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Texts de l'Era de la Perla
Omplint el món d'altres paraules
LOLA SANTOS FERNÁNDEZ
La competència sobre els cossos és de les mares
Hay algo de desconcierto entre las mujeres de edad comprendida entre los treinta y los sesenta años con el tema de las vacunas. Vivimos con desconfianza todo este jaleo de “la vacuna sí, la vacuna no”, “sí, pero esta no”, “esta es para jóvenes… no, no, perdón para mayores de sesenta”, “se ha muerto porque era mujer y joven”. Parece ser que, entre los efectos secundarios más graves de algunas vacunas, está la aceleración de trombos fatales y afectan, sobre todo, a las mujeres jóvenes.Toda esta locura, fruto de una política segunda poco creíble, por poco competente, lo que acelera es un desplazamiento simbólico que muchas sentíamos desde hace tiempo. La competencia sobre los cuerpos es de las madres. Somos nosotras las que sabemos de nuestros cuerpos y de los de nuestras criaturas ¿no es, en todo caso, mucho mejor fiarnos de nosotras y de nuestra genealogía, que de quienes utilizan un momento de debilidad social para vociferar que los riesgos que sufrimos las mujeres, por tomar anovulatorios, son mayores a los de la vacuna?
La primera vez que oí el argumento, “más trombos produce la píldora”, sentí ese enfado que nos altera cuando los hombres – y algunas mujeres que repiten sus políticas ancladas en el contrato sexual (Carole Pateman) – para salvar el pellejo, ponen en el punto de mira a las mujeres ¡No pierden ocasión! Y la ocasión esta vez era de las buenas. Tenía que llegar algo gordo – una pandemia global – para que se atrevieran a gritar a los cuatro vientos, los riesgos graves que sus inventos vaginales tienen para el cuerpo y la salud de las mujeres. El grito del fraude empezaba a cuadrarme. Amplifica una cosa y esconde otra. El fraude, en medio de la salvación de la pandemia, pasaría desapercibido o, mejor dicho, lo que pasa desapercibido es su autor y lo que percibimos es la acusación a las propias mujeres de haberlo sufrido. Es una rancia estrategia patriarcal - similar a la de acusar a las mujeres de la violencia ejercida contra ellas –propia de quienes aún piensan que pueden gobernar el mundo gobernando, sacrificando o medicalizando, los cuerpos femeninos. Y ahora resulta que “si has tragado con la píldora, puedes tragar con todo”.
¡Aaaaaay, pánfilas! diría mi madre. Ella siempre lo ha tenido claro y cumplió con su deber de hacérnoslo ver a mí y a mis hermanas. Lo hizo mostrándonos y contándonos la historia de una vecina del portal que se había quedado calva por tomar anovulatorios. Contándonos una experiencia puesta en palabras entre mujeres, nos mostró que las mujeres hablan y discuten de los efectos colaterales de la píldora sin moralismo, pero sin ver en ella la solución milagrosa que la ciencia masculina (nueva religión) ofrecía a las mujeres. Nos mostró la importancia de mantener abierto el nudo entre placer y procreación, sabiendo que ser las señoras del juego erótico y creador de vida depende de la libertad y autoridad femeninas. Cumpliendo la obligación del bien (Simone Weil), la de protegernos de una violencia camuflada de progreso y emancipación de nosotras mismas, mi madre nos estaba dando el más importante instrumento para conservar el gobierno sobre nuestros cuerpos y nuestro placer. El de no anestesiar o congelar su sentir.
Las madres tienen a mano la competencia para saber que alejarnos del cuerpo y de su sabiduría, principal efecto de los anovulatorios, nos vuelve frágiles, nos arrebata señorío, nos lleva a no fiarnos de nosotras mismas, nos empuja a equivocarnos de orgasmo (María-Milagros Rivera Garretas, El placer femenino es clitórico). Poner nuestros cuerpos al servicio de una sexualidad masculina y vaginal, nos puede convertir en presas fáciles de esas mismas políticas desastrosas y vaginales, de las que no hay que fiarse. ¿Cómo fiarse de alguien que, en lugar de asumirse la responsabilidad de los efectos de sus políticas e inventos vaginales, acusa a las mujeres de su propio fraude?, ¿o las acusa de ser demasiado exigentes y precavidas, ahora con la vacuna, cuando no lo fueron con los anovulatorios?, ¿cómo fiarnos de quien pretende hacernos vacilar de la manera más ociosa posible: colocándonos en la vaginalidad?
Pero la jugada les ha salido mal ¿de verdad pensaban que, evocando las píldoras del siglo pasado, y toda su carga anuladora de la potencia femenina, conseguirían resucitar al muerto patriarcal? ¿a ese mismo que nos quiso salvar de embarazos indeseados para poder seguirles en su sexualidad masculina y vaginal? Les ha salido mal porque, en realidad, lo que provoca la maligna y desesperada conexión de la acción salvífica de la humanidad más visible de los últimos cien años con los anovulatorios – lejos dar lustre mundial a éstos contagiándoles de la “bondad” de aquella – es reforzar aún más la certeza de que la competencia sobre los cuerpos es de las madres. Y con esta certeza lo que se anula es otra cosa: el contrato sexual.
Somos nosotras las que conocemos nuestros cuerpos, nuestra herencia familiar femenina y a nuestras criaturas. Somos nosotras las que sabemos la manera más segura de no quedarnos embarazadas sin recurrir a instrumentos vaginales. Hace poco Luciana Tavernini, interrogándose por el método que usaban las mujeres del pueblo, de raíz matrilineal, Mosuo, para contener los nacimientos, entendió que bastaba con convertirse en las señoras del juego de la sexualidad, cuyo aprendizaje empieza en la casa materna.
Somos nosotras las que sabemos colocarnos más allá de la dialéctica vacuna sí-vacuna no. Las que apostamos por la previsión, la prevención y el cuidado de nuestra salud y de la de nuestro entorno. Las que elegimos médicas, relaciones y mujeres sabias que nos orientan. Las que no tenemos prisas por “salvar el turismo de masa”. Y las que nos detenemos a valorar los pros y los contras de trabajar desde casa o volver a la empresa. Las que sabemos que nada es más seguro y saludable que fiarnos de nuestro sentir y de nuestra genealogía, esa que nos dice que, “la mujer clitórica es aquella que no tiene nada esencial que ofrecer al hombre” (Carla Lonzi); la misma que se ríe, como se ríe mi madre, cuando nos ve regresar a su sabiduría tras haber sentido la flojera de la tomadura de pelo ¡Por suerte tenemos mucho!
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