CARLOMAGNO

Ítalo Calvino comienza la segunda de sus Seis propuestas para el próximo milenio, contando una vieja leyenda que tiene como protagonista a Carlomagno:

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua de la muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.

Calvino añade que en un cuaderno de notas inédito de Barbey d’Aurevilly figura una versión más escueta de la misma leyenda y que, desde que la leyó por primera vez, tuvo la impresión de que el hechizo del anillo continúa actuando a través del cuento.

Es posible que su observación sea cierta: en efecto, hay algo muy encantador en este relato fantástico. Sin embargo, yo no tuve la sensación de haber sido embrujado por el anillo mágico de la historia, sino de algo muy conocido. Entendí perfectamente el drama del pobre Carlomagno, quizá porque a mí me pasó lo mismo.

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