Los estados liberal democráticos han negado durante mucho tiempo la ciudadanía a las mujeres y una vez reconocida no la han realizado totalmente, de modo que las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase. De una parte porque cuando han accedido al voto no han llegado a estar adecuadamente representadas en los órganos legislativos y de gobierno. De otra porque la paridad en la ciudadanía civil, aún en aquellos casos en que ha logrado instituirse de modo formal, no ha resuelto las discriminaciones existentes. Y en cuanto a los derechos sociales porque en la medida en que éstos se han desarrollado como derechos del trabajo para el mercado, no reconociéndose a las mujeres el trabajo de cuidados como fuente de derechos y status de ciudadanía, han servido para reproducir la dependencia de las mujeres de sus maridos o del Estado.
La reconsideración de la ciudadanía desde la perspectiva de género pone de manifiesto:
- Que la ciudadanía no es neutra ni universal.
- Que incluso la ciudadanía aparentemente democrática es siempre restringida.
- Que la determinación de la ciudadanía proviene de un lugar pre-político (el derecho civil, el derecho de familia, de trabajo, etc.).
- Que la exclusión opera primero a nivel pre-político, pero actúa en el ámbito político a través de la limitación de recursos, y a través de la elección de reglas que desvalorizan en el terreno político la capacidad de adquisición de los escasos recursos de que pueden disponer los excluídos. Por ejemplo, un sistema político que obliga a costosas campañas electorales que sitúan diferentemente a los individuos con diferentes niveles de recursos. Y las mujeres son uno de los grupos con menos capacidad para encontrar recursos para campañas políticas.
- Que los criterios considerados en el pasado como legalmente discriminatorios (sexo, raza, étnia, religión, creencias, cultura, rédito, instrucción, etc.) continúan operando en la democracia contemporánea.