En 1872, el II Congreso de la Federación Regional de la I Internacional celebrado en Zaragoza aprueba un dictamen en el que se asume el derecho inalienable de la mujer al trabajo. En él se afirmaba que la mujer era un ser libre e inteligente y que relegarla a las tareas domésticas era obligarla a depender del hombre. Sólo a través del trabajo podía conseguir su auténtica emancipación. En 1910, el Congreso Fundacional de la CNT se expresó de un modo muy similar al plantear la cuestión del trabajo extradoméstico de la mujer en términos de independencia y libertad.
Las organizaciones obreras organizadas en torno a la AIT se mostraron contrarias a los intentos de "redención" de la clase trabajadora mediante una legislación protectora de los obreros. En el preámbulo de los Estatutos Generales de la AIT se afirmaba que "la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos". Esta declaración marcará la estrategia de la organización respecto al rechazo de la política reformadora de los diversos gobiernos liberales y conservadores. La identificación entre burguesía y Estado traía consigo la desconfianza hacia toda medida procedente de los poderes públicos.
La postura frente al intervencionismo de la otra gran organización obrera, el PSOE, será más pragmática. En su texto fundacional (1879) se distingue entre la "aspiración" del partido a la "completa emancipación de la clase trabajadora" y "los medios de inmediata aplicación y eficaces para preparar la realización de sus aspiraciones". De este modo, la actividad tanto del PSOE como del sindicato UGT irá encaminada a la petición de las necesarias mejoras en las relaciones de trabajo. El Manifiesto del Comité Nacional del PSOE de 2 de mayo de 1898 demandará, dado el atraso industrial de la burguesía española, "una legislación protectora del trabajo que refrene la explotación patronal y permita vivir con menos angustias a la clase útil".
Por lo que se refiere al trabajo asalariado de la mujer, la práctica obrera se caracterizó por su ambivalencia, y a menudo se mostró abiertamente hostil con respecto a la presencia de las mujeres en el mercado laboral. El discurso del movimiento obrero se impregnó del modelo cultural de la domesticidad que definía a la mujer como madre y esposa, justificando su rechazo al trabajo extradoméstico de la mujer en base al abandono de las tareas domésticas por parte de ésta y a la competencia desleal que significaba su trabajo debido a unos salarios inferiores.
"El obrero recibió muy mal la continuada afluencia de la mano de obra femenina, que rebajaba los sueldos, y que en definitiva destruía las conquistas de los trabajadores. Jamás el obrero empeñado en su lucha sindical se le planteó este hecho tan simple: que la mujer era un obrero más. La estructura moral que informa el mundo familiar de la obrera reproduce los modelos burgueses. El trabajo de la mujer no es más que la expresión de la insuficiencia económica del cabeza de familia; en el hogar, la única aspiración es poder prescindir de este trabajo que no ahorra ninguna carga del quehacer de ama de casa. En la acción sindical más politizada los hombres actúan como si sus mujeres tuvieran que apoyar con su fidelidad y adhesión sentimental su combate por las reivindicaciones sociales." (Capmany: 1970)
Los portavoces de los organismos sindicales y políticos de la izquierda denunciarán repetidamente la política patronal de fomentar una mano de obra femenina de reserva, con salarios inferiores. Entre los obreros españoles existió un gran temor a la competencia de la mano de obra femenina, en cuanto podía repercutir en una baja de sus salarios o en la pérdida de puestos de trabajo. Incluso existió una clara hostilidad entre los obreros hacia la idea de la incorporación de la mujer en la producción y durante mucho tiempo perdurará la idea entre el movimiento obrero de que el hombre tiene sino el monopolio sí un derecho preferente a un puesto de trabajo.