CABEZA DURA

Alguna vez he oído que, más que el correlato del esfuerzo o la fortuna, el éxito es un subproducto de la obstinación. Se supone que quien pone todo su empeño en lo que sea acaba por ganar. Recuerdo el juego de palabra que Lacan usó, valiéndose de la homofonía que se da en francés entre persevère y Père sevère– Lo usó en ocasión del golpe de mando que lo llevó a disolver su escuela en 1980. En la carta de disolución recurría al juego de palabra para advertir a sus acólitos que, en tanto que padre, estaba en posesión del falo y había decidido usarlo.

Pero de paso también decía que en todo perseverar hay algo fálico. Alegoría simple, pues perseverar consiste en estar siempre dispuesto a empezar de nuevo, tantas veces como sea necesario y no cejar en cualquier empeño hasta obtener lo que uno se propone. Persevera el viejo en la lucha contra los tiburones en la célebre novela de Hemingway; pero también perseveraban las Danaides; y como es consabido, lo hacían inútilmente, por eso su terquedad suele asociarse a esas pesadillas en las que uno emprende una labor que no termina nunca. La perseverancia sin propósito es algo que pasa todo el tiempo: uno mismo persevera cuando insiste en dar una y otra vez, sin recibir nada a cambio; y la más de las veces sin una novela o un mito que dignifiquen el sacrificio.

Así que –cuidado– que quien persevera es también esclavo de una promesa mal intencionada que nunca se cumplirá y, por lo tanto, muy a menudo no es más que un infeliz.

(So, be cool, let it bleed.)

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