Decreto estableciendo el Sufragio Universal y la
forma en que han de hacerse las elecciones de Ayuntamientos, Diputaciones provinciales
y diputados a Cortes (9 de noviembre de 1868).
Cuando la soberanía nacional
es la única fuente de donde se han de derivar todos los poderes y todas las instituciones
de un país, el asegurar la libertad más absoluta de sufragio universal, que es
su legítima expresión y su consecuencia indeclinable, constituye el deber más
alto y de más inflexible responsabilidad para los Gobiernos que, brotando de esa
misma soberanía en los primeros instantes de la revolución, son los depositarios
de la voluntad nacional.
Porque si en
los decretos orgánicos que el Gobierno provisional cree conveniente dar para poner
en armonía la Administración y la política con las aspiraciones del pueblo, elocuente
y solemnemente expresadas por el grito de la revolución, cabe hacer ensayos que
no sólo no puedan perjudicar al Porvenir de la patria, sino que acaso sean grandemente
provechosos para asegurar el acierto en la revolución definitiva de cuestiones
de esta magnitud en el que tiene por objeto regularizar y asegurar la libertad
del sufragio, el ensayo es de consecuencias tan trascendentales e irreparables,
como que de su buen o mal resultado depende de una manera irrevocable el éxito
de la revolución y el afianzamiento de la libertad.
Por
esto el Gobierno provisional, que no desconoce ni esquiva la gran responsabilidad
que echa sobre sí al someter el principio de sufragio universal a un decreto,
tan indispensable como deseado, tiene una necesidad, más imperiosa que en ninguna
otra ocasión, de exponer con sinceridad, por su orden y con algún detenimiento,
los motivos que le han impulsado a resolver de la manera que va a llevarlo a efecto,
las grandes cuestiones que envuelve la confección de una ley electoral sobre el
principio de sufragio universal, cuando de éste han de nacer todas las instituciones
del país.
Es la primera de estas cuestiones
la extensión que hubiera de darse al sufragio dentro de su propia condición de
universal, o, por mejor decir, las limitaciones que fuera preciso ponerle; y resuelto
el Gobierno a seguir en este punto, como en todos, el criterio más liberal posible,
cree que no es prudente ni justo establecer otras que aquellas que el buen sentido
y la dignidad misma del cuerpo electoral exigen. No sería justo confundir el voto
del ciudadano honrado, independiente y de conducta intachable, con el del condenado
por los Tribunales o sujeto a su acción en causa de cierta gravedad, ni tampoco
con el de los que están pendientes de procesos civiles o administrativos, que
con razón pueden hacer dudar de su completa independencia; y mucho más censurable
sería permitir que los ciudadanos que por su desgracia, muy digna de respeto,
se encuentren en los mismos casos, pudieran ser depositarios de la voluntad del
pueblo, cuando éste va a decidir de sus futuros destinos.
La
misma gravedad de los problemas que la Nación está llamada a resolver, ha obligado
también al Gobierno a restringir sus naturales deseos de dar al sufragio la mayor
extensión posible, al fijar la edad en que puede ejercerse este tan preciado derecho;
porque sin desconocer el verdadero estado de la ilustración del país, para lo
cual no puede servir de pauta un número muy reducido de poblaciones importantes,
no es posible dejar de comprender el peligro que hay en conceder derechos políticos
a aquellos a quienes la ley no concede la plenitud de los derechos civiles. Tal
vez en circunstancias menos solemnes, acaso en momentos menos difíciles, pueda
hacerse sin los inconvenientes de hoy el ensayo de conceder el sufragio a edad
más temprana, en que si bien el desarrollo intelectual ya es completo y vigoroso,
las pasiones y la inexperiencia falsean o tuercen los verdaderos impulsos de la
voluntad.
Reconociendo el Gobierno provisional
la necesidad, sentida por todos los que cumplen con el deber ineludible y honroso
para el ciudadano de ocuparse de los asuntos de su patria, de que se vayan formando
costumbres políticas que aseguren al pueblo en el prudente uso de sus derechos,
y le habitúen a ejercitarlos sin el temor ni el desdén que le inspiraba la esterilidad
a que reducían todos sus actos los Gobiernos que no se apoyaban en él sino para
paliar de algún modo sus desmanes, considera también que es conducente a este
fin armonizar el ejercicio del sufragio para todos los actos en que haya de consultarse
la voluntad nacional; y de aquí su resolución de reunir en un solo decreto todas
las disposiciones que organizan detalladamente su expresión en las elecciones
de Ayuntamientos, Diputaciones provinciales y Cortes. Así el elector, acostumbrándose
a emitir su voto, siempre en la misma forma, siempre en su propio domicilio, y
sin las dificultades y los compromisos locales que en el antiguo sistema cohibían
su libre voluntad, obedecerá sólo a sus convicciones políticas, y se formará un
propósito deliberado al llevar a cabo el acto más solemne e importante de la vida
del ciudadano, lo mismo cuando elija el Ayuntamiento y Diputación que han de velar
por sus intereses locales, que cuando elija los Diputados que en las Cortes han
de ser órgano legítimo de sus necesidades y aspiraciones.
Al
formular el decreto sobre el ejercicio del sufragio universal, se ha ofrecido
al Gobierno otro punto de ardua solución en la fijación de una base de demarcaciones
electorales para votar los Diputados a Cortes; pero cuando se trata de constituir
los altos poderes del Estado y de regenerar las instituciones del país, necesario
es acudir a las fuerzas vivas de la Nación, buscando en la mayor colectividad
posible la representación de grandes elementos políticos, en vez de suministrar
a los intereses materiales el medio de localizarse como, en la opinión de muchos,
pudiera convenir para Cortes ordinarias.
En
este concepto, el Gobierno acepta la provincia como unidad electoral, excepto
en las islas adyacentes por sus especiales circunstancias, convencido como está,
además de ofrecer por este medio defensa segura contra el peligro, de que el sentido
electoral sea pervertido por la ambición de mando permanente en las localidades,
y resuelto como se halla a no intervenir de modo alguno en las elecciones, a poner
término a la dominación abusiva de candidatos oficiales, y a rechazar con indignación
a los que, faltos de influencia personal entre los electores, se atrevieran a
suponer que el Gobierno actual iba a continuar la funesta senda que otros desgraciadamente
siguieran, degradando y envileciendo la conciencia política de algunos votantes
para formar a su gusto la voluntad del pueblo, por medios análogos a los que empleaban
algunas comunidades religiosas para labrar la vocación de sus educandos [...].
Además, la provincia ha constituido,
por decirlo así, la unidad revolucionaria, y es bien que el Gobierno que de la
revolución ha brotado, y que está llamado a realizar sus legítimas aspiraciones,
no se separe, ni aun en este punto, del camino que el pueblo le ha trazado con
su noble instinto.
Pero la enorme desigualdad
en nuestras provincias, en población, produce dos inconvenientes prácticos que
el Gobierno no ha podido menos de tomar en cuenta, y que impiden aceptar en absoluto
nuestra división territorial para arreglar a ella las demarcaciones electorales.
Es el primero, la privilegiada condición en que coloca a los electores habitantes
de provincias muy pobladas, sobre los que viven en otras de censo más limitado,
puesto que los primeros tendrían derecho a elegir un número mucho mayor de Diputados
que los segundos, desde 2 que da la provincia de Álava, hasta 16 que da la de
Barcelona, lo cual envuelve un principio de injusticia, que no podría disculparse
con ningún género de consideraciones.
El
segundo inconveniente que trae nuestra viciosa división territorial, consiste
en la necesidad dé que los electores de las provincias muy pobladas tengan que
acumular en una misma candidatura un número excesivo de nombres; y esto, siendo
universal el sufragio, embaraza y dificulta de tal suerte las operaciones del
escrutinio general, que no seria posible terminarlas en una sola sesión, como
recientemente lo ha demostrado la experiencia en la elección de algunas Juntas
en que se han necesitado hasta nueve días para el escrutinio en una población
que no es, sin embargo, la primera de España. Y como es sabido que la división
en varias sesiones de actos tan solemnes e importantes, es altamente inconveniente
por lo ocasionada a dudas, fraudes y abusos, el Gobierno, que está dispuesto a
sacrificar ante la verdad de las elecciones toda consideración secundaria, por
importante que sea, ha creído que, sin incurrir en inconsecuencia respecto de
las razones que en su opinión abonan el sistema de provincias, puede y debe evitar
el peligro que ofrece bajo el punto de vista de su desigual división; y al efecto
adopta un sistema que, además que establece la posible igualdad en la condición
de los electores, evita la confusión que con el sufragio universal traería al
escrutinio la multiplicidad de los candidatos votados en una misma papeleta, y
los consiguientes abusos, ya por la experiencia señalados. Y aun en la necesidad
de proceder de esta manera, ha procurado el Gobierno separarse lo menos posible
de la unidad provincial, pagando justo tributo a las altas consideraciones que
la recomiendan [...].
La libertad completa
y la extensión ¡limitada del voto activo traen como consecuencia forzosa la libertad
absoluta y sin trabas en el voto pasivo, toda vez que sería coartar la primera
el establecer condiciones para los elegibles, y el obligar al elector a depositar
su confianza en personas de condiciones determinadas. Por eso el Gobierno cree
que las de elegibilidad deben ser las mismas que las de elección, y que las incompatibilidades
e incapacidades deben reducirse única y exclusivamente a lo que exige el servicio
de la nación, al alejamiento de influencias bastardas e ¡legítimas, tratándose
de las elecciones generales, y a lo que el buen sentido y el espíritu laudable
de localidad y de provincia prescriben cuando se trata de las elecciones de Ayuntamientos
o Diputaciones [...].