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Textos de la Era de la Perla
La violencia de tantos hombres contra las mujeres
MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS
El incesto
En la matria no hay lugar para el incesto. Las mujeres no violamos los cuerpos, salvadas esas excepciones que hacen que la verdad sea verdadera precisamente porque no deja fuera lo oscuro oscurísimo de la contrariedad, contrariedad que la verdad no excluye sino que arrastra consigo hacia la luz que pulveriza el horror. La verdad humana no es absoluta: es.
En lo mucho que he leído y oído estos días sobre la violencia de tantos hombres contra las mujeres, la palabra incesto no ha salido nunca. Se evita como si fuera una blasfemia, un indecible que ni al final del patriarcado se consigue soltar sin entrar en pánico. ¿Pánico de qué? De sondear el último abismo, el más nauseabundo y común, que le queda a la masculinidad patriarcal y a su historia. Porque el incesto no es la tontería que dicen los diccionarios académicos de las distintas lenguas. Cuando se sufre incesto “se tiembla, se tiene frío, la cabeza estalla; aunque se consiga mantenerse en pie, cada gesto cuesta tal fatiga que no se nota en la vida alegría alguna, solo una angustia indistinta y la preocupante consciencia de que si merma la voluntad una o uno se rompe en mil pedazos” (Monica Benedetti, DUODA 40).
En el feminismo se dijo (Lidia Falcón) que el tabú o prohibición sacralizada del incesto lo impusieron las madres cuando empezaron a reconocer la paternidad y decidieron hacer un hueco al padre en sus comunidades matrilineales. Las madres entendieron que sin este tabú la convivencia del padre y, por extensión, el abuelo, el hermano, el tío, el primo... con las hijas sería imposible. Por eso las patrias se fundaron con y en el incesto. Basta hojear la Biblia para comprobarlo: está llena. ¿Quién no se ha preguntado qué es lo que vio por delante Edith, conocida como la mujer de Lot, que le hizo mirar hacia atrás, hacia sus hijas, y quedarse convertida en piedra o sal? Vio una comunidad patriarcal nacida de un padre incestuoso, violador en primer lugar de sus hijas.
El incesto rompe el cuerpo de la niña y resquebraja el orden simbólico de la madre, que es (Luisa Muraro, Diótima) la lengua que hablamos y la voz que tenemos para decir. El incesto silencia el delito originario del patriarcado quebrando la voz de la niña y rompiendo la sintaxis de su lengua materna. Por eso lo rescata y redime en primer lugar la palabra, especialmente la poesía.
Hablemos del incesto, también a gritos. Que el silencio no lo proteja. Hablemos aunque sea con la sintaxis rota. Difundamos las voces de las que han hablado, como Emily Dickinson, Virginia Woolf, Annie Leclerc, Ouka Leele, Christina Rosenvinge... Sin miedo, porque siempre dicen la verdad. Hablemos para hacer simbólico que cambie las conciencias, volviendo este delito impensable.
De Emily Dickinson acaba de publicar Sabina editorial una selección de poemas del incesto que ella sufrió (del padre, del hermano), libro que lleva por título un fragmento del último verso del poema 331: Ese día Sobrecogedor. La sintaxis rota, espasmódica, Emily Dickinson hizo el milagro sobrecogedor de convertirla en poesía que alcanza la expresividad total. Consiguió decir el incesto en la acción pura, en su presente eternizado por el alma de la niña, sin recurrir a reflexión alguna que abstraiga o alivie. El libro empieza con esta poesía, la 713, dirigida a su padre, por fin difunto:
Me has dejado – Progenitor – dos Legados –
Un Legado de Amor
Que bastaría a un Padre Celestial
Si tuviera Él la oferta –
Me has dejado Confines de Dolor –
Espaciosos como el Mar –
Entre la Eternidad y el Tiempo –
Tu Conciencia – y yo –
El libro Ese Día sobrecogedor. Poemas del incesto, lo presentaremos el 2 de diciembre en la Librería Mujeres y Compañía de Madrid, durante las celebraciones de su quinto aniversario. Será una celebración de la libertad femenina que trae al mundo el poner en palabras el delito asqueroso y común que es el incesto, delito que queremos ver definitivamente erradicado, con sus perpetradores.
(26/11/2017)
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