LA DEFINICIÓN DE LA INFANCIA

Las referencias a la infancia y a la condición de niño que se leen o se escuchan por ahí son tan abundantes como imprecisas, seguramente porque hay muchas, muchísimas maneras de “ser niño”.

Lo primero que llama la atención es que la explicación de lo que es “ser niño” por fuerza ha de ser una construcción generada en la vida adulta y, muy probablemente –lo mismo que toda construcción, en sentido freudiano– una fantasía, es decir, el resultado de una elaboración discriminada y caprichosa de la memoria, en la que las representaciones se mezclan con las idealizaciones, los mandatos y las reglas aprendidas, de tal modo que uno nunca recuerda en rigor cómo era de niño sino que  lo imagina; y a menudo ese niño imaginario se confunde con la proyección que los adultos hacemos sobre nuestro propio cuerpo, pensado cuando aún no se ha desarrollado. Y sin embargo, tanto en la desdicha como en la felicidad de nuestra infancia ciframos un cúmulo de anhelos o de heridas o desesperanzas cuyo origen, con toda seguridad, es mucho más reciente.

La verdadera infancia es nuestro presente. Por eso resulta tan difícil definir en qué consiste y por eso también, las profesiones dedicadas a “ocuparse” de los niños (maestros, pedagogos, catecistas, psicólogos, asistentes sociales, monitores de gimnasia, animadores de fiestas infantiles, payasos, etc.) siempre me han parecido falsas y un punto siniestras puesto que su legitimidad profesional depende en gran medida de la definición que ellos mismos dan del objeto de sus “profesiones”. Resulta mucho más auténtica la postura de algunos pedófilos que –es verdad que en función de sus propias aficiones– niegan que la infancia tenga lugar: en la medida en que atribuyen a los niños la experiencia del deseo, para ellos no hay diferencia entre el adulto y el niño, sino en provecho de los segundos, que son idolatrados debido a que todavía conservan una fantasía erótica absolutamente virgen y ajena al principio de realidad.

También lo negaba Philippe Ariès en un libro célebre (L’Enfant et la vie familiale dans l’Ancien Régime, París: Seuil, 1975) donde, puntos más o menos, sostiene que la infancia fue una de tantas creaciones de la odiosa modernidad. Una invención que produjo además sus correlatos necesarios: la infancia infeliz y la infancia idealizada.

(Los franceses nos dan siempre los peores ideólogos progresistas y los más brillantes historiadores reaccionarios.)

Me he oído a mí mismo decir muchas veces que nunca fui niño, casi tantas veces como también he dicho que nunca he dejado de serlo. Lo curioso es que ambas afirmaciones son correctas; lo que, por cierto, es una evidente paradoja que nunca conseguiré resolver.

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