Aquí hi ha els textos d'aquesta secció
Texts de l'Era de la Perla
Cine fòrum. Significant mirades
MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS
Ida: la llamada de la vocación
Barcelona, Duoda y Alumni, Cine-forum. Aula Ramón y Cajal, UB, 21 abril 2016.
Ida: la llamada de la vocación
Prueba de que es el desprecio de la vocación lo que está anticuado, y no la vocación misma, es que la película está dirigida por un hombre, un hombre que ya no es patriarcal y, por eso, no tiene miedo de resultar anticuado. Poco a poco aumenta el número de hombres que sienten apuro ante lo que los patriarcas han hecho y hacen todavía. Un ejemplo lo viví hace unas semanas, cuando un periodista que dirige un programa informativo de radio dio la noticia de que en Irak el precio de la vida de una mujer muerta en accidente de tráfico había pasado por ley de ser la mitad a ser el mismo que el de un hombre; y la dio (la noticia) con vergüenza de ser hombre, o de ser hombre así, como preguntándose : ¿pero ha podido ser así alguna vez?
Ida enseña que la vocación es la casa del ser, del propio ser: su lugar en el mundo, que no separa el firmamento arriba del firmamento abajo. A la protagonista le va siendo dado todo lo que hasta entonces no tenía, con la tentación de que lo que se le va dando (familia, amor, riqueza) le satisfaga más que la vocación. Y a cada cosa que recibe, a cada plan maravilloso con que el destino la obsequia, ella contesta ¿y luego? Ella quiere solo su luz, su propia luz, la que sale de dentro.
Para expresar esto, la película habla en lengua materna. Que no es solo el polaco sino la que todas y todos llevamos dentro y hace que nos entendamos como criaturas humanas sin siquiera conocer el sentido de todas las palabras que se dicen. La lengua materna transporta, además de comunicar. Yo recuerdo, de la experiencia de ver esta película la primera vez, el sobresalto de sentir que se me estaba metiendo tan adentro que tuve que parar y poner distancia, por miedo de perder los límites entre la experiencia de la protagonista y la mía. Por eso decidí proponérsela a Marisé para este ciclo. Me pareció una experiencia a compartir.
El orden simbólico de la madre se nota también, en esta película, en el uso fascinante de la alegoría como medio de expresión. Las alegorías se reconocen porque te cautivan, aunque de momento no sepas qué quieren decir, pero sabes seguro que dicen algo esencial para ti en ese instante de tu vida. Y se te quedan dentro, a la espera de la revolución simbólica, de la revelación de su sentido.
La alegoría consiste en decir otra cosa con otra cosa, o sea, dar dos saltos mortales en la expresividad. Y dar esos dos saltos de modo que el segundo te devuelva al punto de partida iluminándolo; iluminándolo no con más luz sino con la luz divina de lo real, real que desentraña el enigma del punto de partida. Es decir, la alegoría salta, salta y regresa parabólicamente.
La madre habla en alegorías porque lo que tiene que ser dicho por ella es tan importante que, dicho directamente, podría dejarte ciega o ciego.
Hay en Ida tres alegorías que me han seguido interpelando desde que vi la película. Son tres escenas relativamente breves que, no obstante, me han dado las claves que necesitaba para entender mejor el conjunto.
La primera es la escena en la que Ida recibe de su tía Wanda Gruz la noticia de que es judía. Y la recibe unos días antes de la ceremonia de votos perpetuos como monja de una orden religiosa católica. La imagen de Ida en pantalla es la de un rostro petrificado, en pantalla completa, inmóvil durante el máximo tiempo sostenible para expresar la petrificación. La petrificación es aquí una alegoría del ser, del ser concreto de esa chica joven. Su vida de hasta ese momento se detiene, se queda sin sentido y empieza su búsqueda: de familiares, de enamoramiento, de heterosexualidad, de riqueza incluso. Pero no es una búsqueda de identidad, búsqueda relativamente tranquilizadora en una película contextualizada en el antisemitismo. La buscadora da un segundo salto y vislumbra finalmente su ser, su ser sentido por ella como real, más allá de identidades, volviendo a su punto de partida, a su ¿quién soy? de un modo completamente distinto, ahora vivido como un camino abierto a un paisaje infinito de llanura, sin la tristeza voluntariosa de una identidad elegida, sin el peso de la política de la identidad. Es un alivio ver una película capaz de sostenerse sin el sustrato de la política de la identidad.
La segunda es la escena en la que una de las dos protagonistas, la tía, entonces Wanda la Roja, rememora y revive su tiempo de fiscala general del Estado polaco durante la era soviética. En la escena es la magistrada que preside el tribunal que juzga por delitos contra la población judía. También aquí su cara se petrifica, aunque menos que la de su sobrina, mezclando el recuerdo del pasado con el momento presente en el que explica a su sobrina quién ha sido durante el tiempo de separación entre ellas. La petrificación expresa aquí su reconocimiento instantáneo de la inutilidad de todo aquello, de la incapacidad del derecho para juzgar, de la cantidad de acciones imperfectas que cometemos en nombre de la ley, sin excluir las perfectas. Son acciones perfectas las que cumplimos manteniendo íntimamente unida la palabra con la vida pasiva, es decir, haciendo simbólico, sin que la palabra lleve a cabo acciones sin tener en cuenta la vida, ni la vida actúe sin palabra. El rostro semi-petrificado de Wanda es alegoría del fracaso de las revoluciones sangrientas del siglo XX, revoluciones que, nacidas en un sitio ajeno al del feminismo fundado en la autoconciencia, llevaron a cabo acciones ideológicas, en las que la acción contó con la palabra y descontó la vida pasiva, la sangre derramada, dando como resultado acciones imperfectas. La vida de Wanda entra en el camino infinito del sin remedio.
La tercera es la escena en la que Wanda está acostada en la cama con el torso desnudo de espaldas a quien mira. No es una escena larga pero tiene una intensidad que captura la mirada sin saber por qué, llevándola a adivinar que informa de algo esencial. Es la alegoría del desenlace. Insinúa primero los cuerpos derrotados de quienes no murieron en los campos de exterminio del nazismo, cuerpos con los omoplatos completamente separados. La espectadora se pregunta ¿qué tendrá que ver? Como el proceso narrativo sigue imparable, solo más tarde, cuando la alegoría ha repercutido en la carne, cae en la cuenta de que esa espalda femenina de omoplatos completamente separados devuelve la historia a la coprotagonista, a Wanda la Roja, que toma conciencia de su vida, de su ser: una mujer que ha llevado sobre sus espaldas un régimen de significado ajeno, masculino, hasta ser aplastada por él. Consistentemente, la jerarquía militar soviética la glorificará, con o sin emoción, no se sabe.
Tengo una escultura de Marisa Ordóñez de la que me ha fascinado siempre su espalda femenina abrumada, sometida con paradójica gentileza a un peso insoportable. Hoy sé que es el peso del régimen de significado masculino que finalmente muchas mujeres y cada vez más hombres (como el director de Ida) estamos del todo preparadas para desechar, como si nos fuera en ello la vida. O precisamente porque nos va en ello la vida. Aquí se nota que el director es un hombre: sabe de lo que está hablando y nos previene. Y se agradece.
Que disfrutéis de la película y el coloquio. Y gracias por estar aquí.
Segueix-nos a