DESPUÉS DEL AMOR

Lo verdaderamente característico de las historias de amor puede ser la individualidad. Si se considera bien, nada más personal que el desarrollo del sentimiento amoroso y el de su narración (como experiencia vivida, recuerdo, nostalgia o historia ficticia). El nacimiento de la literatura moderna escoge esta temática porque es en la introspección y en el discurso interior donde se encuentra su recorrido. Denis Rougemont va más allá y llega a afirmar que no sólo la literatura amorosa es el mejor ámbito para al expresión de los sentimientos particulares, cambia el orden y afirma que gracias a esas obras se ha alcanzado un modo de vivir esa experiencia:

[…] los sentimientos […] son creaciones literarias en el sentido de que cierta retórica es la condición suficiente de su confesión, es decir de su toma de conciencia» (El amor y Occidente, p. 178).

Esa misma individualidad enaltecida es la que permite discurrir en una historia de amor (incluso vivir en ella) allende el otro. Es decir, no es determinante la correspondencia ni lo es la esperanza de reencuentro. Saberse rechazado modifica el estatuto de la relación, pero no el discurso (mejor, el deseo) hacia esa persona. Amamos irremediablemente y quien tiene demasiada imaginación puede vivir a expensas de esa historia, sin que nadie (incluso su coprotagonista) le perturbe.

Lo peor de no ser correspondido es la incertidumbre. Son falsas las lamentaciones voluptuosas y las fantochadas obscenas que se regodean en el goce castrado. La duda que persigue a quien ha caído en el amor sin recompensa es de otra índole: ¿le hubiera podido hacer feliz? ¿podría llegar a amarme como yo hubiera querido? ¿hubiera sido el amor definitivo? Y en los casos más penosos: ¿se hubiera fijado en mí alguna vez?

La historia de amor, como toda narración, necesita de ciertas reglas discursivas que permiten un andamiaje estable: verosimilitud, coherencia y cohesión, etc. La falta de imaginación suple con ocurrencias el recorrido natural de esas preguntas arriba enunciadas cuando la historia de amor se trunca antes de tiempo; en la vida real, como en las malas novelas, esas ocurrencias suelen llevarnos al tópico: la blasfemia o la idolatría a quien nos ha negado, la supresión de sus imágenes o la obsesión por ellas, etc.

En definitiva, no saber acabar una historia es el peor defecto que en la vida o en la escritura nos puede advenir. Yo cierro los ojos y la veo; y por eso me cuesta tanto terminar de una maldita vez este texto.

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