Texts de l'Era de la Perla
Omplint el món d'altres paraules
MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS
La reacción contra la libertad femenina del mayo francés
El 1 de junio de 2018, Magda Lasheras organizó, con otras y otros, en la Cátedra Internacional de Hermenéutica Crítica Hercritia de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), el congreso “Mayo 2018-1968: Debajo de los adoquines está el feminismo”. Este es uno de los textos allí presentados.
Debajo y antes que los adoquines estuvo el feminismo, sí: el feminismo fue su verdadero mar de fondo. Antes y al lado del mayo del 68 estaban las mujeres que nunca se reconocieron en El segundo sexo de Simone de Beauvoir (1949). Eran mujeres que ni se vivieron inferiores ni se consideraron un segundo sexo ni quisieron, tampoco, ser el primero. Fuimos –somos– mujeres anímicamente independientes del patriarcado, de los partidos políticos y de la dialéctica jerárquica, fuera aristotélica, escolástica, hegeliana o marxista. Fuimos y somos feministas que vivimos el ser mujer como un más, un más ontológico, del ser, con su infinito propio, que no se contrapone con nadie; no como una cuestión que debatir ni una causa que predicar ni una lucha que combatir ni una condición que superar ni que igualar con el sexo masculino. Feministas cuya política –política primera– es la práctica de la relación entre mujeres y el reconocimiento de autoridad y de genealogía femeninas. Estudiantes que vivimos el paso por la universidad como una “pesadilla fálica” (Lia Cigarini) porque no nos reconocimos en el pensamiento que ahí se enseñaba, un pensamiento del pensamiento que repetía, comentaba y añadía algo a lo ya pensado, en eterna cadena de hombres con alguna mujer intercalable, por suerte pocas, donde la revolución máxima era la inversión de términos o, en el mejor de los casos, la concordatio oppossitorum (concordancia de opuestos). Fuimos mujeres que descubrimos y practicamos otro pensamiento, el pensamiento de la experiencia, que reconoce autoridad a la experiencia personal como fuente de conocimiento y de originalidad: un pensamiento de genealogía femenina, no jerárquica y, por tanto, no excluyente, que no desprecia la visión, la idea, la gnosis, ni tampoco la empatía en tanto que “experiencia de la conciencia ajena”, tal y como la estudió Edith Stein en su tesis doctoral titulada Zum Problem der Einfühlung, una tesis de 1916 que trajo la empatía al conocimiento universitario.
En cambio, ya de estudiantes, nos reconocimos, sí, en un ensayo fundamental del siglo XX, publicado en 1929: Un cuarto propio, de Virginia Woolf. Este libro ha sido uno de los inspiradores del pensamiento de la diferencia sexual, que entendería el cuarto propio como una colocación simbólica femenina libre, no “paralizada por emociones sin correspondencia con el lenguaje”, según escribieron las de la Librería de mujeres de Milán en 1987. Un cuarto propio fue traducido al castellano en Barcelona por Laura Pujol en 1967 con el título Una habitación propia, y circuló enseguida entre las estudiantes, impresionándonos muchísimo. Pero los hombres del 68 no lo leyeron o, si se acercaron a él, no lo entendieron, porque los descentraba, los privaba de la idolatría femenina con frases como esta: “Durante todos estos siglos, las mujeres han servido de espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño natural.” Como prueba de que no lo leyeron, estas frases de Marguerite Duras en su libro La vida material (1988), recordando su propia y emocionada lectura: “He leído Un cuarto propio de Virginia Woolf, y La Bruja, de Michelet. Ya no tengo ninguna biblioteca. Me he deshecho de ella, de toda idea de biblioteca también. Estos dos libros, es como si hubiera abierto mi propio cuerpo y mi cabeza, y leyera el relato de mi vida en la Edad Media, en los bosques, en las fábricas del siglo XIX. No he encontrado ni a un solo hombre que haya leído a la Woolf. Estamos separados, como dice ella en sus novelas, M.D.” Y Carmen Martín Gaite, por los mismos años: “Cuando cerré el libro, tenía la intuición de que un hombre nunca se habría enfrentado de aquella manera con temas similares. ¿Pero en qué consistía esa manera? Para mí misma resultaba difícil justificar aquella intuición y mucho menos convertirla en teoría. Y, sin embargo, la pregunta se me había formulado, arrancaba del libro de Virginia Woolf y quedaba flotando en el aire.”
Un cuarto propio fue un libro importantísimo entre las jóvenes de los años sesenta y setenta a pesar de que la traducción de Laura Pujol (y más todavía la de Borges) roba potencia emotiva y política al ensayo porque tiene errores de comprensión, además del error garrafal de usar el masculino cuando Virginia Woolf habla de sí misma o de otras mujeres o se refiere a su público, el público de las conferencias y del libro, un público femenino.
En mi opinión, el mayo del 68 fue un intento desesperado de reacción del patriarcado contra la libertad femenina, la libertad de las mujeres que nunca nos consideramos el segundo sexo. Una reacción, como tantas, reaccionaria, planteada en nombre de una liberación sexual que no lo era. No lo era porque llamaba liberación sexual de la mujer a la disponibilidad total de las jóvenes de entonces a la heterosexualidad, una heterosexualidad (obligatoria, la llamó Adrienne Rich) que había cambiado poquísimo desde los tiempos de Hammurabi o de Antígona o de Karl Marx, el cual, aunque se recuerde poco, no dejaba de ser un violador, de su criada Petra, por ejemplo. Mucha cantidad, poca o nula calidad: el “Bang, bang, thank you Madam”, que decían los que tenían sentido del humor. Recuerdo, de los años 70, estudiando en Chicago, la impunidad y el descaro con que mis compañeros, que allí luchaban por los derechos civiles, contaban un chiste que les hacía mucha gracia: “What is the possition of women? The possition of women is prone.” “Prone” quiere decir “dispuesta, postrada”. Era su modo de ahuyentar el pánico a la libertad femenina que palpaban y veían con incredulidad a su alrededor. “Saca el poder de tu cama y diviértete” fue un titular divertido entonces.
Precisamente para detener y para esquivar a tanto reaccionario nació la autoconciencia. La autoconciencia es la práctica política más original, pacífica y eficaz inventada en el siglo XX. Ocurrió en una universidad norteamericana, a finales de los años 60: un grupo de mujeres decidió salirse en bloque de una reunión política mixta en la que se discutía sobre la “posición” de las mujeres en la sociedad. Fue el gesto decisivo de separación femenina de los grupos extraparlamentarios y de los partidos políticos. A esas universitaras no les interesaban nada ni la posición ni la condición femenina ni las opiniones masculinas sobre las mujeres. Por eso, se juntaron a hablar de ellas y del mundo desde ellas, partiendo de sí en mediación femenina. Así inventaron la autoconciencia, práctica que rápidamente se difundió por todo Occidente. No se suele decir, aunque lo ha escrito Victor Seidler, que cuando esto ocurrió, es decir, cuando las chicas abandonaron los grupos mixtos radicales y fundaron grupos de autoconciencia, los chicos se quedaron sin nada que decir, mirándose entre ellos, sorprendidos: no sabían hablar sin ellas y, menos aún, hablar partiendo de sí. “Sin la mujer” –escribió Carla Lonzi en enero de 1972, “el culto a la supremacía masculina se convierte en un choque de caracteres entre hombres”.
Yo estudiaba cuarto de la licenciatura de Historia y tercero de la de Filología Moderna en la Universidad de Barcelona cuando se produjo el mayo del 68. Tenía 20 años. Recuerdo las noticias que llegaban de Nanterre y de París, pero no recuerdo una gran conmoción en mi facultad. Había sido mucho más fuerte la conmoción dos años antes, en la primavera de 1966, un curso del que recuerdo bien los enfrentamientos con la policía dentro y fuera de la facultad, y el cierre de la universidad a consecuencia de la constitución en un convento de Sarrià del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB). Y recuerdo sobre todo una toma de conciencia personal que fue decisiva para mí. Me di cuenta de las maniobras de los alumnos progres, los del grupito regente del Sindicato, para que una alumna muy brillante de la clase, inteligente, gran oradora, guapa y rica, no saliera elegida representante estudiantil. Esto me lo cambió todo y, curiosamente, no he olvidado la imagen de aquella aula y aquella tarima antigua en el instante de la maniobra. Por eso no me acerqué nunca a la militancia en ningún partido político, aunque me tocó ir mucho a la cárcel Modelo llevando comida, ropa, sábanas y libros. Sin saber decirlo entonces con estas palabras, tomé conciencia de que mi problema como mujer no estaba en las luchas de poder más o menos democráticas en las que estaban metidos mis compañeros con mucha naturalidad, sino en la relación con ellos, con los hombres: en lo que en 1969 Kate Millett llamaría, en su tesis doctoral en la Universidad de Columbia, la política sexual.
Así descubrí el entre-mujeres, su potencia significante, su valor político. Sobre todo en Roma entre 1970 y 1974, de estudiante e investigadora en formación, de donde recuerdo una manifestación por la despenalización del aborto con una pancarta que decía: “Si los hombres se embarazaran, el aborto sería un sacramento”. Y luego en 1975-77 en The University of Chicago, en el grupo Primavera, donde las negras del ghetto me enseñaron que el Equal Rights Amendment era una trampa del patriarcado que haría que les quitaran lo que más amaban. O, de otra manera, en el Club Vindicación feminista de Barcelona, fundado por Lidia Falcón y otras, del que conservo un carné de 1984.
En España, en Occidente, la política sexual patriarcal era insostenible desde la época en la que se casó mi madre, que fue enero de 1943. Las mujeres, fueran de la clase social que fueran, habían cambiado muchísimo más que los hombres, y ya no soportaban el patriarcado. No soportaban su núcleo: un tipo de heterosexualidad que las llevaba a maternidades no deseadas, aunque desearan ser madres, pero no de esa manera: no como exponente de virilidad ni como arma para impedirte tener una vida propia. Por eso se inventaron los anovulatorios a mediados, precisamente, del siglo XX: porque la convivencia entre mujeres y hombres era insostenible. Los anovulatorios son letales para una mujer, porque intervienen en el cerebro, y poco se sabía y se sabe del cerebro; pero la maternidad no deseada fue vivida por muchas como más insoportable todavía que los anovulatorios, de cuyos riesgos para la salud advertía incansable el feminismo.
Su insatisfacción personal con el patriarcado se la transmitieron muchas madres de esa época a sus hijas. La transmitieron con infinidad de actitudes inexplicables pero eficaces, actitudes que iban mezcladas, sí, de dosis de patriarcado que nos ayudaran a las hijas a ser viables en esa sociedad, dosis de patriarcado que a las hijas nos resultaban altamente contradictorias. Yo recuerdo de mi madre las prohibiciones de salir solas de noche, de ir a ciertos guateques y fiestas populares, el horror al matrimonio y a la maternidad que nos inculcaba indirectamente, y que a mí no me cuadraba, pues ella había sido madre. Hasta que caí en la cuenta de que no era la maternidad su problema, sino el exceso de maternidades que, unidas con las trabas machistas del franquismo para encontrar a alguien que te dirigiera la tesis, le impidieron completar el doctorado y proseguir la carrera docente que había empezado en 1935 como auxiliar de griego de Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca.
El mayo del 68 fue, en mi opinión, un enorme y violento esfuerzo masculino por reactivar el viejo estilo de la heterosexualidad patriarcal, ahora con una cara nueva: la de la libertad sexual, que lo fue para ellos mucho más que para nosotras porque se limitó a ser promiscuidad, cuerpo disponible. Ese esfuerzo masculino por reactivar la vieja heterosexualidad consiguió alargar unos cuantos años más el patriarcado, provocando muchísima confusión y malestar entre las mujeres. Pero con poco éxito. En 1995 las que forman la Librería de mujeres de Milán dieron cuenta del final del patriarcado en su revista “Via Dogana”. De nuevo, como resultado de una toma de conciencia femenina, no masculina. Escribieron: “El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de que, sin ella, no puede durar. No se trataba, por parte femenina, de estar de acuerdo. Se han decidido demasiadas cosas sin o en contra de ella, leyes, dogmas, regímenes de propiedad, costumbres, jerarquías, ritos, programas de estudio... Era, más bien, un hacer de necesidad virtud. Pero que ahora ya no se hace, ahora es otra época y otra historia; tanto, que lo que se decidió sin y en contra de ella, se ha vuelto caduco, como si la hubiera obedecido siempre a ella. ¡Qué raro! Pero ¿vale, quizás, para las relaciones de dominio, lo mismo que para el amor, que hace falta ser dos? Ahora a ella ya no le va, ya no es la misma: ha cambiado, como se suele decir.”
El patriarcado no terminó porque las mujeres nos enfrentáramos contra el sistema sino porque fuimos echando de casa, uno a uno, a cada marido o compañero patriarca, maridos y compañeros que eran precisamente los progres del 68, que no nos lo han perdonado nunca. La casa natal, la casa materna, eran el blanco del patriarcado y su contrato sexual. De mi experiencia recuerdo esta toma de conciencia: desde muy joven, veinte y pocos años, supe y pude decir en mi pequeño grupo de feministas que yo no quería hacer de mi compañero o marido, un patriarca. Más adelante me di cuenta de que, aunque habláramos mucho de irnos de casa y efectivamente nos fuéramos, sí, de la casa paterna, las feministas no nos habíamos ido nunca de casa en términos del orden simbólico, sino que habíamos desalojado de ella –de nuestra casa y de la casa materna– el patriarcado.
A finales de los años sesenta, mientras sucedía el mayo francés, el feminismo autónomo, o sea, el de los pequeños grupos de autoconciencia de las mujeres que no nos reconocimos en el segundo sexo, las grandes inquietudes, preguntas y también respuestas fueron de política sexual. Entendiendo la política sexual como dos tipos de relaciones: las que una mujer entabla con el hecho de serlo (con el hecho de haber nacido mujer) y las que ella entabla con el otro sexo. Mi manera entender la política sexual es distinta de la que creó o hizo famosa la expresión “política sexual” que fue, claramente, Kate Millett. Kate Millett puso su ojo crítico en la política sexual patriarcal y la demolió. A mí me interesa más, aparte de la expresión, que es genial, lo que la política sexual es para una mujer, para las mujeres.
Los descubrimientos (“pepitas de verdad pura” las llamaba Un cuarto propio) y las revoluciones simbólicas que hicimos las feministas en los grupos de autoconciencia de los años sesenta y setenta del siglo XX fueron muchas. Yo hablaré de dos, que para mí han sido las más importantes. De las dos se deducen muchas cosas, entre ellas el carácter de reacción contra la libertad femenina del mayo francés, que es la tesis que presento aquí. Fue ahí donde las mujeres hicimos la verdadera revolución sexual del siglo XX, una revolución femenina y feminista.
En 1969, Lia Cigarini descubrió la sexuación de la libertad. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, precisamente luchando por la libertad, ella descubrió que la libertad no es una sino dos, o sea, que la libertad humana es sexuada: que existe la libertad individualista, propia del hombre moderno y contemporáneo (entonces considerada la única libertad humana) y que existe otra libertad, la que Lia Cigarini llamó, con otras, libertad femenina. La libertad femenina es libertad relacional, no individualista, libertad “que encuentra en otra vínculo, intercambio y medida”. Lia Cigarini hizo este descubrimiento, según ha contado ella misma, cuando era una dirigente de las Juventudes Comunistas de Italia dentro del PCI, un partido que su padre había contribuido a fundar. Ella amaba ese ambiente, en el que había entrado de muy joven, pero en 1968, cuando tenía treinta años de edad, le ocurrió que se quedó muda, se quedó sin nada que decir en las reuniones del partido. Entró en crisis y, en su crisis personal, descubrió que la libertad por la que luchaba su partido, a ella no le pertenecía plenamente. Se la daban, no por su ser mujer, sino a pesar de su sexo. Dejó entonces el partido, conoció a otra mujer que andaba por el movimiento feminista de Milán con unas octavillas en las que confusamente defendía la transcendencia femenina, se acercó a ella y, con otras más, fundaron un grupo de autoconciencia. De la libertad femenina, escribió Lia Cigarini: “a una mujer la libertad le corresponde a causa de su ser mujer y no a pesar de su sexo, como recita en cambio la constitución y todas las leyes de paridad que le han seguido. Si yo digo: soy una mujer y, a partir de este hecho material, afirmo mi libertad, es distinto que decir: los principios de igualdad y de libertad elaborados por el mundo masculino deben valer para hombres y mujeres.”
La libertad femenina no cupo en la ideología del mayo francés. Era, en realidad, un obstáculo insalvable para su revolución.
El segundo descubrimento lo hizo Carla Lonzi con el grupo de autoconciencia Rivolta Femminile, un grupo que ella fundó con otras en Roma en 1970. Su descubrimiento fue el darse cuenta de la trascendencia vital, cultural y política del placer sexual femenino, el placer clitórico. Lo explicó sobre todo en dos textos, Sessualità femminile e aborto, terminado en julio de 1971 y firmado en grupo por Rivolta Femminile, y La donna clitoridea e la donna vaginale, uno de los textos más famosos de Carla Lonzi, firmado solo por ella en verano del mismo año 1971. En el primer texto escribió: “Durante una campaña por la abolición del delito de aborto me he preguntado: ¿es más de esclavas el someterse al aborto clandestino o al hecho de quedarse embarazadas si no se ha tenido placer, o sea, solo por satisfacer al hombre? ¿Quién nos ha obligado a satisfacerle pagando el precio? Nadie. Ahí somos víctimas inconscientes pero voluntarias.”
Enseguida, Carla Lonzi pudo poner en palabras algo decisivo de la sexualidad y de la subjetividad y el ser femenino. Empieza así el texto La mujer clitórica y la mujer vaginal: “El sexo femenino es el clítoris, el sexo masculino es el pene. [...] En el hombre, por tanto, el mecanismo del placer está estrechamente ligado con el mecanismo de la reproducción, en la mujer mecanismo del placer y mecanismo de la reproducción se comunican, pero no coinciden. Haber impuesto a la mujer una coincidencia que no existía como dato real en su fisiología fue un gesto de violencia cultural que no tiene equivalente en ningún otro tipo de colonización.” Y sigue, más adelante: “Para gozar plenamente del orgasmo clitórico, la mujer tiene que encontrar una autonomía psíquica del hombre. Esta autonomía psíquica le resulta tan inconcebible a la civilización masculina que es interpretada como un rechazo del hombre, como presupuesto de una inclinación hacia las mujeres.” Y concluye Carla: “Lo imprevisto del mundo no es la revolución sexual masculina, o sea el desinhibirse que lleva a un renovado prestigio del coito en la pareja, en el grupo, en la comunidad o en la orgía universal, sino la ruptura del modelo sexual pene-vagina.”
Son fragmentos que, como todos los de las grandes pensadoras, no necesitan comentarios. Solo añadiré, para concluir, que volvemos una y otra vez sobre los textos de Carla Lonzi y de Rivolta Femminile, cincuenta años después de que fueran escritos, porque nos sigue costando captar y poner en práctica todo su alcance revolucionario. Carla Lonzi propuso una revolución simbólica que alcance la comunicación y la coherencia entre el placer sexual femenino, el cuerpo de mujer, la procreación humana, la cultura, la independencia simbólica y la política. Este fue, en mi opinión, el mar de fondo del mayo del 68, su verdadera revolución cultural. Recuerdo todavía un encuentro feminista de principios de los 90 aquí en Madrid, en la Complutense, organizado por Cristina Segura y Al-Mudayna, en el que un compañero medievalista progre y típico “leftover from the sixties” (resto de los 60), como decían ya las adolescentes norteamericanas, me increpó con esta frase: “Pero ¿cómo quieres que os ayudemos si estamos todos arrejuntados?” Primero creí que había bebido. Luego, de pronto, entendí: ellos, los del mayo del 68, no ayudaban políticamente a las mujeres no vaginales, a las mujeres con independencia simbólica de ellos mismos. No ayudaban a las mujeres clitóricas. Les escocía todavía el resentimiento por haberse visto abandonados o echados de casa: algo que habían creído inconcebible.
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