PALABRAS

De pronto vuelvo sobre un argumento trillado leído de una vez para siempre en una frase de Gorgias (o de quien escribió el Encomio de Helena en su nombre)

Hay la misma relación entre el poder del discurso y la disposición del alma que la que hay entre disposición de las drogas y la naturaleza de los cuerpos: así como una droga cualquiera hace que salga del cuerpo un humor, y que unas hagan cesar la enfermedad y las otras la vida, así también, entre los discursos, algunos apenan, otros encantan, dan miedo, excitan al auditorio y otros, en virtud de una mala persuasión, drogan el alma y la hechizan.

Entre nuestro genio –desdichado, ingenuo o sentimental– y las palabras hay una misteriosa comunidad, como si uno y otras estuviesen hechos de la misma sustancia, de tal modo que el alma parece como si se hubiese nutrido de palabras que resuenan, se recuerdan, se intercambian o se trafican, se copian o simplemente se pronuncian.

Recordamos una frase o una indicación, una declaración de amor, un nombre (que también –no lo olvidemos– no es más que una palabra) y algo nuestro, muy íntimo e inconfundible, cambia con ese sonido tan significativo que asombra. El secreto de la poesía o el entusiasmo que nos suscita una arenga o una canción son obra de palabras. No importan sus contenidos ni la referencia de los signos, que siempre es trivial cuando se contrasta con el efecto producido por el discurso. La sensación que da la palabra no tiene comparación posible, no es sensible sino existencial y tan definitiva como una confesión.

(También la confesión –por cierto– está hecha de palabras.)

La palabra es pócima peligrosa que debemos usar con precaución.

Let us deport – with skill –
Let us discourse –with care–
Powder exist in Charcoal –
Before it exists in Fire.

(Dickinson, The Complete Poems,446).

Dímelo entonces con cuidado si no quieres hacerme mucho daño.

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