EL LUGAR DEL TODO

En una oportunidad, durante uno de los pocos simposios en que he participado, asistí a la conferencia de un extraño profesor alemán, de estricta observancia hegeliana. Lo llamo “extraño” porque yo nunca había conocido un hegeliano contemporáneo. Sabía de marxistas y positivistas, pero los hegelianos auténticos me sonaban a especie extinguida, como los hombres de Neandertal, pese a que, si lo pensamos bien, hegelianos somos todos, incluso aquellos que –como aseguraba Paul de Man– ni lo han leído ni tienen consciencia de serlo. Lo que pasa es que las ideas de Hegel, que clausuran la filosofía y la dejan conformada y consumada como un gran castillo de arena que las olas del mar habrán de echar abajo, sufrieron tras la muerte del maestro un proceso de hibridación del que en gran medida es responsable la variada turba de filosofantes hermenéuticos. Masticadas y remasticadas por réprobos y prosélitos, las abstrusas y no obstante luminosas ideas de Hegel han acabado por fundirse con la tradición posterior y ya casi nadie sabe identificarlas, con excepción de los profesores de filosofía, que las conocen y las enseñan aunque no sepan muy bien cómo pensar con ellas. Así pues, a los filosofantes de los últimos dos siglos les pasa como a los que conversan con Sócrates, que conservan en sus respectivas memorias las Formas Eternas, pero ya no las saben apreciar; y cuesta un trabajo enorme recordárselas.

No era el caso del alemán de la conferencia, que era un hegeliano de planta y uniforme. Inequívoco, sistemático, totalizador y total; y un tipo muy simpático. Recuerdo que en su alocución, desarrollada con agilidad entre risas y reflexiones provocativas, ni por un momento se apeó de las alturas del Todo. Quizá por eso me pareció que la conferencia habría de gozar de la complacencia unánime del público, por mucho que las referencias a la filosofía de Hegel hubiesen sido –como no podía ser de otro modo– abrumadoras.

Sin embargo, una vez se hubo abierto el turno para las preguntas, salió a la palestra (nunca mejor dicho) un profesor venido de Oxford que, en un inglés impecable y con voz de barítono, tras acusar al hegeliano de ser poco menos que un charlatán de feria, se puso de pie y dirigiéndose de manera desafiante al público exclamó: “¿Un Todo? ¿Pero quién de ustedes ha tenido alguna vez la experiencia de un Todo?” Por supuesto que nadie le respondió, lo que él aprovechó para añadir con tono de triunfador: “No me sorprende en absoluto, pues el Todo es justamente aquello que no puede ser pensado ya que no es posible tenerlo por objeto. Por consiguiente –agregó– nadie puede seriamente hablar en su nombre.”

Como aquella embestida venía de un representante de la escuela anti-filosófica de Oxford, mi primera reacción fue desconfiar de la objeción, por racional y contundente que fuese, pero enseguida comprendí que, al menos desde un punto de vista muy razonable, el argumento del oxoniano era un torpedo letal a la línea de flotación de la conferencia que habíamos escuchado. En efecto, llámese como se llame el Todo, eso es justamente aquello de lo que no puede haber experiencia porque, en contraste con la totalidad, siempre seremos seres finitos e insignificantes e impotentes. La existencia del Todo, pues, su verdad, solo puede ser una conjetura metafísica o, en el peor de los casos, una esperanza como la que alientan quienes creen en un Dios.

Han pasado varios años pero desde aquella ocasión mis convicciones filosóficas arrastran consigo una constante tensión, que es dolorosa y por desgracia irresoluble. Sigo pensando que las ideas de Hegel son luminosas y, aunque muchas veces no entiendo lo que se quiere decir con ellas, el modo como sus argumentos engarzan unos con otros hasta formar un Todo me proporciona una satisfacción intelectual incomparable. Porque eso mismo es lo que uno espera de la Ciencia. Pero entonces me acuerdo de aquel apóstata de Oxford y me digo que no, que en la totalización sistemática solo habitan el Todo y su sentido como un fantasma y concluyo que no cabe sino buscar otra forma de pensar. ¿Pero cuál? Cualquiera que sea, ya no será filosofía; y entonces para qué.

Me moriré sin haber conseguido resolver este dilema.

Algunas veces encuentro alivio cuando recuerdo aquel pasaje de la Teoría estética de Adorno donde apunta que, según Schelling, la diferencia entre arte y ciencia es que la ciencia es incapaz de ese conocimiento de lo particular que sólo se consigue a través de la sensación (creo que Schelling habla de «intuición sensible»). Por lo tanto, aunque no haya sensación de lo universal y, como es lógico, no pueda decirse que haya experiencia de ello, lo estético asoma, como de costumbre, como recurso de última instancia y piedra de salvación ante el nihilismo.

(Lo mismo que la literatura.)

Y así la apariencia, en forma de una intuición sensible, viene a salvarnos de la verdad, tal como escribió Nietzsche.

Quizá sea posible una experiencia sensible y espiritual de la totalidad, como la que cuenta Rousseau cuando iba camino del castillo de Vincennes, pero seguramente no será la misma experiencia de la que hablaba el profesor de Oxford. En la sensación, estética o no, se nos da tan solo la parte que nos toca de ella, que es nuestro destino (moira), un lugar tan válido como cualquier otro para imaginar el Todo.

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