Leo el séptimo relato de la cuarta jornada del Decamerón, donde se cuenta la desdichada historia de amor de dos hilanderos de Florencia, Simona y Pasquino, que mueren sin saber que las hojas de la salvia con que se han frotado los dientes estaban envenenadas por un sapo ponzoñoso, oculto entre las raíces de la planta.
(Sabido es que en todas las historias de amor que terminan mal suele haber algún sapo repugnante entrometido.)
Pero no me queda claro qué balance saca Boccaccio de la tragedia porque a renglón seguido de la muerte de Simona escribe:
¡Oh, almas felices, a quienes un mismo día sucedió el ardiente amor y la mortal vida acabar; y más felices si juntas a un mismo lugar os fuisteis; y felicísimas si en la otra vida se ama, y os amáis como lo hicisteis en ésta!
Si tuviéramos la seguridad de encontrar después de muertos el mismo amor del que hemos gozado en vida y para siempre, el final feliz de nuestra historia de amor quedaría asegurado con solo que nos diéramos muerte junto a nuestro amante. Convertiríamos el inocente desliz de Simona y Pasquino en designio y nuestro amor, ahora sí, podría ser eterno.
A punto ha estado Boccaccio de convencerme.