LA PRUEBA

En la tercera de una serie de conferencias de Michel Foucault en Rio de Janeiro, que traduje e hice publicar hace un montón de años (La verdad y las formas jurídicas. Barcelona, 1980), Foucault describe la evolución del régimen de la prueba en los litigios judiciales desde los tiempos arcaicos hasta el nacimiento del Estado moderno.

Lo primero que anota es la inexistencia de una prueba en la Grecia antigua. Una disputa se dirimía entonces por la lucha a muerte entre dos campeones. Más tarde, durante el periodo democrático ateniense, se introduce la figura del testigo cuyo testimonio imparcial conlleva la producción de una evidencia, la aparición de los métodos de la persuasión en los pleitos judiciales y da nacimiento a la indagación y la instrucción del caso.

En el antiguo Derecho Germánico, apunta Foucault, se suprime el testimonio y la intervención del laudo arbitral. Para dirimir una disputa se requiere la presentación de los litigantes y la continuación de la querella por medio de una guerra particular reglamentada que sirve para dar una encuadre jurídico a la venganza. En compensación, aparece en el derecho feudal la institución de la prueba: el testimonio de alguien afín al interesado, o bien verbal (una mala proferición de una fórmula jurídica, un lapsus linguae, bastaba para desestimarla y acarreaba perder el proceso), o bien ordalía, lo que obligaba al interesado a someterse a las fuerzas de la naturaleza; o bien la ejecución de un duelo en el que no interviene la verdad instruida por una prueba. La autoridad arbitral solo participa del litigio –como en el duelo entre individuos– para garantizar la regularidad del procedimiento. De este modo, la prueba servía como shifter entre la fuerza y el derecho. Foucault observa que en el siglo XIII se recupera, junto con otras figuras jurídicas, la indagación: se trata de saber si ha habido ofensa, quién la practicó y si quien asegura haber sido víctima de ella es capaz de someterse al desafío que pide al adversario. Aquí comienza el principio de prueba que está en la base de la investigación científica.

Pero lo sugestivo de este singular desarrollo es lo que revela con relación a la manera en que saldamos las innumerables disputas que sostenemos con nuestros allegados, ya sean peleas amorosas, riñas entre amigos o vecinos, conflictos laborales o incluso en disputas por cuestiones políticas. En ellas, las pruebas que reclamamos o que invocamos en tales litigios, sean judiciales o no, suelen ajustarse a los modelos más antiguos. La ciencia o el laudo del Estado rara vez nos parece que sirven para defender nuestros derechos o para reparar los daños que nos han causado. Así pues, nuestras querellas están plagadas de duelos encubiertos, ordalías y venganzas, lo que demuestra cuán lejos estamos de buscar en ellos que triunfe la verdad.

Mejor dicho: que la verdad sea el bálsamo de nuestra miseria y dolor. Quizá porque la verdad no es un remedio y satisface muy pocos agravios; y, como venganza, siempre se queda corta.

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