De un tiempo a esta parte cada vez que, ya sea en una sala de conciertos o en una grabación de video, asisto a la interpretación de una pieza musical por una orquesta, experimento una emoción que desconocía. La primera vez que la sentí pensé que era un efecto de la música, pero muy pronto, al repetirse, comprendí que se debía a otra cosa. A lo largo de los años he tratado de formar mi espíritu en una cantidad considerable de curiosidades y saberes no siempre útiles o coherentes entre sí, pero todos ellos gozosos para mí. Tanto como me ha disgustado enseñar, he disfrutado aprendiendo. Sin embargo, por desgracia no he conseguido hacerme con una formación técnica musical, de modo que la música es para mí puro y elemental goce dionisiaco. Por consiguiente, aquella emoción desconocida, si no venía generada por la música tenía que ser el signo inequívoco de que mi alma se estaba haciendo vieja y ya no era capaz de escapar al progresivo y fatal deterioro del cuerpo que la aloja.
Comoquiera que sea, por mera asociación, acabé por admitir que simplemente me emocionan las orquestas lo mismo que me conmueven otras acciones colectivas que los humanos realizan mancomunadamente, en grupo, como los desfiles o las grandes ceremonias y los ritos solemnes. También me emocionan los rascacielos, porque inevitablemente me hacen pensar en la multitud de voluntades y sueños individuales que se han coordinado para elevarlos.
¿A qué puede deberse esta emoción? Una orquesta sinfónica que interpreta una partitura lleva a cabo una labor enormemente compleja. Cada miembro de la orquesta actúa por separado pero no está previsto que su acción se desentienda de las demás. Por fuerza, la ejecución de cada uno de los instrumentos ha de estar “orquestada” y en armonía. Por otra parte, las secciones que componen los instrumentos de la orquesta han de corresponderse entre sí con precisión de tal modo que sus respectivos tempi han de estar coordinados para sonar en común. Ninguno de ellos puede robar protagonismo a los demás, salvo que así lo haya dispuesto el compositor, o lo determine alguna veleidad del director de orquesta. Recuerdo aquella ocasión en que asistí a una performance de Sergiu Celibidache al frente de la Filarmónica de Munich, en el Auditorio de Madrid. Celibidache hizo sonar los acordes iniciales de la primera sinfonía de Brahms durante un lapso que me pareció una eternidad. Su artimaña obligaba a una distentio animi en la experiencia musical, lo que me hizo descubrir una resonancia que nunca antes había escuchado en el muro de sonido que abre el primer movimiento de la pieza de Brahms que, desde ese momento, ya no fue la misma partitura.
Un director puede manipular la emoción del público de muchas maneras, pero ver trabajar a una orquesta es emocionante en otro sentido. No es el capricho de un director, sino la constatación in actu de que asistes a una acción en común; mejor dicho, al empeño de una acción llevada adelante por un grupo abigarrado de simios inteligentes y sensibles que hacen sonar sus instrumentos para producir algo intangible: una cosa nueva y efímera que no estaba allí ni volverá a darse del mismo modo. Un objeto inmaterial del que ninguno de ellos, por separado, puede sentirse responsable y que, no obstante, es una obra de todos.
La acción en común por supuesto que no es algo exclusivo de las orquestas. La realizamos todos y todo el tiempo, tanto si lo sabemos como si no, pero solo en muy pocas ocasiones se pone ante nuestros sentidos de forma tan incontrovertible e intensa. La mayor parte del tiempo los individuos niegan o esconden su vida en común y en cambio caen seducidos y abrazan todas las ideas y representaciones, buenas y malas, que estimulan su insaciable egoísmo. El individualismo contemporáneo, la autonomía moral, la imaginación poética y la experiencia estética, no por casualidad son experiencias singulares. O ese cuidado de uno mismo que las ideologías vulgares acostumbran a llamar autoestima y que hoy en día los individuos no solo invocan a menudo sino que incluso se permiten medir en media, alta o baja, según su estado de ánimo o su humor, para autodiagnosticarse. Como esa tantas otras baratijas conceptuales que ponen a un lado nuestra acendrado gregarismo. Niegan una evidencia histórica y ancestral: que los humanos somos un ser génerico, como afirmaba Karl Marx, que somos y actuamos en comunidad y rebaño.
La orquesta es emocionante porque, al verla trabajar, es fácil observar cómo cada uno de sus miembros se concentra en su ejercicio, comprometido y ausente en su pequeña mónada, aferrado a su instrumento y no obstante consciente de la entrega a una acción en común que resulta única, pues consuma el milagro de la totalidad y la forma, el eco circunstancial de una armonía que cada uno de ellos produce por separado y que, sin embargo, los mantiene amarrados y confundidos en uno.
Como la especie a la que pertenecen que –pocos de ellos lo saben– los hará inmortales.