Cada vez que hago una compra cualquiera, es decir, cada vez que hago mía una cosa por el procedimiento que sea, tengo la sensación de haber llevado a cabo una operación que entraña una complicada acción simbólica.
Reconozco que la fórmula “acción simbólica” suena bastante torpe, pero no se me ocurre otra manera de describir lo que –en parte– sucede en un contrato de compra-venta, cuando se transfiere la propiedad de un objeto y la cosa pasa de unas manos a otras.
Voy a intentar descomponer la definición para comprenderla mejor. Por un lado se trata de una acción, es decir, de un acontecimiento nuevo, un accidente en el mundo. Y por otro lado, llamarla simbólica simplemente quiere decir que en ella interviene un símbolo: una representación que permite a quien la ejecuta traer a presencia la cosa bajo una identidad que antes no tenía. En suma, el símbolo permite que cambie el estatuto de la cosa en el mundo.
Una compra sirve para hacer valer la propiedad de algo, pero no toda apropiación se sigue necesariamente de un contrato de compra-venta. Por ejemplo, nada me impide escoger un objeto cualquiera y hacerlo mío. La transacción es subsidiaria. Lo principal es que el comprador escoge el objeto y lo hace suyo. El mundo, entretanto, permanece tal cual. Sin embargo, la cosa de la que me he apropiado ya no será la misma. A partir de ese momento trascendente, de ese acto de apropiación, adquirirá una condición que hasta entonces no tenía, pasará a ser mía. De manera pues que la apropiación –que es el símbolo implicado en el acto– tiene de hecho un efecto objetivo puesto que, en términos generales, cuando una cosa pasa a ser propiedad de alguien, los demás individuos reconocen ese cambio de estado, tanto si respetan el nuevo título (símbolo) como si deciden profanarlo, tal como hace el ladrón vulgar. Por consiguiente, la compra de un objeto que media en el cambio de propiedad o en su constitución, explica solamente una parte de lo que realmente significamos cuando nos relacionamos con un objeto como si fuera nuestro.
La cantidad inmensa de cosas que consideramos propias me lleva a pensar, sin embargo, que la apropiación tiene que ser crucial para la constitución de uno mismo. Que yo pueda considerar algo, lo que sea, como mío, o que admita lo que otro considera como propio de él, tiene que tener una enorme relevancia. Desde luego, no puede decirse que sea algo exclusivo de la especie humana pues es harto sabido que hay muchas especies animales, próximas o lejanas a la humana, que tienen un muy arraigado el sentido de la propiedad, aunque solo fuera porque actúan de acuerdo con conductas territoriales; y todo ello sin que medie función simbólica alguna. O sea que si bien entre los humanos el sentido de lo propio y lo ajeno requiere de la mediación de uno o varios símbolos, ni el símbolo ni la función simbólica alcanzan para explicar todo lo que está implicado en la propiedad.
¿Qué es la propiedad de algo?
Hegel examina con algún detalle la índole de la propiedad y el derecho que está relacionado con ella en los parágrafos 489 a 533 de su Enciclopedia (cfr. Hegel, Georg Wilhem Friedrich. Enciclopedia de las ciencias filosóficas: Para uso de sus clases. Edición y traducción de Ramón Valls Plana. Madrid, 1997).
Lo primero que llama la atención en su examen de la propiedad es que Hegel la vincula directamente con la libertad. La propiedad sería la manifestación exteriorizada de la íntima experiencia de la libertad. Y esto porque:
a) Solo desde la consciencia de la libertad propia puede un individuo remontarse por encima de la determinación natural, que le impone tratar a los objetos del mundo como dados según necesidad, es decir, como ajenos (alienos, extraños).
b) Como bien apunta Hegel, solamente un ser que se sabe libre es capaz de investir un objeto como propio, justamente porque también sabe que tanto puede hacerlo como no, que la apropiación de un objeto no es algo a lo que esté obligado.
Por lo tanto, en la propiedad el sujeto libre pone su voluntad en una cosa (§489), la deposita o la inviste, como diríamos hoy en día, con el propósito de hacer más claro en qué consiste la acción simbólica.
(Tentativa, por cierto, que siempre fracasa, porque: ¿qué demonios se quiere decir con “investir” algo?)
Con su reconocida perspicacia, Hegel afirma que en la determinación de una cosa como propia, la libertad subjetiva (abstracta) consigue la recompensa de una mayor concreción, una especie de realización en algo que es más tangible porque está fuera de ella misma. Así es como el sujeto libre llega a reconocerse como tal, al tiempo que viene a ser reconocido por los demás sujetos libres. La cosa poseída funciona como la necesaria mediación de ese reconocimiento, de acuerdo con ciertas marcaciones que están presentes en todos los pueblos y culturas:
* posesión
* elaboración
* señalización
O sea que si bien estas pautas simbólicas se aplican a la cosa, en realidad son hitos de la persona que se ha apoderado de ella.
De acuerdo con este análisis, parece obvio que para la voluntad (y para el deseo) la propiedad no es algo casual o contingente sino, por lo contrario, algo necesario, urgente e insoslayable. La libertad y el sujeto necesitan realizarse en un objeto propio. La voluntad solo puede verse como tal y ser vista por las demás voluntades en el espejo de esa cosa (que ha devenido) propia. Hegel afirma que “en la propiedad la persona está concluida consigo (mit sich zusammengeschlossen)” (§490), es decir, consumada. Antes de la apropiación, la voluntad para sí solo era en potencia pero no en acto. Que algo pueda llegar a ser propio, por consiguiente, no es una eventualidad sino que por fuerza debe producirse: la propiedad de algo es lo que naturalmente le falta al sujeto. De ello se deriva, por supuesto, que el sujeto desee poseer y defienda en todo momento aquello que posee y que todo ello derive en derecho.
Pero –presta atención– la intención de toda esta larga y por momento farragosa reflexión en torno al sentido profundo de lo propio no es volver a fundamentar una teoría abstracta del derecho sino explicar por qué, en el vínculo erótico que suelen establecer los humanos entre sí, donde casi siempre media un acto de posesión, resulta imposible sustraerse al sentimiento de propiedad del objeto amado ni manera de evitar esa terrible desazón que se experimenta cuando una voluntad, que no es la propia, despoja a otra de ese objeto maravilloso en que, por fin, ha logrado depositarse. Con ello no solo se pierde un objeto sino además la ocasión, única e incomparable, de ver a la propia voluntad realizada en otro ser, símbolo de una voluntad autoconsumada.