Metódica de la psicopatología clínica: clasificación y diagnóstico
 

 

 

Sistemas de clasificación

El debate nosológico constituye uno de los temas clave de la psicopatología desde los orígenes de la disciplina, ya sea para defender diferentes alternativas clasificatorias o para atacar al mismo concepto de clasificación. El movimiento "anti-clasificatorio" tuvo una especial importancia en los años sesenta. Szasz es una de sus figuras más representativas, defendiendo la idea de que las etiquetas diagnósticas no sólo no ayudan a comprender los problemas de las personas con trastornos mentales sino que tienen un efecto negativo sobre ellas debido a que generan previsiones que tienden a cumplirse por sí mismas.

Pese a los posibles peligros que entrañan, los sistemas de clasificación son necesarios en psicopatología, como en cualquier ciencia, por múltiples razones de carácter básico y práctico. Entre los argumentos prácticos que avalan la necesidad de las clasificaciones de los trastornos mentales Kendell (1988) destaca dos: la necesidad de comunicación y su capacidad para formular pronósticos. Cuando diferentes clínicos comparten un mismo sistema nosológico, pueden comunicarse de manera eficiente puesto que precisan pocos datos para transmitir mucha información. Una etiqueta diagnóstica está comunicando una forma de inicio, unos síntomas probables, unas posibilidades de tratamiento, etc. Por otro lado, las nosologías compartidas permiten establecer grupos relativamente homogéneos de sujetos en la investigación, facilitando así la replicación de las experiencias. Así mismo, al situar al paciente en un grupo es posible prever en cierta medida el curso más probable que seguirá el trastorno y prestar atención a factores futuros que, de otra manera, podrían ser pasados por alto (Meehl, 1959).

La continuidad del debate sobre los sistemas de clasificación en psicopatología muestra que los problemas que aparecen cuando se intenta establecer alguno en particular son muchos. Los hay de tipo metodológico, otros derivan de las diferencias entre las alternativas teóricas existentes, y otros, finalmente, son de orden práctico (Jarne, 1989). Entre los requisitos de una nosología adecuada Musso (1970) destacaba su discriminabilidad, la exactitud en las definiciones, la exclusividad de las categorías, y la exhaustividad. Blashfield y Draguns (1976), por su parte, propusieron cuatro criterios de evaluación de los sistemas clasificatorios:

A estas condiciones habría que añadir la fiabilidad entre ocasiones o estabilidad temporal de los diagnósticos.

Cuando se han intentado evaluar diferentes sistemas clasificatorios con los criterios anteriores, los resultados no han sido siempre positivos. McGuire (1973) y Ullman y Krasner (1975), por ejemplo, encontraron que el grado de acuerdo entre diferentes diagnosticadores no sobrepasaba el 80% para categorías amplias como psicosis o neurosis, disminuyendo notablemente cuando se emplean categorías más específicas (entre el 38% y el 63%). Zubin (1967) también encontró un mejor cumplimiento de otra condición, la estabilidad, en categorías generales que en específicas. Tampoco Frank (1975) encontró resultados alentadores sobre validez predictiva; y lo mismo puede decirse respecto a la validez descriptiva tal como fue evaluada, mediante análisis factorial, por Lorr et al. (Jarne, 1989).

Una clasificación médica es un sistema de agrupación de entidades clínicas, basado en criterios como la sintomatología similar, la coincidencia de órganos afectados o las secuencias fisiopatológicas comunes (Alarcón, 1995). Fundamentándose en tales sistemas clasificatorios, el diagnóstico permite asignar la etiqueta correspondiente a la condición clínica de un enfermo a partir de la observación de sus características clínicas y de otros tipos de información procedente de diversas fuentes. Los conocimientos disponibles sobre esa etiqueta permitirán, a continuación, formular hipótesis etiopatogénicas, orientar la elección del tratamiento más adecuado y elaborar un pronóstico. La relación entre las hipótesis etiopatogénicas y el diagnóstico es dialéctica; en algunos casos la observación clínica sugerirá un posible diagnóstico que habrá que confirmar analizando la etiología del trastorno, en otros ésta será accesible en primer lugar y determinará directamente el diagnóstico. Hasta fechas muy recientes la nosología psiquiátrica se encontraba en una situación confusa, dada la proliferación y coexistencia de múltiples sistemas taxonómicos, muchos de ellos con escaso respaldo estadístico o científico (Stengel, 1959). La octava edición de la sección de trastornos mentales de la CIE, promovida por la OMS, contribuyó a iniciar una cambio en esta situación a partir de su publicación en 1968.

En la actualidad, el capítulo V (trastornos mentales) de la CIE-10 incluye 11 secciones que corresponden a trastornos: orgánicos, debidos al consumo de sustancias psicoactivas, esquizofrénicos y esquizotípicos, afectivos, neuróticos y relacionados con el estrés, asociados con trastornos fisiológicos y factores físicos, de personalidad, retraso mental, del desarrollo psicológico, de inicio en la niñez y la adolescencia, y no especificados. Las 30 categorías diagnósticas presentes en la CIE-9 han pasado a ser 100 en la CIE-10, agrupando un total de 329 entidades clínicas.

La Asociación Psiquiátrica Americana desarrolló en Estados Unidos, a partir de la segunda mitad de nuestro siglo, intentos paralelos a los de la OMS para la elaboración de una taxonomía psiquiátrica fiable. El primer Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-I), que apareció en 1952, no utilizaba criterios diagnósticos operativos y estaba impregnado de influencias psicoanalíticas. El mismo año en que la OMS publicaba la CIE-8 (1968) aparecía el DSM-II, pero un marcado cambio consistente en la adopción de un enfoque nosológico más objetivo y pragmático no se producirá hasta la publicación del DSM-III (1980); para ello se abogó por un ateoricismo descriptivo y por la utilización de criterios diagnósticos operativos. Así mismo, se introdujo el diagnóstico multiaxial, con el que es posible no sólo dar cuenta del trastorno clínico principal sino también de posibles trastornos de personalidad, condición física, acontecimientos estresantes y evaluación global del funcionamiento del paciente durante el último año. Con todo ello se pretende considerar conjuntamente tanto los aspectos biológicos como los psicológicos y sociales del paciente. El éxito incuestionable en la difusión del DSM-III mejoró enormemente la comunicación precisa entre los profesionales de la salud mental, aunque no por ello ha dejado de ser objeto de crítica. Se ha criticado, por ejemplo: que su pretendido ateoricismo no es tal, puesto que hay presupuestos teóricos como los que determinan la selección de criterios diagnósticos; que el consenso entre expertos no es un procedimiento científico; que el enfoque categorial no es el más adecuado pora determinados trastornos como los de personalidad; que se ha primado la fiabilidad sobre la validez, etc. En 1987 aparece la revisión del DSM-III. El DSM-III-R incorpora 74 modificaciones respecto a su predecesor.

En 1994 la APA publica la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV). En comparación con la CIE-10, el DSM-IV da mayor operatividad a sus criterios diagnósticos y, por otra parte, presta mayor atención a detalles como los criterios de exclusión. La CIE-10 utiliza un estilo más narrativo, por lo que su utilización aparenta mayor flexibilidad y tolerancia al clínico. Ambos sistemas clasificatorios, no obstante, parten de la voluntad de alcanzar un alto grado de ateoricismo que facilite su aceptación por parte del mayor número de profesionales.

El DSM-IV contiene 366 categorías diagnósticas, 74 más que el DSM-III-R. Dada la heterogeneidad existente aún dentro de una misma categoría diagnóstica, el clínico tiene la posibilidad de especificar un poco más las características fenomenológicas de un paciente mediante la explicitación de un subtipo. Pueden hacerse constar, por ejemplo, distintos subtipos de trastorno delirante en función del contenido de los delirios; en este caso, los subtipos definen grupos fenomenológicos mutuamente excluyentes. También es posible concretar el diagnóstico mediante categorías no mutuamente excluyentes, como la que se emplea cuando se hace constar que una fobia social es generalizada, o que un trastorno depresivo mayor cursa con síntomas melancólicos (APA, 1994).

Otros aspectos que se pueden especificar en el diagnóstico son los relativos a la gravedad y al curso evolutivo del trastorno. En el DSM-IV se califica como leve, moderado o grave un trastorno en función del número y la intensidad de los síntomas y del deterioro social o laboral a que dan lugar. Así mismo, se puede informar acerca de si el curso evolutivo se encuentra en una fase de remisión parcial o remisión total, o incluso reconstruir la historia de los criterios cumplidos por el trastorno en un paciente ya recuperado (p.ej. el diagnóstico "trastorno de pánico con agorafobia, historia anterior", vendría a decir que la persona a quien se aplica sufrió anteriormente tal trastorno pero que ahora ya está recuperado (o bien que ahora cumple los criterios de otro trastorno diferente). Puede presentarse la posibilidad de que tras un período de tiempo en remisión total o parcial, el paciente desarrolle ciertos síntomas propios del trastorno que había remitido, pero sin alcanzar los criterios exigidos para su diagnóstico. En tal caso, dicho trastorno puede diagnosticarse como provisional o actual, aun antes de haber cumplido todos los criterios, si el clínico cree que los síntomas constituyen un nuevo episodio de un trastorno recurrente (APA, 1994).

En los casos en que sea necesario especificar más de un diagnóstico, ya sea en uno o en varios ejes, puede constar la calificación de "diagnóstico principal" para el trastorno que haya sido responsable principal del ingreso hospitalario, o la calificación de "motivo de la consulta" para el trastorno más importante que justifica la asistencia ambulatoria.

Especificar un diagnóstico quiere decir informar que se ha detectado un conjunto de signos y síntomas suficientes para establecer la presencia de un trastorno determinado (Widiger y Trull, 1991). Los sistemas clasificatorios más utilizados en la actualidad, como los de la APA, pretenden servir al propósito de diagnosticar y, a la vez, al de definir los trastornos, es decir, describir sus características fenomenológicas. Tal propósito es razonable si las características fenomenológicas óptimas para definir un trastorno son las mismas que las características fenomenológicas óptimas para identificar su presencia (Morey y McNamara, 1987; Widiger y Frances, 1987), lo cual ocurre cuando se interpretan los criterios diagnósticos como definiciones operacionales de los trastornos. En realidad los sistemas diagnósticos no son documentos científicos, sino convenciones sociales (aunque basadas en documentos científicos) que intentan ser útiles para resolver necesidades de muy diversa índole: clínicas, forenses, etc. (Frances et al., 1990). Esa diversidad de necesidades a resolver representa un problema importante, puesto que difícilmente unos mismos criterios diagnósticos pueden ser óptimos para todas ellas. La consideración de la utilidad de los sistemas diagnósticos se aborda de manera implícita en el trabajo clásico de Robins y Guze (1970) sobre validez diagnóstica.

El interés por el estudio de la validez de los sistemas diagnósticos comenzó tras la publicación de la ICD-8 (OMS, 1967) y del DSM-II (APA, 1968), al ser éste criticado por la vaguedad en la definición de las categorías (Spitzer y Wilson, 1975). Ambos sistemas diagnósticos confluían en criterios y estructura, por lo que muchas de las objeciones que se hacían al DSM-II eran también extensibles a la CIE-8. Robins y Guze (1970) propusieron la aplicación a los diagnósticos clínicos de los conceptos psicométricos de fiabilidad y validez, con la finalidad de facilitar el desarrollo de un sistema de síndromes claramente diferenciados. Para ello se hacía necesario, en primer lugar, explicitar y especificar los criterios diagnósticos de cada uno, tarea abordada por Feighner, Robins, Guze, Winokur y Woodruff en 1972, con los criterios Feighner, y por Spitzer, Endicott y Robins en 1975, con los "Research Diagnostic Criteria" (RDC), extendiéndose posteriormente a un número más amplio de trastornos mentales en el DSM-III (APA, 1980). Estas publicaciones supusieron la base del denominado movimiento neokraepeliniano (Klerman, 1986), que todavía lidera la APA en la actualidad, formado inicialmente por Robins, Winokur y Guze, y al que se fueron sumando Klein, Spitzer y otros autores progresivamente.

Además de la adopción de criterios explícitos y específicos para el diagnóstico de los trastornos mentales (si se quiere, de definiciones operacionales de los mismos), el DSM-III aportó otras novedades, entre ellas la introducción de los denominados ejes diagnósticos. El diagnóstico multiaxial suaviza en cierta medida la ruptura que el DSM-III hubiera podido suponer respecto a los sistemas anteriores. Pese a su pretendido ateoricismo, el DSM-III acercó la psiquiatría a la medicina al definir los trastornos mentales como categorías discretas, restando con ello importancia a enfoques dimensionales alternativos, más cercanos a la psicología, que se hallaban presentes de manera más o menos implícita en los sistemas anteriores. Mediante la posibilidad del diagnóstico multiaxial, no obstante, se ofrece la posibilidad de dar simultaneamente etiquetas categoriales (ejes I, II y III), para establecer la presencia de trastornos mentales, trastornos del desarrollo y la personalidad, y trastornos médicos generales, así como valores dimensionales (ejes IV y V), para cuantificar la influencia de factores ambientales de estrés y el nivel de adaptación del sujeto al entorno. Tal solución de compromiso, sin embargo, no ha sido aceptada de manera general, discutiéndose en la actualidad intensamente acerca de la idoneidad de la consideración categorial de los trastornos correspondientes a los ejes I y II (McReynolds, 1989; Grove y Andreasen, 1989; Eysenck, 1987; Cloninger, 1987; Costa y McCrae, 1990; Crow, 1986; Livesley et al., 1994). En el tema de la personalidad, por ejemplo, tal vez se obtendría más información conociendo la puntuación de un sujeto en el contínuo de cada una de una serie de dimensiones básicas; no obstante, ello plantearía el problema de dónde colocar el punto de corte entre la normalidad y la anormalidad. Este problema, además, se complica por el hecho de que una puntuación extrema en una dimensión dada no siempre supone consecuencias desadaptativas para el individuo, incluso puede favorecer tal adaptación.

También es objeto de acaloradas discusiones en la actualidad la conveniencia de situar a los trastornos mentales y a los trastornos de personalidad en ejes diagnósticos separados. Existen tanto componentes genéticos y biológicos como sociales para ambos tipos de trastornos (p.ej. Kendler y Hewitt, 1992; Siever y Davis, 1991; Coyne y Downey, 1991), por lo que diferenciar ambos basándose en la distinción entre una pretendida etiología biológica de los trastornos mentales y el resultado de experiencias sociales adversas durante el desarrollo para los trastornos de personalidad (Blashfield, 1984), es cuestionable. Así mismo, se ha argumentado que los trastornos mentales se caracterizan por una intensidad y duración variables, mientras que los trastornos de personalidad son más estables (Spitzer y Williams, 1985), pero una gran cantidad de trastornos codificados en el eje I muestran tanta estabilidad como los trastornos de personalidad (la distimia, la esquizofrenia, el trastorno de ansiedad generalizada, etc.). Todo ello ha llevado a algunos autores (p.ej. Livesley et al., 1994) a proponer que los trastornos de personalidad deberían clasificarse en el mismo eje que los trastornos mentales, reservando el eje II para la especificación de los rasgos de personalidad. Más adelante se tratará este tema con mayor extensión.

Otro aspecto introducido por el DSM-III fue la aplicación del principio de parsimonia en el diagnóstico. Esto quiere decir que siempre que sea posible se diagnosticará un único trastorno mental capaz de explicar todos los datos disponibles (Lemos, 1995). Tal objetivo se materializa en una estructura diagnóstica diferencial jerárquica mediante la que la presencia de un trastorno en un nivel dado de la jerarquía excluye los diagnósticos de niveles inferiores. Esa estructura diagnóstica jerárquica, ya propuesta por Jaspers (1962), no acaba de ajustarse sin embargo a los datos empíricos que demuestran cierta tendencia a la co-ocurrencia de trastornos (Boyd et al., 1987). Este esquema jerárquico se dibujó en el DSM-III a partir de los denominados criterios de exclusión, mediante los que se intentaba evitar formular determinados diagnósticos cuando sus cuadros sintomatológicos se presentaran junto con otros que constituyeran una categoría diagnóstica de la que pudieran considerarse características asociadas (por ejemplo, el trastorno de pánico no podía ser diagnosticado si era "debido" a depresión mayor). Muchas de las reglas de exclusión fueron eliminadas posteriormente en el DSM-III-R (APA, 1987), pero otras permanecieron. La principal razón argumentada para mantener los criterios de exclusión es que el trastorno secundario no necesita ser foco de atención en el tratamiento, puesto que probablemente remitirá cuando sea tratado con éxito el trastorno primario; en la practica, sin embargo, su presencia requiere una adaptación del tratamiento (Widiger y Trull, 1991).

Actualmente la confluencia entre los sistemas clasificatorios de la OMS y de la APA es notable, y son más las semejanzas que las diferencias entre ellos. Existen, sin embargo, algunas diferencias remarcables (Lolas, 1993):

Para incorporar los resultados de la investigación empírica en el DSM-IV se realizaron más de 150 revisiones sistemáticas de la bibliografía sobre diagnósticos clave, más de 40 reanálisis de conjuntos de datos ya existentes para resolver interrogantes que no tenían respuesta en la literatura publicada, y 12 ensayos de campo (incluyendo más de 6.000 sujetos en más de 70 lugares diferentes) en los que se compararon los cambios propuestos para el DSM-IV con los criterios del DSM-III, los del DSM-III-R y los criterios de investigación de la CIE-10 (Frances, First y Ross, 1995).

La evolución de los principales sistemas clasificatorios de los trastornos mentales se ha caracterizado por la búsqueda del incremento de la fiabilidad de los diagnósticos que se realizan con ellos, para lo cual se ha progresado desde las descripciones prototípicas iniciales hasta definiciones operacionales con las que se explicitan criterios específicos para la decisión de la presencia de un determinado trastorno. No obstante, algunos criterios utilizados no han alcanzado todavía un nivel de especificidad suficiente, requiriendo por ello el concurso de una excesiva subjetividad en el juicio del clínico. Esto se puede constatar de manera especial en los trastornos de personalidad, pero es también aplicable a gran cantidad de trastornos del eje I en los que aparecen criterios formulados a partir de términos como "persistente", "la mayor parte del tiempo", "importante", "marcado" (Grant, 1989). No cabe duda, sin embargo, de que la fiabilidad de los diagnósticos actuales se ha incrementado notablemente (Spitzer y Fleiss, 1974; Grove, 1987), pero en muchas ocasiones una alta fiabilidad no conlleva necesariamente (o incluso afecta negativamente a) una alta validez (Frances et al., 1990). Una alta especificación de los términos empleados en los criterios diagnósticos conduce a distinciones en cierta medida arbitrarias; la operacionalización así realizada puede en consecuencia dificultar una representación adecuada del constructo que se intenta definir. Es por ello que cabe predecir, junto con la continuación de los estudios sobre fiabilidad, un incremento notable en el futuro de los estudios sobre la validez de los sistemas diagnósticos, con la finalidad de mantener un equilibrio necesario entre los dos requisitos imprescindibles de cualquier sistema de medida o clasificación.

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