PSICOSIS

Una noche, después de cenar –era verano y todavía no había oscurecido– saliste al balcón de casa para fumar –¿te acordás?– y al rato me llamaste para que viera la escena. La plaza estaba concurrida y bulliciosa como es habitual en los días de calor. Los porteros de nuestro edificio estaban en la acera y hablaban como siempre a los gritos mientras un grupo de niños jugaba animadamente entre las bicicletas estacionadas. En el medio de la plaza, inclinada sobre la fuente e indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor, había una mujer joven con los cabellos despeinados y aspecto desaliñado, que accionaba enérgicamente el grifo de la fuente para lavarse las manos. Recuerdo que llevaba además un bolso en bandolera. Repetía un gesto harto habitual en las ciudades mediterráneas donde la gente suele acudir a las fuentes públicas en verano para calmar su sed o para refrescarse. Que se lavara las manos no tenía, pues, nada de extraño, aunque aquella mujer parecía que nunca iba a darse por satisfecha. De hecho –comentaste– llevaba un buen rato haciendo lo mismo. Se enjuagaba y se frotaba una y otra vez las manos mientras murmuraba largas frases articuladas ininteligibles que sonaban como una interminable explicación, una especie de salmodia pronunciada por una niña que intenta excusarse por haber cometido una grave falta. Cada tanto, ella misma cambiaba el registro e impostaba una segunda voz, ronca e imperativa, que interrumpía su propia salmodia con toda clase de insultos (¡Guarra!, ¡Sucia! ¡Mala! ¡Hijaputa!, decía la voz, como de una madre despiadada) para enseguida reiniciar el tono de las disculpas, sin dejar de lavarse las manos. El contraste entre las dos voces –una delicada y dulce; la otra, brutal e implacable– era perfecto: una era la voz de la culpa y la otra la voz de la admonición. Lo asombroso y, hasta cierto punto, aterrador era que las dos voces salían de la misma persona.

Estuvimos un rato largo observándola en silencio y finalmente, por pudor o por respeto al pequeño drama anónimo que tenía lugar delante de nuestros propios ojos y por el que nada podíamos hacer, entramos de nuevo en casa y cerramos la ventana. Los dos quedamos muy conmovidos por la escena y hablamos después largamente acerca de la locura y del sufrimiento que conlleva, de lo difícil que es ayudar a un semejante cuando dentro de él se han roto las claves de la identidad, cuando la unidad de la consciencia se ha descompuesto y la descomposición ha llegado al nivel del habla. Si hubiésemos querido dialogar con aquella pobre mujer desquiciada, ¿con cuál de sus identidades hubiésemos podido entrar en relación? Hablamos acerca de lo poco que sabíamos acerca de la psicosis y yo creí ver que asomaba en vos tímidamente una posible vía de estudio y de investigación que serviría para completar o enriquecer tu primera vocación: ocuparse de los demás.

Los dos quedamos fascinados por la escena de la locura; y con razón, porque la locura –y no la racionalidad– contiene las dos dimensiones de la experiencia que la llamada cordura separa, de forma artificial, como prudencia o criterio y fantasía, realidad y sueño, orden y desorden. El espectáculo del loco deja sin palabras a quien lo contempla en la medida en que enseña que no es posible conocer la naturaleza íntima del orden humano sin asomarse, al mismo tiempo, a la sinrazón en la que, nos guste o no, éste se sostiene.

Pero aquella desdichada me dio además una clave para entender la pauta desconocida que regula todos nuestros actos, sobre todo si afectan a la responsabilidad individual comprometida en ellos. Actuamos casi siempre como la loca que se lava las manos en la fuente, solo que enunciamos el descargo de nuestras motivaciones e intereses con cargo a otro, sea complaciente o severo o razonable, que se aviene a juzgarlas; y unas veces somos convictos y otras jueces, cuando en realidad las dos instancias las llevamos contenidas, muy hondo, dentro de nosotros mismos.

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