En términos muy generales, puede decirse que hay dos tipos de teorías: las que cuidan de ser ponderadas y son prudentes; y las extravagantes, que además suelen ser temerarias, pero que cuando aciertan resultan brillantes. Nuestra vida práctica se apoya y se orienta por las primeras; en cambio el conocimiento y el espíritu avanzan por influencia de las segundas.
Gregory Bateson, que fue en su época afamado antropólogo, biólogo, psiquiatra y gurú de la escuela de Palo Alto, es uno de esos teóricos que acostumbran a sorprender al filosofante con alguna extravagancia teórica que a la postre acaba por ser reveladora. A él se debe el único modelo razonable de la etiología de la esquizofrenia, la llamada Double-Bind Theory. Al final de su vida –Bateson falleció en 1980– especulaba sobre la necesidad de armonizar el pensamiento (Mind) y la naturaleza (Nature). Una parte de esa especulación incompleta aparece desarrollada de forma algo confusa en un libro póstumo sobre la epistemología de lo sagrado (!!), que recopiló y editó su hija. (Cfr. El temor de los ángeles: Epistemología de lo sagrado. Barcelona, 1988). El título escogido para esta edición en español es aberrante. En inglés es Angels’s Fear, es decir, “Lo que los ángeles temen” o –puesto que está sacado de la letra de una canción célebre: “Allí donde los ángeles no se atreven a entrar”; es decir, un territorio inquietante, prohibido.
Repaso aquí los argumentos que Bateson desarrolla en el capítulo XV de este libro.
Su punto de partida es el supuesto, que ya tenían los antiguos griegos, de que en el Universo rige un orden (Ananké), a la vez justo y terrible (o aterrador) porque escapa a los designios humanos y permanece eternamente oculto. Los humanos lo reconocen de algún modo pero se sienten incapaces de controlarlo o reproducirlo. No obstante, aunque en comparación con ese orden cósmico somos imperfectos y finitos, todo el empeña del saber humano se concentra en desentrañar ese orden superior; es decir, en aprender a descifrar su estructura, su Karma. Las extrañas entidades llamadas Ananké, Karma, etcétera, son algunas de las representaciones que tradicionalmente están asociadas con la idea de Dios.
El desentrañamiento de esa estructura, que puede o no estar causalmente determinada, forma parte de esa tarea gigantesca que nuestra especie realiza, generación tras generación, en pos de alcanzar una descripción razonable de ella –algo semejante a lo que Hegel aseguró haber realizado con su Gran Lógica. Sin embargo, este propósito implica chocar con un problema epistemológico de imposible solución que Bateson ilustra con la alternativa excluyente: “el mapa no es el territorio”; es decir que ninguna descripción del mundo, por precisa o aproximada o realista que se pretenda, sustituye la experiencia de él:
Una descripción nunca puede parecerse a la cosa descrita y sobre todo la descripción nunca puede ser lo que describe. (Bateson, El temor,152)
Por mucho que logremos desentrañar la estructura de todo lo que hay, algo que está dentro de esa estructura y que, al mismo tiempo, no pertenece a ella, la sobrepasa o la excede y no obstante la hace posible. Cualquier aproximación a esa estructura, en la medida en que se trata de una descripción, es parcial e incompleta. Por ejemplo, la descripción de una columna vertebral establece la organización de las partes que la componen pero no nos servirá para regular los movimientos de un cuerpo pues solo atañe a uno de los posibles órdenes de ese cuerpo, en el marco de un número infinito de posibles combinaciones de detalles.
Hasta aquí parece evidente que un mapa, por minucioso que se pretenda, jamás conseguirá darnos el efecto del paisaje que representa. El mapa describe solamente una clase de detalles dentro de un grupo. Podríamos recurrir a la diferencia entre grupo y clase y afirmar que la estructura de la columna representa una clase entre las posibles organizaciones de las vértebras cuyo comportamiento sistémico como grupo cambia según la relación que guarden entre sí las clases que la conforman. Por ejemplo, las vértebras lumbares forman una estructura vertebral cuando actúan solas y otra diferente cuando lo hacen en armonía con las dorsales. Pero de nuevo esta descripción no nos daría toda la información que contiene el objeto original.
La cuestión es algo bizantina pero Bateson sostiene que es fundamental para comprender cómo funciona la biosfera y cuánto podemos esperar de nuestro conocimiento de ella. Puesto que no existe una descripción de la totalidad de la biosfera –si existiera una, sería como el territorio para el mapa– que no sea comparable a ella misma, todo conocimiento es relativo, es decir, se limita a establecer meras relaciones entre las cosas. El Karma que las unifica y comprende queda en cambio fuera del alcance del saber. Lo que hay es Uno, por lo tanto, cualquiera que sea su abordaje teórico, para hacerlo con verdad, ha de ser todo lo holístico que sea posible.
Bateson observa que la ciencia suele no tener en cuenta esta limitación. Por lo contrario, está tan segura de la manera como estudia su objeto que supone que los detalles de una estructura forman parte real de aquello descrito por ella. El ejemplo paradigmático de esta ilusión es la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev, que dice más del modo como Mendeleiev entendía la estructura atómica de la materia que de la materia en sí. Así pues, el científico conserva del método del astrólogo la creencia de que entre su forma de conocer y el objeto del conocimiento hay una comunidad estructural y no tiene en cuenta que:
Las constelaciones existen solo en la medida en que los hombres las ven en el firmamento. (Bateson, El temor, 154)
Las estrellas conforman una constelación –por supuesto, solamente para algunos iniciados–pero las constelaciones no están en la naturaleza. Y esta es una de las razones de peso por las que el horóscopo resulta inconsistente. Algo semejante sucede cuando se produce lo que Nietzsche llamaba “fenomenalismo de la consciencia”, esto es, la creencia en que la experiencia de lo real es prueba suficiente de que esa realidad se asemeja a su descripción o a su representación en la consciencia, como ocurre con la experiencia de lo bello. Desarrollada en el marco de la estética, esta presuposición haría factible pensar que la excepcional luminosidad de un texto literario bastaría para alimentar un campo de girasoles (una de las aberraciones estéticas más comunes y por cierto, una de las más ocurrentes boutades de Paul de Man).
La diferencia irreductible entre lo real y su descripción razonada es especialmente relevante en los procesos biológicos, pues en ellos el orden y el crecimiento de sus componentes y, por lo tanto, el curso de su desarrollo evolutivo probable, no solo está determinado por la estructura física de la que necesariamente participan los elementos involucrados –átomos, moléculas, hormonas, enzimas. etcétera– sino que además está regulada por cierta información contenida en el ADN; y éste es pura información y a diferencia de las estructuras físicas –que, como no están organizadas no pueden desorganizarse– puede incurrir en fallo o error. Por consiguiente, cuando el físico y el biólogo hablan de estructura o de una posible trama que se reconoce en la serie de acontecimientos que estudian, nunca se refieren a lo mismo.
Sin embargo, es imposible comprender los procesos de la vida si no los pensamos dentro de una trama única cuya clave estructural, lamentablemente, no nos está dado conocer. En suma, la trama es necesaria, pero su resolución o su desenlace, no.
Bateson denomina “entrelíneas”, que compara con aquello que es evidente por sí mismo o válido en todos los mundos posibles, al esquema que subyace a un cómputo cualquiera, lo que los matemáticos llaman algoritmo (Bateson, El temor,159), que regula en qué orden han de disponerse las proposiciones en una ecuación. Así pues, en un sistema cerrado y tautológico como es la aritmética, todas sus proposiciones han de ajustarse a condiciones establecidas en los axiomas, que establecen unas reglas de formación y unas reglas de transformación. Por ejemplo, qué es un número y cuáles son las operaciones aritméticas que se pueden realizar con ellos, es decir, las definiciones de proceso: suma, resta, multiplicación, división. Sobre esto no hay confusión posible. Su resultado es verdadero en todos los casos. Ahora bien, según cómo esté diseñada la ecuación numérica, el responsable del cálculo debe ajustarse además a una regla que le indica en qué orden ha de ejecutar los pasos del proceso. Este orden es el algoritmo que antecede al cálculo y, desde un punto de vista trascendental, lo hace posible. Aunque, como queda alejado del estrecho marco fijado por las reglas de la aritmética, se hace vulnerable al error. Para ilustrar cómo opera ese algoritmo Bateson propone como ejemplo la ejecución de una receta de cocina. No basta con que el cocinero conozca los ingredientes de un plato y cómo se puede combinarlos sino que además tiene que saber qué orden ha de seguir en los pasos requeridos para desarrollar la receta. Este tipo de información no es comparable a la de los axiomas o las reglas de transformación que, en un sistema tautológico es siempre explícita, sino que –afirma Bateson– permanece oculta, como corresponde a aquello que es eterno y evidente por sí mismo. O sea, que en un cálculo, la estructura está allí, pero de un modo que es a la vez necesario e implícito.
Sin embargo, no me queda claro si he conseguido captar:
a) qué entiende Bateson por estructura/algoritmo. Comprendo que esa estructura es necesaria, pero no que sea inexplicable.
b) la diferencia de orden entre la determinación en el marco de un sistema cerrado y el orden de variedad infinita que es propio de los sistemas abiertos y que, no obstante, puede fijarse en un algoritmo o un esquema.
Lo que sí parece claro es que Bateson presupone que pueden equipararse una necesidad y la otra, para lo cual solo es posible entenderlas bajo un concepto que a fin de cuentas es casi tan antiguo como el Cosmos: el concepto de forma. Total, que hemos dado un largo e intrincado rodeo para –de nuevo– venir a desembocar en Platón.