En las últimas décadas, se ha desarrollado una amplia línea de investigación sobre la (re)organización social del cuidado en un contexto de profundas transformaciones sociodemográficas, del capitalismo global y del estado del bienestar. Entre éstas se destaca: (1) las transformaciones demográficas; (2) el impacto de la crisis económica y financiera en la oferta de servicios públicos y las condiciones de vida de las personas; (3) el cambio del modelo; (4) el aumento de la participación femenina en el mercado de trabajo sin abandonar su dedicación al trabajo de cuidados; y (5) cambios en los roles e identidades de género. Estas transformaciones han supuesto una creciente demanda de necesidades sociales de cuidado que, en continua evolución, plantean la necesidad de ser atendidas de modo distinto (Almeda, 2015; Carrasco, 2013; Carrasco et al. 2011; Carrasquer, 2013; Ezquerra, 2012; Flaquer, 2004; González y Guillén, 2018; Guillén et al., 2016; León y Pavolini, 2014; Martínez Bujan y Martínez Virto, 2015; Moreno et al., 2013; OIT, 2018; Pérez Orozco, 2014; Torns y Recio, 2012; Yeates, 2012). Transformaciones que operan en un marco donde la división sexual del trabajo persiste sin apenas cambios y las mujeres son las principales cuidadoras en las sociedades de bienestar, (Almeda, 2015; Carrasco y Domínguez, 2011; Durán, 2012; Gálvez, Rodríguez y Domínguez, 2011).
Fischer y Tronto (1990) definen los cuidados como la actividad genérica que comprende todo lo que hacemos para mantener, perpetuar y reparar nuestro ‘mundo’, para que podamos vivir en él lo mejor posible. Este mundo comprende nuestros cuerpos, a nosotros mismos y nuestro entorno, todos los elementos – en sus dimensiones pública, económica, social y normativa – que se articulan en una red compleja de sostenimiento de la vida. Esta definición pone el énfasis en que el objetivo del cuidado es sostener la vida en un entramado de relaciones de interdependencia, ya que todas las personas necesitamos cuidados, aunque sea de diferente tipo y con diferente intensidad, a lo largo de nuestra vida; y todas hemos cuidado o cuidaremos a alguna etapa de nuestro ciclo vital.
En España, a partir de la Ley de la Dependencia, aprobada en 2006 y aplicada en plena crisis económica, se registra un considerable aumento y diversificación de los servicios sociales dirigidos a las necesidades de la población dependiente –más limitado en los servicios de cuidado para la infancia-, en gran medida realizados desde el sector privado (Martínez, 2017). Son diversos los estudios que muestran que ni los poderes públicos ni las organizaciones privadas han dado una respuesta suficientemente satisfactoria a la demanda de cuidados; persistiendo una visión asistencialista y subsidiaria en la organización del cuidado y, siendo las personas del hogar, especialmente las mujeres, quienes, han asumido el trabajo o lo han externalizado mediante la contratación de cuidadoras inmigrantes. Por tanto, con una estrategia de mercantilización y externalización individualista pensada desde y para la familia (Comas, 2015; García et al., 2014; Perez Orozco, 2006). Ello muestra, en el caso español –pero no exclusivamente, tal como señalan estudios a nivel internacional- lo que Nogueira y Zalakain (2015) denominan Etnoestratificación, desigualdad y discriminación: la persistencia y emergencia de las desigualdades según el género, origen, grupo étnico y clase social en la dedicación al trabajo de cuidados (Agrela et al., 2010; Aulenbacher et al.,2018; Comas, 2015; Fraser, 2016; Goñalons-Pons, 2015; Kofman y Raghuram, 2015; Lutz, 2017; Martínez Bujan, 2014; Moreno et al., 2013; Oso y Parella, 2012).