Entre la economía de la miseria femenina y la teología de la desgracia, no hay quien aguante las noticias de Afganistán. Como mujer, me ofenden. Me ofenden porque hablan de delitos sin decir quién los comete. Pero no existen delitos sin delincuentes.
No hay mujeres violadas y asesinadas sino, en primer lugar, violadores y asesinos. Siempre y solo hombres. El foco de la noticia ha de estar en ellos, no en nosotras. Sin complicidad alguna. Se dice que Josep Borrell quiere hablar con los talibanes. ¿Podría hablar con ellos como hombres? Se entenderían seguro, porque los talibanes violan y asesinan mujeres en grado eminente, y los demás violan y asesinan mujeres de modo habitual. Podrían acordar entre ellos dejar de hacerlo. La verdad de esta guerra terrible quedaría entonces al descubierto.
¿Por qué si lo que mueve la guerra de Afganistán son las minas de litio y el comercio de la heroína, se habla tanto de la violación y el asesinato de mujeres, que no tenemos nada que ver ni con una cosa ni con la otra, ni tampoco con el tipo de gobierno? Si es para obtener el consentimiento femenino y nuestra aprobación de las guerras, no nos dejemos engañar. No seamos cómplices de lo que parece que queramos evitar. Tan armados del contrato sexual van a esta guerra los talibanes como los occidentales, unos y otros porque no aceptan el final del patriarcado, ni aquí ni allí. La guerra y el patriarcado van juntos. Cuidado con las propuestas feministas de igualdad financiadas por organismos internacionales. Es una vieja maniobra de blanqueo a nuestra costa. ¿Iguales que quién?
Las mujeres de Afganistán, como cualquier otra, conocen y viven la libertad femenina. La conocen incluso mejor que nosotras, no tenemos que ir a enseñársela. La aprenden de su madre y encuentran la ocasión de practicarla siempre que se presenta, o la inventan. Detrás de un velo o un burka o un diamante de prometida hay una mujer libre. Es el contrato sexual con su veto del placer clitórico y de la maternidad libre lo que es machista y patriarcal. Discernamos. Pasemos la actualidad por un cedazo fino, como decía Cristina de Pizán.
Lo enseña la película “La escala” (Voir du pays), de Delphine Coulin y Muriel Coulin (Francia 2016). Dos soldadas muy jóvenes regresan sanas y salvas del horror de una misión en la guerra de Afganistán. Para rebajar la tensión antes de llegar a casa, disfrutan de un permiso oficial de tres días en un hotel de lujo de la isla de Chipre con el resto de su grupo militar. Es en esta isla donde una noche una de ellas es violada por un compañero de armas. Su vida no volverá a ser la misma, ni tampoco su sentido de la libertad. La vida de él, muy probablemente, sí seguirá siendo la misma. Su delito quedará impune. Nadie lo señalará como el delincuente que es.
Es esto lo que verdaderamente interesa, en mi opinión, de esta terrible guerra. Una guerra que, sin patriarcado, no habría existido, y que solo abandonando el patriarcado que queda como muerto viviente en forma de machismo, y reconociendo autoridad femenina, se podrá resolver. En realidad, podrían ser los restos del patriarcado pendientes lo que, sin querer, señalan las noticias de violaciones y asesinatos de mujeres.
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