Reloj y redundancia

Jordi Vernis

Lo que intento decirte es que la redundancia es un vehículo de lo real. Una pared de “mármol, mármol” o un tabaco “americano, americano” relatan lo genuino de un objeto. De otra manera éste podría estar constituido por imitaciones, ya sea a causa del abaratamiento de materiales o de la importación de productos más competitivos. Es
una garantía: la repetición parece que comporte cierta invocación de los atributos del referente. Como en esa suerte de dicción mágica a partir de la cual al decir el nombre de algo ese algo se manifiesta, renace -o al menos eso mantenían los antiguos egipcios.

Detrás de ese deseo mágico opera la promesa de una identidad en los objetos. Que creías ¿Que lo material se libraba de los embrollos de la identidad? Se trata de una identificación entre apariencia y estructura. Que algo no sea distinto a lo que debe ser. Porque un objeto puede constituirse por elementos que solo parecen y que por lo tanto no desarrollan nada con propiedad ni con contundencia. Que no haya en ellos finalmente una composición compacta, de bloque.

Llama la atención que en el ámbito de lo que llamamos “crítica” es usual referirse a según qué producciones artísticas como atemporales -seguro que lo has leído alguna vez-, precisamente porque tienen la virtud de no poseer características muy definidas. Ni por fuera ni por dentro. Pese a poder mostrar con claridad los atributos que las componen nada les es totalmente definitorio. Esto hace que sea difícil hartarse de ellas porque propiamente no se han comprometido con ningún modo de proceder muy codificado ni propio de ningún tiempo presente, ninguna moda o tendencia. Sea el presente que les es contemporáneo o el momento desde el cual se revisa.

Pero ¿Tiene algo que ver lo temporal en la constitución de un objeto, más allá de lo formal y material?

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Un material debe acomodarse a algo que le corresponde. La relación entre forma y contenido o entre materia y forma es algo que siempre ha preocupado a la teoría del arte y a los referentes de la estética. Por ejemplo, los críticos con las distintas ramas del modernismo (Art nouveau, Sezession, Jugendstil) se sorprendían de muchas de las propuestas decorativas que estas ofrecían, usando el hierro como material propio de su presente industrial pero para hacer con él, no obstante, figuras vegetales. Sabes a lo que me refiero, lo has visto muchas veces en sus balcones, o en sus pies de lámpara. Y preguntaban ¿A un material nuevo no le corresponden acaso temas y motivos nuevos?

Es habitual dentro del arte contemporáneo examinar los mecanismos que permiten al diseño, la arquitectura y la ingeniería explotar un material hasta convertirlo en algo falso o inadecuado. El escultor David Bestué recientemente ha reflexionado de forma precisa sobre ello:

Lo ornamental también forma parte de la historia de las estructuras y suele aparecer
cuando se domina técnicamente el material, pero también en las épocas de riqueza. Los
años “bobos” cíclicos repercuten en el uso de los materiales y las formas, que se
expanden y retuercen hasta el colapso. Pasó durante la Restauración borbónica,
cuando la influencia de la torre Eiffel llenó las capitales de provincia españolas de
templetes de música, miradores, y coups de fouet; en la década de 1920, con el art
déco y la escayola aerodinámica; en la de 1950, con las nuevas estructuras metálicas
de las iglesias y las gasolineras; en la de 1960, con el hormigón pastoso y el
pretensado; en la de 1980, con el neobarroco hortera y sus juegos ópticos, y en la
primera década del siglo XXI, con las estructuras paramétricas y dislocadas. En todas
esas épocas el desarrollo estético ha sido posible gracias a la evolución técnica y
material. En muchas obras cuesta trabajo separar la estructura de lo aparente. Sucede
también en nuestras viviendas (paredes maestras y vigas ocultas entre el pladur y los
falsos techos).

[Bestué, 2015, p.28]

Esconder atributos, reciclar recursos, aparentar innovación. Es algo que nos es familiar y recurrente. Especialmente ahora, en una época donde la construcción se enmarcan en un escenario de capitalismo global. Una de las acepciones de lo que tradicionalmente llamamos Kitsch es la que hace derivar etimológicamente este vocablo del verbo kitschen: hacer muebles nuevos a partir de los viejos encontrados en la basura.

Y sí, resulta que algo que caracteriza los productos llamados Kitsch es que la preocupación por subrayar cierto carácter (lo nuevo, de manufactura reciente) muestra precisamente la trampa, la mentira. Tanto más kitsch -hortera, falso, cursi- son cuanto más nuevos se esfuerzan en parecer. En un momento de la fantástica charla que Fernando Castro y su hijo Ernesto dedicaron a este tema en Fabra & Coats, Barcelona (2015), consideraron el Surrealismo como uno de los fenómenos culturales más genuinamente Kitsch. Y lo resumieron en una frase que hacía referencia a la prosa de André Breton: “Cuando quieres tener un gran estilo pero lo que produces es una parodia de ese gran estilo que pretendes”.

Para expresarlo con una fórmula que muestre la importancia temporal en este asunto: tanto más kitsch parece algo cuanto más dependiente es de unos códigos muy propios de un momento cronológico específico. Kitsch es aquello que potencialmente tendrá una disputa con el presente, el que es contemporáneo al objeto kitsch o a cualquiera por venir. Algo de esto hay en la consabida fórmula de Hermann Broch a la hora de definir esta categoría:

La limitación del sistema es algo que no puede pasarse por alto, y como esta limitación
constituye la condición ineludible del kitsch y, al mismo tiempo, debe su existencia a la
específica estructura del romanticismo, esto es, la erección de lo terreno en lo eterno.

[Broch, 1970, p. 17].

Hablábamos al inicio de esa preocupación por la repetición, la redundancia. Podría pensarse que lo kitsch es esa atemporalidad -eternidad- liviana, aquello que no refuerza ningún elemento de los que le caracterizan. Sin embargo es la voluntad de redundancia lo que también caracteriza al kitsch. La música que suena demasiado a un estilo particular anclado en una época -temporalidad-, por ejemplo. Todo esto lleva a uno de sus efectos más comunes: el hartazgo o el aburrimiento. La cuestión, y esto es lo que quería contacte, es que hemos llegado a un punto donde nada en particular define lo kitsch por encima de otra cosa. Harta lo atemporal y lo arraigado a una época, moda o estilo. Harta lo decorativo y también lo meramente funcional. Lo he comentado contigo alguna vez antes, nos harta el buen gusto y el mal gusto sin distinción.

Seguramente lo kitsch es la categoría estética que más fielmente representa la ambivalencia contemporánea de lo inadecuado. Ya sabes, parte de las cuestiones relacionadas con lo kitsch nacen precisamente de la intrusión de los géneros más banales o poco significativos en el campo del arte y la literatura de tal forma que se ve amenazada cierta jerarquía entre la alta y la baja cultura. Esto, pero, ha llegado quizás a tal punto de ambigüedad -y de agotamiento- que hoy no encontramos salvación en ninguno de los dos ámbitos. Nos harta la homogeneidad y también el pastiche, presentes tanto en las producciones más insignificantes como en la denominada alta cultura.

*

Ambigüedad semiótica y cultura homogeneizada. Si buscáramos un símil de eso mismo en el lenguaje que usa el diseño o la arquitectura, deberemos atender al estándar, especialmente tal como es usado en la construcción. El estándar elimina la diferencia, homogeniza formas, economiza recursos y permite imitar soluciones que sean consideradas de éxito en una parte del planeta replicándolas en otra. Al igual que el souvenir, garantiza el cumplimiento de unas expectativas estándar que no deben ser defraudadas pero, como ese mismo souvenir, a cambio consigue un tipo de placer banal que no conlleva nada más que aburrimiento. De nuevo, palabra de escultor:

En el ámbito material, la tecnificación me fascina porque la veo profundamente
ideológica: los materiales estándar han transformado los lugares, los han indiferenciado.
Sentimos el mismo tedio en una autopista gallega que en la ronda de circunvalación de
Alicante. Cuando paseas por Murcia o L’Hospitalet y ves los mismos materiales
constructivos, las mismas zonas industriales o las mismas tiendas de Inditex, no puedes
evitar pensar que algo va mal. El triunfo de lo estándar también ha afectado a lo que
esperamos del lugar y ha abierto la puerta a lo banal: las placas de falsa piedra de
poliuretano en las tascas de extrarradio, los budas de plástico, las esculturas de
rotonda, los puentes sobredimensionados…. Pero también la corrupción generalizada,
la desidia, la falta de una imagen común del pasado.

[Bestué, 2015, p.25]

Esas grandes estructuras -puentes, desembocaduras, rotondas- rubrican otro de esos atributos del kitsch que es lo abrumador, sobrecargado, «alicatado» (en palabras del propio Castro en esa charla que mencionábamos). No sé tú, pero yo añadiría lo redundante y uniforme. Lo kitsch busca la contundencia de lo que llena, sin que siempre deba representarse ese llenar con el horror vacui de lo repleto.

No me alargo mucho más, te lo prometo. Solo quiero añadir que este aburrimiento, esta uniformidad también tiene un origen temporal. Esas grandes infraestructuras que describe Bestué, ese estándar desnaturalizado, obedece también a un tiempo desnaturalizado -como el de esos robots, esos artilugios mecánicos que tanto te gustan: los relojes-. Vivimos en el tiempo de las grandes planificaciones, plenamente establecido en la actual sociedad post-industrial.

Esta temporalidad se caracteriza por una logística dedicada a la planificación exhaustiva de una acción (un evento, una compra, una producción, una clase) en base a la necesidad de eficiencia y ahorro de gastos, que impone un tiempo muerto desproporcionado para prepararla. Drenamos el tiempo de los momentos en que efectivamente algo se llevaría a cabo, sacrificándolo en aras de la planificación. Un tiempo muerto, homogéneo. Un “tiempo, tiempo” que requiere al igual que los materiales nobles de la ausencia de mezcla. Por lo tanto, que no haya destellos de espontaneidad, ni tampoco improvisación ni imprevistos.

El Kitsch es un terror en relación al tiempo. Los problemas que genera no tienen que ver solo con lo visual. Sí, sé que es una imagen muy manida la que recuerda Benjamin sobre esa excentricidad de los revolucionarios franceses de 1848 que en la calle disparaban a los relojes. Pero recuperarla supone un reto. ¿Qué alegoría, qué imagen didáctica nos queda para imaginar lo que supondría acabar con ese tiempo muerto, ese tiempo-kitsch; en un momento como el actual donde cada vez hay menos relojes en los edificios y en zonas exteriores, visibles en el espacio público?

(No me digas que no te habías fijado en eso).

Barcelona, 13 de Mayo de 2021

Bibliografía

Bestué, D.; Realismo. Institut de Cultura de l’Ajuntament de Barcelona / Folch Studio. Barcelona. 2015.
Broch, H.; Kitsch, vanguardia y el arte por el arte, Ed. Tusquets, Barcelona. 1970.