DAR EXAMEN (II)

Hace unos días un conocido se aferraba a la idea según la cual su asistencia a un curso de acceso universitario para mayores de 25 años tenía como objetivo ponerse a prueba mediante la realización del examen oficial. En su actitud parece pasarse por alto que el examen lo pone el sistema educativo al servicio de la norma reguladora y que, por tanto, no responde a un antojo individual, razón por la que tal vez sea preferible no dejarse llevar por la falsa o inocente creencia según la cual el examen lo pone uno mismo.

Si eso fuera así entonces ¿porqué copiar? ¿porqué realizar la prueba mirando los apuntes de soslayo?

Miren, no es esta una cuestión moral, me parece perfecto que los alumnos copien, precisamente porque se encuentran obligados a realizar esos exámenes, en su mayoría, infumables; el problema radica en confundir el ponerse a prueba con el pasar la prueba: ¿se imaginan a un monje que únicamente se entregue a la realización de ejercicios ascéticos cuando se siente vigilado?

La diferencia entre ponerse a prueba y un examen podría ser la siguiente: mientras que la primera goza de la voluntad de un individuo que desea ejercitarse para conocer sus límites, la segunda, responde a la tarea encomendada por la voluntad general a la que el examen representa; cuestión que consiste en discriminar y dictar la aptitud o no en base a una norma. En definitiva, que el examen es un regulador.

Si apruebas, eres apto y por ende, puedes acceder a la universidad, de lo contrario te quedas fuera; ese es el resultado que se obtiene del examen en cuestión.
No es de extrañar que el objetivo de dicha prueba de aptitud sea un cedazo a través del cual permitir adscribir un sujeto a la normalidad, sobre todo no lo es, si atendemos a la siguiente curiosidad:

se denomina examen a la aguja que, en el centro, indica el peso de la balanza y equilibra los platillos. (San Isidoro de Sevilla. Etimologías. Madrid: B.A.C. 2004 (p, 1145).

Si dejamos de lado al santo y dirigimos nuestros pasos al libro Vigilar y castigar, en él encontramos que casualmente, el autor escribe sobre el examen en un capítulo titulado “Los medios del buen encauzamiento”. También en dicha obra se atribuye como objetivo del nacimiento del examen, el erigirse como una más entre otras técnicas al servicio de la jerarquía que vigila y a las de la sanción que normaliza.

Y, no, no creo que haya que demonizar a los exámenes, en ese punto también estoy de acuerdo con el autor:

Hay que cesar de describir siempre los efectos de poder en términos negativos: “excluye”, “reprime”, “rechaza”, “censura”, “abstrae”, “disimula”, “oculta”. De hecho, el poder produce; produce realidad. Michel Foucault. Vigilar y castigar. México: Siglo XXI editores, 2001 p, 198).

Que nadie se confunda, los exámenes son necesarios, gozan de una clara intencionalidad: marcar la norma; lo que Foucault califica como producir realidad.

En todo caso podría aceptar que uno se pusiera a prueba mediante una prueba calcada de la original pero cuya nota no tuviera valor oficial, dado que entonces, sí queda claro que uno se plantea un reto a sí mismo, se ejercita, practica…
Lo más curioso es que la explicación que esgrimía mi conocido provenía de la desmotivación que sentía al realizar los exámenes sin repercusión oficial (pese a ser calcos de éste), cosa que pretendía utilizar, supongo, para justificar su suspenso.

En algunos casos confundimos la ascesis con la penitencia; si no que vengan y se lo expliquen a un amigo que lleva un tiempo más que prudente conduciendo moto y ahora por motivos varios está obligado a presentarse una y otra vez a… ¿cómo llamarlo? ¿a su ascesis?

No, no, llamémoslo por su nombre: a examen, es decir, a pasar por el aro, menuda penitencia…

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