La postura conservadora y de la Iglesia con relación al trabajo femenino extradoméstico pasa por dos etapas claramente diferenciadas. La primera es la visión que dominará todo el siglo XIX y principios del XX y se caracteriza por el rechazo frontal a la incorporación de la mujer al trabajo remunerado.
Esta postura, enraizada en la tradicional división de esferas, consideraba que la misión social de la mujer debía llevarse a cabo en el ámbito doméstico. Es allí donde esta podía desarrollar más satisfactoriamente sus capacidades "naturalmente" dadas. Desde este punto de vista, la estructura patriarcal jerárquica se vería seriamente amenazada si la mujer accedía a la independencia económica mediante un trabajo remunerado fuera del hogar.
Dicha posición se justificará mediante una rígida división de las esferas, interpretándose la incursión de la mujer en el ámbito laboral como antinatural y una desvirtuación de lo que consideraban su sublime misión de madre y "ángel del hogar". Desde su punto de vista, el trabajo extradoméstico de la mujer representaba un peligro para la institución familiar ya que significa la subversión del orden jerárquico patriarcal al sustraer a la mujer de la dependencia económica y moral del marido o del padre. El acceso al mercado de trabajo aparta a la mujer de su función social primordial, es decir, el cuidado de los hijos y del resto de tareas domésticas.
"¿Si la mujer se hubiese permitido disputar al hombre la preferencia en las elecciones de todos los cargos públicos, intervenir en la administración y gobierno del Estado, ejercer toda clase de derechos políticos, tomar parte en la milicia, olvidando los cuidados domésticos, las necesidades de la familia y la educación de los hijos? Afortunadamente, el común sentir de la humanidad ha dado su verdadero valor a tales utopías: el hombre ha seguido el camino que le ha señalado la naturaleza y la mujer no se ha apartado de los deberes inherentes a su sexo, en relación con sus necesidades instintivas y con la índole de sus facultades." (Francisco Alonso y Rubio, La Mujer, 1863).
Estas consideraciones iban dirigidas a la mujer de clase media. La mujer de clase alta no se enfrentaba a la perentoria necesidad de buscar el sustento fuero del hogar y el trabajo extradoméstico de la mujer obrera se consideraba un mal menor dadas las penosas condiciones económicas del proletariado. Las denuncias que se realizan desde los sectores conservadores con relación al trabajo de la mujer obrera no estaban dirigidas a mejorar las condiciones laborales de éstas sino que ponían el énfasis en la degradación moral de la mujer trabajadora y el abandono de sus obligaciones domésticas.
"La mujer perteneciente a las clases más humildes de la sociedad en los pueblos agrícolas, comparte con el hombre su rudo y agreste trabajo, vive a la intemperie, emplea su fuerza en las labores del campo, o cuida de apacentar y guardar el ganado. Pierde la belleza de sus formas, la frescura de su tez, la suavidad de su colorido; endurece su cuerpo, desarrolla sus músculos, aumenta sus fuerzas, pero a expensas de dejar sus rasgas característicos, de adquirir dureza en sus contornos, y de aproximarse por su configuración física y sus costumbres al hombre. (...) Apartada casi todo el día del hogar, del humilde caserío, donde se albergan sus hijos, no puede prestarles los tiernos y cariñosos cuidados de que tanto necesitan en sus primeros años. No puede ilustrar su inteligencia ni formar su corazón, ni dedicarse tranquilamente a las labores propias de su sexo, que para ella constituirían ocupación más grata. En las ciudades industriales, la mujer concurre a las fábricas a ganar el pan para sus hijos, y emplea sus brazos en oficios mecánicos que la ocupan todo el día, quedándole sólo la noche para el reposo y para el arreglo de su hogar y el cuidado de la familia. Trabajando largas horas, respirando un aire impuro y recibiendo las nocivas influencias que resultan de la excesiva acumulación de personas en una misma localidad, deteriora su salud, quebranta sus fuerzas, contrae graves padecimientos, y hasta corrompe sus costumbres y se degrada, sintiendo los efectos de un maléfico contagio moral." (Francisco Alonso y Rubio, La Mujer, 1863).
No obstante, a medida que la presencia de la mujer en el mercado de trabajo sea un fenómeno imparable, la postura conservadora más inflexible se irá suavizando. A partir de entonces, la oposición frontal irá dando paso a una aceptación del trabajo extradoméstico en determinadas circunstancias. En situaciones de extrema necesidad económica, se aceptará el trabajo remunerado de la mujer siempre y cuando sea de forma transitoria y se trate de ocupaciones que tengan alguna relación con las tareas que se consideran propias de su "sexo". La consolidación de esta concepción del trabajo asalariado femenino, transitorio y complementario del masculino, perdurará durante buena parte del siglo XX y tendrá una importante repercusión en la forma que adopte la legislación obrera.