administración, quizás las mujeres algún día podremos confiar en el derecho.
(13/08/2020)
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