Textos de la Era de la Perla
La violencia de tantos hombres contra las mujeres
MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS
¿Por qué no se puede decir que los agresores de mujeres son hombres? Colonia, nochevieja de 2015
Colonia (Alemania), nochevieja de 2015. Un grupo de unos mil hombres está apostado en un parque junto a la estación de tren sin llamar la atención de nadie. Del grupo se van destacando brigadas de hombres que agreden a las mujeres que pasan por allí. Violan, golpean, humillan, les rompen la ropa, hieren, roban el bolso, las vejan con una mezcla de odio y de desesperación a la que nos hemos ido acostumbrando. El hecho se repite la misma noche en otras ciudades de Europa. La policía no se había enterado de nada y no entiende nada. Así, hasta la madrugada. Pocos días después, una mujer, Milo Moiré, se instala a las puertas de la preciosa catedral de la ciudad, desnuda y con un cartel que dice: “Respektiert uns! Wir sind kein Freiwild selbst wenn wir nackt sind!!!” (¡Respétanos! ¡¡¡No somos caza libre tampoco cuando estamos desnudas!!!
Los medios de comunicación al unísono y también, al parecer (como los agresores), sin organización previa, dan la terrible noticia callando que esos agresores son hombres y destacando una vez más que las agredidas son mujeres. La evidencia de los sentidos sirve para unas y no para los otros. Coinciden casi todos en usar para dar la noticia los dos principales santos de cobertura de la retórica informativa de los últimos tiempos: “rostros norteafricanos”, “refugiados”. Así, la atención de quien oye o lee se va hacia “los inmigrantes”, y esta palabra tapa un poco más la verdad evidente de los hechos: los agresores son hombres.
Yo reacciono primero enfadándome: ¡Tienen que decir la verdad! ¡Son siempre hombres! ¡Han asesinado ya a no sé cuántas mujeres en España y el año acaba de empezar! ¡No podemos callar!
Entonces recuerdo un incidente que viví unos quince días antes. Una barra de un bar a media mañana. Una camarera, una mujer y yo. Entra un hombre y pide taxativo, sin mirar a nadie, un café con leche. La camarera le dice, amable y firme: “Un momento, señor, esta señora estaba antes que usted”. El hombre se enfurece, se marcha, vuelve atrás y la insulta gritando: “¡Usted lo que tiene que hacer es trabajar más deprisa!” La mujer a mi lado me comenta lo ocurrido con la característica prudencia femenina. Yo me enrollo también y, aunque lo tengo, quemando, en la punta de la lengua, no digo: ¡Siempre son hombres!
¿Por qué me reprimo? ¿Soy una feminista escindida? ¿Tengo miedo? Me quedo pensando y me pregunto ¿por qué resulta indecible la evidencia de la diferencia sexual? ¿Por qué, si la dices, cae sobre los cuerpos femeninos la densidad del plomo y todo el mundo se calla poniendo cara inexpresiva y seria?
Estar ante un indecible quiere decir (pienso) estar ante algo nuevo e insoportable. En este caso, estar ante una desdicha insportable: la violencia de tantos hombres contra las mujeres. Pero podría haber sido una belleza repentina o desmesurada. Sientes que, si nombras la desdicha, el mundo que conocías se te podría caer encima. Algo se ha salido de madre. Entonces callas para darte el tiempo de encontrar las palabras para decirlo.
Hoy, decir que los agresores de las mujeres son hombres es vivido como una violencia más. Yo, como la humorista Pat Carra en una de sus viñetas, sé que la violencia no se acaba con la violencia.
Es vivido como una violencia porque a las mujeres y a los hombres (más a las mujeres que a los hombres) el hecho de que los hombres agredan a las mujeres por ser mujeres, nos resulta inconcebible. E inconcebible ha de seguir resultando. Nombrar la diferencia sexual en el momento crítico, podría volverlo concebible. Y no habría ya remedio.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo salir del círculo vicioso? Pienso que expresando una y otra vez el propio deseo, el de cada mujer como mujer, ante la condición desdichada del hombre actual. Porque hay que ser íntimamente desdichado para agredir, humillar, matar a una mujer, callar ante los que lo hacen. El hombre actual no encuentra el modo de agradar a la mujer: esta es su desdicha. No lo encuentra porque con el final del patriarcado se ha quedado sin ley. El deseo femenino puede ahora orientarle. Algunos de sus intelectuales más conocidos llevan un siglo preguntándose sin éxito ¿qué quiere la mujer? Necesitan la ayuda del otro sexo para saberlo, y hoy este, el otro sexo, se la puede ofrecer cada vez que una mujer expresa como mujer lo que de un hombre ella espera y desea, y actúa en consecuencia. Él ya no lo sabe; ya no hay estereotipos.
¿TE ANIMAS A EMPEZAR A HABLAR? Escribe a duoda@ub.edu
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RESPUESTAS:
- 13 de enero de 2016En primer lugar, gracias Milagros por esta llamada e invitación a que las mujeres hablemos. Leyendo tu texto he recordado perfectamente mi reacción ante los hechos que comentas. Mudez, impotencia, imposibilidad de hablar diciendo las cosas por su nombre, no por falta de palabras, sino por sentir que nadie las quiere oír. Ni quizás yo misma.
Intenté hablar del tema en mis entornos laborales, sociales y familiares. No hay respuestas, pero lo peor es que no hay ganas de hablar. ¿Por qué no se habla? ¿Por qué no hablamos? Creo que no lo hacemos porque la violencia masculina forma parte, está inscrita en los usos del lenguaje, en las frases comunes, en las actitudes corporales, en las formas de relación. Está implícita en muchas de las palabras que tejen no tan sólo las relaciones sociales, sino también las relaciones personales. Es scalofriante!!! Porque además, cierto lenguaje implícita, y a veces explícitamente violento y vejatorio para la mujer, se usa impunemente abrigado y protegido por las frases comunes, el chiste, la ligera banalidad de las bromas compartidas etc.
Mirada de forma global, la violencia de la diferencia sexual genera impotencia. Y mudez.
¿Qué hacer? Lo que hacemos muchas mujeres y algunos hombres. Intentar mantenerla a raya en nuestros entornos más próximos e íntimos. Educar, en la medida que podamos, en la consciencia de éste mal. Pero, reconozco que con esto no es suficiente.
Recojo tu pregunta. ¿Por qué me reprimo? ¿Soy una feminista escindida? ¿Tengo miedo? No sé si miedo. Pero si una gran impotencia.
Durante un tiempo cortísimo, (pronto me di cuenta que éstas cuestiones no se pueden abordar así, a pecho descubierto) iba preguntando a mis amigos y compañeros cómo se sentían como hombres, frente a una historia masculina inscrita en la violencia contra las mujeres. ¿Como podían mirar a sus madres, a sus parejas, a sus hijas a sus amigas (mujeres que solamente por la ley imprevisible del azar, no han caído bajo el peso de la violencia masculina) sin sentir vergüenza y dolor?
No tienen palabras. No lo pueden asumir. Así, des de la respuesta emocional y del propio sistema nervioso, no lo pueden verbalizar. En todo caso a lo máximo que se llega es a la generalización antropológica y política (no la política en primera persona) sino la política de la ley y de la administración pública.
No sé si la desdicha de los hombres es la explicación. ¿Son más desdichados los hombres hoy que ayer? Lo que sí creo es que son más impotentes. En esto sí que coinciden todos aquellos que han accedido a hablar conmigo de estas cuestiones. Se sienten impotentes frente al dominio de la palabra que tiene la mujer. Porque hoy las mujeres hablamos.
Las mujeres hablamos y llevamos la palabra a lugares íntimos propios y ajenos iluminando zonas que no queremos ver. Pero además, en este hablar las mujeres podemos ejercer también violencia. Consciente y necesaria violencia para friccionar y alterar. Y es ahí donde los hombres hallan su pequeño escondite de auto justificación: ellos ejercen la violencia física; las mujeres la violencia psíquica (cuentan). En éste círculo se terminó mi experiencia de hablar con los hombres de algo que nos incumbe a todas y a todos. Algo que da miedo. Cada vez más miedo porque la violencia masculina es una forma de comportamiento que se aprende, y los medios de comunicación masivos aumenta y acelera infinitamente éste aprendizaje.
Maia Creus, Barcelona
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